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– ¿Sí, verdad? -asintió Lynley-. ¿Así que le has dicho que no a Corsico? -Más o menos.

– Has tomado la decisión acertada. A Hillier, no le gustará. Dios sabe que se enterará y le dará un ataque. Pero no será de inmediato y, cuando pase, haré lo que pueda para alejarle de ti. Ojalá pudiera hacer más.

Nkata le agradeció el gesto, teniendo en cuenta que el periodista ya había hecho un artículo sobre el jefe.

– Barb me ha dicho que Furgoneta Roja le ha llamado. -Quiere demostrar su fuerza -dijo Lynley-. Intenta ponernos nerviosos. ¿Qué tienes?

– No hay nada en las compras con las tarjetas de crédito. Es un callejón sin salida. La única conexión entre La Luna de Cristal y las personas a las que estamos investigando es Robbie

Kilfoyle: el repartidor de sandwiches. ¿Podemos ponerlo bajo vigilancia?

– ¿Basándonos en La luna de cristal? No tenemos suficientes hombres. Hillier no autorizará más agentes para el caso, y los que tenemos ya están trabajando catorce y dieciocho horas al día. -Lynley señaló el bloc-. El S07 ha comparado la furgoneta de Minshall con el residuo de goma hallado en la bicicleta de Kimmo Thorne. No coincide. Minshall puso una moqueta vieja y no un forro de goma; pero las huellas de Davey Benton están por toda la furgoneta. También hay un montón de huellas más.

– ¿De los otros chicos muertos?

– Estamos comparándolas.

– No cree que estuvieran allí, ¿verdad?

– ¿Los otros chicos? ¿En la furgoneta de Minshall? -Lynley volvió a ponerse las gafas y miró sus notas antes de contestar-. No, no lo creo -dijo al fin-. Creo que Minshall dice la verdad, por mucho que me fastidie, teniendo en cuenta sus perversiones.

– Lo que significa…

– Que el asesino cambió Coloso por HYCE en cuanto aparecimos por Elephant and Castle haciendo preguntas. Y ahora que Minshall está detenido, va a tener que buscarse otra fuente de víctimas. Tenemos que atraparle antes de que las consiga porque sabe Dios dónde va a encontrarlas, y no podemos proteger a todos los chicos de Londres.

– Pues necesitamos las horas de las reuniones de HYCE. Necesitamos las coartadas de todos los miembros.

– Volvemos a empezar de cero… O si no de cero, de cuatro o cinco -asintió Lynley-. Tienes razón, Winston. Hay que hacerlo.

Ulrike no tuvo más opción que coger el transporte público. Ir en bicicleta de Elephant and Castle a Brick Lane era un viaje largo, y no podía permitirse el tiempo que tardaría en pedalear hasta allí y volver. Ya era bastante sospechoso que se marchara de Coloso sin tener una reunión programada ni en la agenda ni en el calendario que Jack Veness tenía en recepción. Así que inventó una llamada telefónica a su móvil, en la que Patrick Bensley, el presidente del consejo de administración, supuestamente, le había dicho que quería que se reuniera con él y con un posible benefactor riquísimo, por lo que estaría fuera. Le había dicho a Jack que podría localizarla en el móvil. Lo tendría encendido, como siempre.

Jack Veness la miró, una media sonrisa dividía su barba rala. Asintió de manera cómplice. Ella no le dio la oportunidad de hacer ningún comentario. Habría que meterlo otra vez en cintura, pero ahora no tenía tiempo de hablar con él sobre su actitud y las mejoras que tendría que hacer al respecto si quería ascender en la organización. Así que cogió el abrigo, la bufanda y el gorro y se marchó.

El frío la golpeó primero en los ojos y luego en los huesos. Era el frío de Londres por antonomasia: tan húmedo que llevar el aire a los pulmones le costaba un gran esfuerzo. Hizo que fuera corriendo hacia el insufrible calor del metro. Se apretujó en un vagón en dirección a Embankment e intentó mantenerse alejada de una mujer que llenaba el aire viciado con su tos húmeda.

En Embankment, Ulrike se bajó y serpenteó por entre los otros trabajadores de la periferia. Aquí eran distintos: la etnia predominante cambió: pasó de ver a negros, en su mayoría, a blancos mucho mejor vestidos, cuando hizo el trasbordo a la District Line, que atravesaba algunos de los bastiones de la escena laboral del establishment londinense. Por el camino, echó una moneda de una libra en la funda de la guitarra abierta de un músico callejero.

