De las casas que había a lo largo de Wood Lane en dirección al bosque, tampoco había obtenido nada. Era una zona tranquila en plena noche y, al parecer, nada había alterado el silencio la noche del asesinato de Davey. Aquella información descorazonó a todos los miembros del equipo, pero llegaron mejores noticias del agente encargado de la tarea de entrevistar a todos los que vivían en Walden Lodge, el pequeño bloque de pisos al borde de Queen's Wood.
– No es para tirar cohetes -dijo el agente-, pero un tipo llamado Berkeley Pears tiene un Jack Russell terrier que se ha puesto a ladrar a las tres cuarenta y cinco de la mañana, dentro del piso, no fuera. Pears pensó que quizás había alguien en el balcón, así que cogió un cuchillo de trinchar y fue a ver. Está seguro de que vio una luz bajando por la colina. Se apagaba y encendía, como si algo la tapara. Pensó que serían grafiteros o alguien que volvía de Archway Road o iba hacia allí. Hizo callar al perro y eso es todo.
– Las tres cuarenta y cinco explica por qué ningún trabajador vio nada -le dijo John Stewart a Lynley.
– Sí, bueno. Sabemos desde el principio que trabaja de madrugada -dijo Lynley-. ¿Algo más en Walden Lodge, Kevin?
– Una mujer llamada Janet Castle dice que cree que oyó un grito o un chillido alrededor de medianoche. Remarco lo de «cree». Ve mucho la tele: series de asesinatos y cosas por el estilo. Creo que es una detective Tennison frustrada y sin el atractivo sexual.
– ¿Sólo un grito?
– Es lo que dice.
– ¿De hombre, mujer, niño?
– No sabía.
– Las personas del bosque…, las que paseaban al perro por la mañana…, ahí tenemos una posibilidad -dijo Lynley. No lo aclaró, pero le dijo al agente que había dado el informe que recabara más información del trabajador que los había visto-. ¿Qué más? -preguntó a los demás.
– ¿El viejo que el chico vio en los huertos? -respondió otro de los agentes asignados a Queen's Wood-. Resultó ser un hombre de setenta y dos años, así que es imposible que sea el asesino. Apenas puede andar, pero habla. No pude hacer que se callara.
– ¿Qué vio? ¿Algo?
– Al chico. Era de lo único que quería hablar. Parece que ha llamado a la policía un millón de veces para quejarse de ese granuja; pero, según él, nunca hacen una mierda porque tienen mejores cosas en las que ocupar su tiempo que detener a vándalos que van por ahí pintarrajeando la propiedad pública que disfrutamos todos.
Lynley se volvió hacia el agente de Walden Lodge con curiosidad.
– ¿Alguien de allí ha hablado del chico, Kevin?
Kevin negó con la cabeza. Sin embargo, consultó sus notas.
– Pero sólo he hablado con los inquilinos de ocho de los pisos -dijo-. En cuanto a los otros dos, uno está vacío desde hace poco y en venta, y el otro es propiedad de una mujer que se ha ido de vacaciones a España, como todos los años.
Lynley pensó en aquello y vio la posibilidad.
– Habla con los agentes inmobiliarios de la zona. Pregunta a quién ha enseñado el piso vacío.
Compartió con el equipo otro informe del S07 que le esperaba sobre su mesa cuando llegó aquella mañana. Les dijo que el pelo hallado en el cuerpo de Davey Benton era de gato. Además, las huellas de los neumáticos de la furgoneta de Barry Minshall no coincidían con las halladas en Saint George's Gardens. Pero seguían buscando una furgoneta, y parecía que quizá la habían comprado precisamente para lo que la estaban utilizando: un matadero móvil.
– Parece que, cuando murió Kimmo Thorne, la furgoneta aún estaba registrada a nombre del propietario anterior, Muwaffaq Masoud. Alguien ahí fuera tiene ese vehículo y hay que encontrarlo.
– ¿Quieres hacer pública la descripción ahora, Tommy? -Fue John Stewart quien hizo la pregunta-. Si enseñamos la furgoneta al público… -Hizo un gesto para que se imaginara el resto.
