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Arabella se volvió.

– Voy a la panadería que está al final de Brick Lane -dijo-. Puedes venir si quieres. Me encantará la compañía. Una charla amistosa con otra mujer siempre es agradable. Y, en cualquier caso, hay algo que quizá quieras ver.

Comenzó a caminar, sin importarle si Ulrike la seguía. Ella la alcanzó, resuelta a no parecer que iba tras ella como un apéndice indeseable.

– ¿Cómo sabías que era yo? -le preguntó.

Arabella la miró.

– Por la fuerza de carácter -dijo-, por cómo vistes y la expresión de tu cara, por cómo andas. Te he visto acercándote a la verja. A Griff siempre le gusta que sus mujeres sean fuertes, al menos al principio. Seducir a una mujer fuerte le permite sentirse fuerte a él, porque no lo es. Bueno, eso ya lo sabes, por supuesto. Nunca ha sido fuerte. No ha tenido que serlo. Él cree que lo es, desde luego, igual que cree que no estoy al corriente de todas estas… estas citas en serie que tiene. Pero es débil como todos los hombres guapos. El mundo se rinde a su físico, y él siente que tiene que demostrar que es algo más que eso. Pero fracasa estrepitosamente porque acaba utilizando su físico para conseguirlo. Pobrecito -añadió-. A veces lo siento por él. Pero vamos tirando a pesar de sus flaquezas.

Giraron al llegar a Brick Lane y siguieron hacia el norte. Un camionero entregaba unos rollos de seda brillante a una tienda de saris en una esquina, aún decorada con las luces de Navidad que quizá tendría puestas todo el año.

– Supongo que por eso lo contrataste -dijo Arabella.

– ¿Por su físico?

– Imagino que le hiciste una entrevista, te deslumbró esa expresión enternecedora suya y no comprobaste ni una sola referencia. Griff ya contaría con ello. -Arabella la miró de un modo que parecía bien estudiado, como si se hubiera pasado días y meses esperando la oportunidad de dar su opinión a una de las amantes de su marido.

Ulrike se lo permitió. Después de todo, se lo merecía.

– Culpable -dijo-. Se le dan bien las entrevistas.

– No sé cómo se las arreglará cuando su físico decaiga -dijo Arabella-. Pero supongo que con los hombres es distinto.

– Se conservan mejor -asintió Ulrike.

– Más allá de la fecha de caducidad.

Se descubrieron soltando una risita contenida y, luego, apartaron la mirada incómodas. Subieron un poco más por Brick Lane. Arabella se detuvo enfrente de una mercería que parecía que llevaba haciendo negocios en ese lugar desde los tiempos de Dickens.

– Ahí. Eso es lo que quería enseñarte, Ulrike. -Señaló con la cabeza hacia el otro lado de la calle, pero no a Ablecourt e Hijo S.A., sino al Jardín Bengalí, un restaurante que estaba al lado de la mercería, con las ventanas y rejas de la puerta cerrados a cal y canto hasta que cayera la noche.

– ¿Qué pasa ahí? -preguntó Ulrike.

– Es donde trabaja ella. Se llama Emma, pero supongo que no es su verdadero nombre. Seguramente será algo impronunciable que empiece por M. Así que añadieron «Uh» para anglicanizarlo, o lo añadió ella, al menos: Emuh, Emma. Seguramente, sus padres aún la llaman por su nombre de pila, pero ella se esfuerza muchísimo por ser inglesa. Griff tiene intención de ayudarla con eso. Es la jefa de comedor. Es una novedad para Griff; por lo general, no le va el rollo étnico, pero creo que el que ella intente ser inglesa a pesar de la oposición de sus padres… -Arabella miró a Ulrike-. Lo interpretaría como una fortaleza. O eso se diría él.

– ¿Cómo te has enterado?

– Siempre me entero. Una esposa se entera, Ulrike. Hay indicios. En este caso, me llevó a cenar al restaurante hace poco. ¿La cara que puso ella cuando entramos? Era evidente que había estado allí antes y que había realizado el trabajo preliminar. Yo era la fase dos: la esposa de su brazo para que Emma pudiera ver la situación con la que su amorcito tiene que lidiar.