Cantaba con voz suave A Man Needs a Maid, y sonaba menos como Neil Young y más como Cliff Richard con problemas de vegetaciones. Pero, al menos, hacía algo para ganarse la vida.

En Aldgate East, compró un ejemplar del Big Issue, el tercero en dos días. Añadió medio penique más al precio. El tipo que lo vendía parecía necesitarlo.

Encontró Hopetown Street al poco de caminar por Brick Lane y dobló la esquina. Fue en dirección a la casa de Griffin. No estaba muy metida en la urbanización, sino justo delante de un pequeño prado y a unos treinta metros del centro cívico en el que un grupo de niños cantaba mientras alguien los acompañaba a un piano mal afinado.

Ulrike se detuvo justo después de cruzar la verja que rodeaba el minúsculo jardín delantero de la casa. Estaba compulsivamente bien cuidado, como imaginaba. Griff nunca hablaba demasiado de Arabella, pero lo que Ulrike sabía de ella convertía las plantas podadas y las piedras inmaculadas del suelo justo en lo que esperaba encontrar.

La propia Arabella, sin embargo, no era como había imaginado. Salió de la casa cuando Ulrike comenzó a ir hacia la puerta. Sacaba un cochecito, su minúsculo ocupante iba tan abrigado para protegerlo del frío que sólo se le veía la nariz.

Ulrike esperaba una mujer totalmente distinta a ella y, en parte, estropeada. Pero Arabella tenía un aspecto bastante moderno con su boina negra y botas. Llevaba un jersey gris de cuello alto y una chaqueta negra de piel. Tenía los muslos demasiado grandes, pero era evidente que estaba trabajando en ese punto. Recuperaría la forma enseguida.

«Buen cutis», pensó Ulrike cuando Arabella levantó la mirada. En Ciudad del Cabo no se encontraban cutis así. Arabella era una verdadera rosa inglesa.

– Vaya, qué sorpresa. Si vienes a ver a Griff, no está, Ulrike. Y si no ha ido a trabajar, puede que esté en el negocio de estampación, aunque lo dudo, tal como están las cosas últimamente. -Y entrecerrando los ojos como una mujer que se asegura de la identidad de su interlocutor, añadió en tono sarcástico-: Porque eres Ulrike, ¿verdad?

Ulrike no le preguntó cómo lo sabía.

– No he venido a ver a Griff -dijo-. He venido a hablar contigo.

– Vaya, otra sorpresa. -Arabella bajó el cochecito por el único escalón que tenía el porche. Se volvió y cerró con llave la puerta. Arregló las mantas del bebé y luego dijo-: No veo de qué tenemos que hablar. Seguro que Griff no te ha prometido nada, así que, si crees que vamos a mantener una conversación razonable sobre el divorcio, intercambiar papeles o lo que sea, tengo que decirte que pierdes el tiempo. Y no sólo conmigo, sino también con él.

Ulrike nulo que se ponía colorada. Era infantil, pero quería exponerle a Arabella Strong unos cuantos datos, empezando por el encuentro que había tenido en su despacho el día anterior, pero se contuvo.

– No he venido por eso -dijo simplemente.

– ¿Ah no? -dijo Arabella.

– No. Acabo de darle una patada en el culo. Al fin, es todo tuyo -contestó Ulrike.

– Pues mejor para ti. No habrías sido feliz si te hubiera elegido permanentemente. Vivir con él no es nada fácil. Se… Se cansa pronto de sus intereses externos. Hay que aprender a vivir con ello. -Arabella cruzó el jardín hacia la puerta. Ulrike se apartó, pero no se la abrió, sino que dejó que lo hiciera ella y después siguió a la esposa de Griff a la calle. Al tenerla más cerca, Ulrike percibió mejor quién era: la clase de mujer que vivía para que la cuidaran, que había dejado de estudiar a los dieciséis y que, luego, había cogido uno de esos trabajos que servían para esperar a que llegara un marido y que son totalmente inadecuados para mantenerse en caso de que el matrimonio se rompa y la esposa tenga que buscarse la vida.