Lynley lo pensó. La realidad era que esa furgoneta iba a contener pruebas valiosísimas. Si la encontraban, tenían al asesino. Pero el problema era que la situación no variaba: hacer pública la descripción exacta de la furgoneta, la matrícula y las letras escritas en el lateral también permitía que el asesino viera sus intenciones. O escondería el vehículo en uno de los miles de garajes que había en la ciudad, o lo limpiaría y lo abandonaría. Tenían que buscar un término medio.
– Haz llegar la descripción a todas las comisarías de la ciudad.
Después, asignó otras tareas, y Barbara recibió la suya con tan buen talante como pudo, puesto que la primera parte requería redactar su informe sobre John Miller, el vendedor de sales de baño del mercado de Stables. La segunda parte, sin embargo, la llevaba a la calle, que era donde ella prefería estar, en concreto, en el hotel Canterbury en Lexham Gardens. Debía encontrar al empleado que trabajó la noche en la que murió Davey Benton.
Lynley iba a ocuparse de las otras tareas, desde conseguir el registro de llamadas al móvil de Minshall a localizar a los asistentes a la última reunión de HYCE en la iglesia de Saint Lucy's, por las huellas dactilares si hacía falta. Entonces, Dorothea Harriman hizo pasar a Mitchell Corsico al centro de coordinación.
La expresión de la secretaria parecía pedir perdón. Su cara decía claramente que eran órdenes de arriba.
– Ah, señor Corsico. Acompáñeme, por favor -dijo Lynley, y dejó que los investigadores volvieran a su trabajo.
Barbara oyó la frialdad en su voz. Supo que a Corsico iba a caerle una buena bronca.
Lynley tenía un ejemplar de The Source. Se lo había dado el guardia de la garita al llegar hacía un rato. Lo hojeó y se dio cuenta del error que había cometido. Se preguntó cuánta arrogancia había demostrado al dar por sentado que podía ser más listo que un tabloide. Los tabloides se ganaban la vida desenterrando información inútil, así que esperaba que sacaran el rollo de Su Majestad, Cornualles y Oxford y Eton. Pero no esperaba que una fotografía de su casa de Londres adornara el periódico, y estaba resuelto a que el periodista no pusiera en peligro a otros agentes dispensándoles el mismo trato.
– Hay unas reglas básicas -le dijo a Corsico cuando él y el periodista estuvieron solos.
– ¿No le ha gustado el artículo? -le preguntó el joven subiéndose los vaqueros-. No se sugiere absolutamente nada sobre el centro de coordinación o sobre lo que tienen sobre el asesino. O no tienen -añadió con una sonrisa compasiva, y Lynley quiso pegarle un puñetazo para borrársela de la cara.
– Estas personas tienen esposas, maridos, familia -dijo Lynley-. Déjelos en paz.
– No se preocupe -dijo Corsico amablemente-. Usted es de lejos el más interesante de todos. ¿Cuántos polis pueden alardear de vivir a tiro de piedra de Eaton Square? He recibido una llamada esta mañana de un detective de Yorkshire, por cierto, no me ha querido dar su nombre, pero ha dicho que tenía cierta información que quizá querríamos publicar como continuación al artículo de hoy. ¿Le gustaría hacer algún comentario?
«Debe de tratarse del detective Nies de la policía de Richmond», pensó Lynley. Sin duda estaría encantado de darle la lata al periodista sobre el tiempo que había pasado con el conde de Asherton en la cárcel. Y el resto de los antecedentes sórdidos de Lynley también saldrían a la luz: conducción bajo los efectos del alcohol, accidente de coche, amigo lisiado, todo.
– Escúcheme, señor Corsico -le dijo, y, en ese momento, sonó el teléfono de mesa. Contestó con brusquedad-: Lynley. ¿Qué?
– No me parezco en nada a ese boceto, ¿sabe? -Fue la respuesta que oyó. Era una voz de hombre, absolutamente cordial. De fondo se oía una especie de música de baile-. Al de la tele. ¿Cómo prefiere que lo llamen: comisario, o milord?
Lynley dudó, se apoderó de él una enorme tranquilidad. Era muy consciente de la presencia de Mitchell Corsico en el despacho.