– ¿Qué trabajo preliminar?

– Tiene un jersey que se pone cuando quiere atraer a una mujer al principio, un suéter grueso de lana. El color le da un toque especial a sus ojos. ¿Lo llevó contigo para una reunión que tuvisteis, vosotros dos solos? Ah. Sí. Ya veo que sí. Es animal de costumbres. Pero lo que funciona, funciona. Así que no se le puede culpar por ser reiterativo precisamente.

Arabella siguió caminando. Ulrike la siguió, tras echar una última mirada al Jardín Bengalí.

– ¿Por qué sigues con él? -le preguntó.

– Tatiana va a tener un padre -dijo.

– ¿Y tú?

– Sé lo que hay. Griffin es quien es.

Cruzaron la calle y siguieron hacia el norte, pasaron por delante de la antigua cervecera y se adentraron en el terreno de las tiendas de artículos de piel y ropa barata. Ulrike le preguntó lo que había ido a preguntarle, aunque, en este punto, sabía que la respuesta de Arabella no iba a ser muy fiable.

– ¿La noche del ocho? -repitió Arabella pensativa para transmitirle la sensación de que iba a oír la verdad-. Vaya, estaba en casa conmigo, Ulrike. -Y, entonces, añadió deliberadamente-: O estaba con Emma, o estaba contigo, o se quedó en el negocio de estampación hasta el amanecer o hasta más tarde. Juraré cualquiera de esas versiones, la que prefiera Griff. Él, tú y todo el mundo puede contar con ello. -Se detuvo en la puerta de una tienda con un gran escaparate. Dentro, los clientes hacían cola junto a un mostrador de cristal tras el que había una enorme pizarra con la lista de los distintos bollos e ingredientes que ofrecían-. En realidad, no tengo ni idea, pero nunca se lo diré a la policía y, de eso, puedes estar segura. -Apartó la mirada de Ulrike hacia el interior de la tienda, con la expresión de una mujer que, de repente, ve dónde está-. Ah -dijo-, aquí está la panadería. ¿Quieres un bollo, Ulrike? Te invito.

Encontró un espacio donde aparcar. Debajo de un Marks & Spencer, había un aparcamiento subterráneo y, si bien tenía una cámara de circuito cerrado, como no podía ser de otra forma en esa zona de la ciudad, si aparecía en una de las grabaciones, siempre podría justificar su presencia con una explicación racional. Podía haber ido a utilizar los servicios, o al supermercado de la tienda: cualquiera de las dos excusas serviría.

Para asegurarse, subió a la tienda e hizo acto de presencia en los dos sitios. Compró una tableta de chocolate en el supermercado y se puso con las piernas separadas delante de un urinario del servicio de caballeros. «Esto debería bastar», pensó.

Se lavó las manos a conciencia, y, después, salió de la tienda por la planta baja y se fue hacia la plaza. Formaba la intersección de media docena de calles, y la que tomó era la más concurrida de todas: taxis y vehículos privados en exceso luchaban entre sí para subir del suroeste al noreste. Cuando llegó a la plaza, cruzó por el semáforo, inhalando los gases de un autobús de la línea 11.

Después del mercado de Leadenhall, se había quedado frustrado, pero ahora estaba de mejor humor. Le había llegado la inspiración, y la había agarrado al vuelo, y había cambiado de planes sin la mediación de nadie. En consecuencia, no hubo burlas de los gusanos. Sólo estaba el instante en el que se había dado cuenta de repente de que se había abierto ante él un nuevo camino, que se difundía desde todos los puestos de periódicos en todas las esquinas por las que pasaba.

En la plaza, fue hacia la fuente. No estaba en el centro como dictaría el diseño, sino en la esquina sur. Fue lo primero que vio, en realidad, y se quedó mirando a la mujer, la urna y el goteo del agua que vertía en la pila prístina debajo de ella. Aunque los árboles Manqueaban la plaza a poca distancia de la fuente, vio que no había ningún recuerdo de sus hojas muertas descompuestas en el agua. Alguien las había sacado hacía tiempo, así que el goteo de la urna caía con sonoridad, sin el estruendo que sugeriría descomposición. Eso era lo que hacía que su elección fuera tan perfecta.