Se apartó de la fuente y observó el resto de la plaza. Iba a suponer un reto enorme. Más allá de la hilera de árboles que flanqueaba un amplio sendero central que iba hacia el monumento de guerra del fondo, una fila de taxis esperaba a los clientes y una estación de metro arrojaba a los pasajeros a la calle. Se dirigían a los bancos, las tiendas o a un pub. Se sentaban a las mesas de las ventanas de una cafetería o se sumaban a la cola de la taquilla de un teatro para comprar entradas.
Aquello no era el mercado de Leadenhalclass="underline" concurrido por la mañana, al mediodía y al final de la jornada laboral, pero prácticamente desierto en lo más crudo del invierno. Ese lugar era un hervidero de gente, seguramente, ya desde primera hora de la mañana, pero nada era insalvable. El pub echaría la persiana, la estación del metro al final cerraría, los taxistas se irían a casa a dormir, y los autobuses circularían con menor frecuencia. A las tres y media, la plaza sería suya. En realidad, lo único que tenía que hacer era esperar.
Y, de todos modos, lo que tenía en mente para aquel lugar no le llevaría mucho tiempo. Lamentaba lo sucedido con los raíles de las aves de caza del mercado de Leadenhall, que ya no podía utilizar para la declaración que deseaba hacer, pero esto era mucho mejor, porque los bancos flanqueaban el sendero desde la fuente al monumento de guerra, hierro forjado y madera que brillaban bajo la luz turbia del sol, y, de hecho, podía imaginar cómo iba a ser.
Podía ver sus cuerpos en aquel lugar: uno redimido y liberado, y el otro no; uno que observaba y el otro que era observado, así que, en consecuencia, uno estaría expuesto y el otro en una posición de atenta… solicitud. Pero ambos estarían, deliciosa y divinamente, muertos.
En su cabeza, los planes estaban en marcha, y se sentía lleno como siempre. Se sentía libre. No había sitio para el gusano en un momento así. El bicho retrocedía encogiéndose como si intentara escapar del sol, que para la odiosa criatura representaban su presencia y su plan. Quería restregarle aquel momento, pero ahora no podía ser, y no habría motivo hasta que los tuviera a los dos, observador y observado, dentro del círculo que era su poder.
Ahora, sólo quedaba esperar. Vigilar y encontrar el momento de actuar.
Lynley examinó el retrato robot resultante de lo que Muwaffaq Masoud recordaba del hombre que le había comprado la furgoneta en verano. Lo había mirado durante varios minutos, intentando encontrar puntos de comparación con el boceto que ya tenían del hombre que había visitado el gimnasio Square Four los días anteriores al asesinato de Sean Lavery. Al fin alzó la mirada tras tomar una decisión, descolgó el teléfono y pidió unas modificaciones en cada dibujo. Les dijo que, en una copia de cada uno, añadieran un gorro con borla, gafas y perilla. Quería ver a los dos individuos con esos cambios. Sabía que era dar palos de ciego, pero a veces los palos de ciego daban con algo.
Cuando resolvió aquello, Lynley por fin tuvo un momento para llamar a Helen. Había pensado mucho en su conversación con el asesino en serie y se había planteado si lo mejor era decirle que dejara sus paseos por Londres y volviera a casa, donde habría agentes apostados en la puerta de delante y en la de atrás. Pero sabía que era poco probable que su mujer aceptara aquel movimiento, y también sabía que reaccionar de manera exagerada a aquella situación podía ser hacerle el juego al asesino. Era mucho mejor poner Eaton Terrace bajo vigilancia y tender una red en la que el asesino podía caer perfectamente. Tardarían varias horas en organizarlo. Sólo tenía que asegurarse de que, mientras tanto, Helen tenía cuidado en la calle.
La localizó entre ruidos confusos: platos, cubiertos y charlas de mujeres.
– ¿Dónde estás? -le preguntó.
– En Peter Jones -dijo-, hemos parado a recargar pilas. No tenía ni idea de que ir a la caza de ropa de bautizo fuera tan extenuante.
– No has progresado mucho si sólo has llegado a Peter Jones.
– Cielo, eso es totalmente falso. -Y luego le dijo a Deborah, obviamente-: Es Tommy, que se pregunta hasta dónde hemos llegado… Sí, se lo diré. -Y, a Lynley-: Deborah dice que podrías mostrar un poco más de fe en nosotras. Ya hemos hecho tres paradas y tenemos planeado ir a Knightsbridge, Mayfair, Marylebone y a una tiendecita monísima que Deborah a descubierto en South Kensington. Tienen ropa de diseño para bebés. Si no encontramos algo allí, no lo encontraremos en ningún lado.
– Tenéis todo el día planificado.
– Y, cuando acabemos, tenemos pensado tomar el té en Claridge's, para estar bien elegantes entre todo ese art déco. Ha sido idea de Deborah, por cierto. Parece que cree que no salgo lo suficiente. Y, cielo, ya hemos encontrado un traje de bautizo, ¿te lo había dicho?
– ¿En serio?
– Es una monada. Aunque… Bueno, puede que a tu tía Augusta le dé un ataque cuando vea a su sobrino bisnieto, ¿es eso lo que será Jasper Félix?, entrar en el cristianismo vestido con un esmoquin en miniatura. Pero los pañales son preciosos, Tommy. ¿Cómo podría quejarse alguien?
– Sería impensable -asintió Lynley-, pero ya conoces a Augusta.
– Bah. Seguiremos buscando, pero quiero que veas el esmoquin. Vamos a comprar toda la ropa que creamos que es apropiada para que nos ayudes a decidir.
– Muy bien, cielo. Déjame hablar con Deborah.
– A ver, Tommy, no vas a decirle que me controle, ¿verdad?
– Ni se me ocurriría. Pásamela.
– Nos estamos comportando más o menos -fue lo que Deborah le dijo cuando Helen le dio el móvil.
– Cuento con ello. -Lynley se quedó un momento pensando en cómo quería expresar la situación. Sabía que Deborah era incapaz de disimular. Si decía una palabra sobre el asesino, se le notaría al momento en la cara, y Helen lo vería y se preocuparía. Buscó otra táctica-. No dejes que se os acerque nadie mientras estáis por ahí -dijo-. Me refiero a gente de la calle; no os pongáis a hablar con nadie. ¿Lo harás?
– Claro. ¿Qué pasa?
– En realidad, nada. Soy una madraza. Hay mucha gripe, resfriados, sabe Dios qué más. Sólo Estate atenta y ten cuidado.
Deborah no dijo nada. Lynley oyó que Helen hablaba con alguien.
– Manteneos a una distancia prudente de la gente -dijo Lynley-. No quiero que se ponga enferma ahora que ya no tiene náuseas.
– Claro -dijo Deborah-. Espantaré a todo el mundo con el paraguas.
– ¿Me lo prometes? -le preguntó.
– Tommy, ¿no habrá algo…?
– No, no.
– ¿Seguro?
– Sí. Pasadlo bien.
Entonces colgó, confiando en la discreción de Deborah. Aunque le contara con exactitud a Helen lo que le había dicho, sabía que su mujer pensaría que sólo se mostraba precavido respecto a su salud.
– ¿Señor?
Miró hacia la puerta. Havers estaba ahí de pie, libreta de espiral en mano.
– ¿Qué tienes?
– Una mierda pinchada en un palo -dijo-. Miller está limpio. -Siguió informándole de lo que había logrado descubrir sobre el vendedor de sales de baño, que era, como había dicho, nada de nada. Terminó diciendo-: Así que he pensado que quizá deberíamos pensar en él como alguien que podría implicar a Barry Minshall. Si sabe lo que tenemos sobre Barry, si lo sabe con exactitud, quiero decir, puede que esté dispuesto a ayudarnos. Al menos, quizá podría identificar a algunos de los chicos de las Polaroids que encontramos en casa de Barry. Si encontramos a estos chicos, tendremos un modo de desmontar HYCE.
– Pero no necesariamente un modo de atrapar al asesino -señaló Lynley-. No, entrégale la información al T09, Havers. Dales el nombre de Miller y también sus señas. Ellos se lo pasarán al equipo de protección de menores pertinente.
– Pero si…
– Barbara -la interrumpió antes de que siguiera-, es lo mejor que podemos hacer.
Dorothea Harriman entró en el despacho mientras Havers se quejaba de estar descuidando una parte de la investigación. La secretaria del departamento tenía varios papeles en la mano que entregó a Lynley.