– ¿Qué nos han dicho los del otro lado del río? -le preguntó Lynley.
– Aún nada -dijo Stewart-. He consultado con Dee Harriman no hará ni diez minutos.
– Tienen que analizarnos el maquillaje que llevaba el chico, John. A ver si podemos averiguar el fabricante. Podría ser que nuestra víctima no se maquillara él mismo. Si así fuera y si el maquillaje no es de los que puede comprarse en todos los Boots de la ciudad, el punto de venta podría llevarnos en la dirección correcta. Mientras tanto, comprueba las salidas recientes de la cárcel y de los hospitales mentales. También de todos los centros de menores que haya en ciento cincuenta kilómetros a la redonda. Ten presente que esto funciona en las dos direcciones.
– ¿En las dos direcciones? -Stewart levantó la vista de su escritura frenética.
– Nuestro asesino podría haber salido de uno. Pero también nuestras víctimas. Y hasta que tengamos identificados a los cuatro chicos, no sabremos exactamente a qué nos enfrentamos, excepto lo que ya es obvio.
– A un cabrón enfermo.
– Hay suficientes pruebas en el último cuerpo como para dar fe de ello -asintió Lynley. Su mirada se posó sobre esas pruebas justo al pronunciar aquellas palabras, como si se hubiera sentido atraído hacia ellas sin quererlo: la larga incisión post mórtem en el torso, el símbolo dibujado con sangre en la frente, el ombligo arrancado y lo que no vieron ni fotografiaron hasta que movieron el cuerpo por primera vez: las palmas de las manos quemadas tan a conciencia que la carne estaba negra.
Desvió la mirada hacia la lista de tareas que ya había asignado la larga noche anterior al crear el equipo: había hombres y mujeres llamando a las puertas de las inmediaciones de los lugares donde se habían hallado cada uno de los tres primeros cuerpos; también había agentes estudiando detenciones previas para ver si se había registrado algún delito menor que llevara el sello de una conducta agresiva que pudiera desembocar en asesinatos como los que ahora tenían entre manos. Todo eso estaba bien, pero también había que investigar el taparrabos que vestía el último cuerpo, ocuparse de la bicicleta y las piezas de plata que se habían dejado en la escena, triangular y analizar todas las escenas de los crímenes, comprobar a todos los delincuentes sexuales y sus coartadas y examinar el resto del país para ver si había asesinatos similares sin resolver. Sabían que ellos tenían cuatro, pero existía la posibilidad de que tuvieran catorce. O cuarenta.
En aquellos momentos, había dieciocho detectives y seis agentes trabajando en el caso, pero Lynley sabía sin género de dudas que iban a necesitar más. Sólo había un modo de conseguirlos.
A sir David Hillier, pensó Lynley con sarcasmo, la idea iba a encantarle y molestarle por igual. Estaría contentísimo de poder anunciar a la prensa que treinta agentes más trabajaban en el caso. Pero le fastidiaría muchísimo tener que autorizar las horas extras para todos ellos.
Sin embargo, aquélla era la suerte de Hillier en la vida. Así eran las desventajas de la «ambicicletaón».
La tarde siguiente, Lynley ya había recibido del S07 las autopsias completas de las tres primeras víctimas y la información preliminar post mórtem del asesinato más reciente. Sumó los datos a un grupo más de fotografías de las cuatro escenas del crimen.
Guardó el material en el maletín, se dirigió al coche y se marchó de Victoria Station envuelto en una neblina poco densa que venía del Támesis. El tráfico se detenía y avanzaba, pero cuando por fin llegó a Millbank, contempló el río… o lo que podía ver de él, que prácticamente sólo era el muro construido a lo largo de la acera y las viejas farolas de hierro que iluminaban la penumbra.
Giró a la derecha cuando llegó a Cheyne Walk, donde encontró un sitio para aparcar que dejó libre alguien que se iba del King's Head and Eight Bells al final de Cheyne Row. De ahí a la casa que había en la esquina de esa calle con Lordship Place había poco. Al cabo de cinco minutos tocaba el timbre.
Esperó el ladrido de un teckel de pelo largo muy protector, pero no lo oyó. Le abrió la puerta una mujer alta y pelirroja con unas tijeras en una mano y un ovillo de cinta amarilla en la otra. Se le iluminó el rostro cuando lo vio.
– ¡Tommy! -dijo Deborah St. James-. Llegas en el momento perfecto. Necesitaba ayuda y aquí estás.
Lynley entró en la casa, se quitó el abrigo y dejó el maletín junto al paragüero.
– ¿Qué clase de ayuda? ¿Dónde está Simón?
– Ya me está haciendo otra cosa. Y a los maridos no se les puede pedir mucha ayuda si no quieres que se larguen con la fulana de turno del pub.
Lynley sonrió.
– ¿Qué tengo que hacer?
– Acompáñame.
Lo llevó al comedor, donde estaba encendida una vieja araña de bronce que colgaba sobre una mesa llena de materiales para envolver regalos.
Una gran caja estaba ya alegremente empaquetada, y parecía que Lynley había sorprendido a Deborah diseñando un complicado lazo para rematarla.
– Esto no es mi fuerte -dijo Lynley.
– Tranquilo, ya está todo planeado -le informó Deborah-. Sólo tendrás que pasarme el celo y presionar donde te indique. No puedes hacerlo mal. He empezado con el amarillo, pero quiero añadir verde y blanco.
– Son los colores que Helen ha escogido… -Lynley se detuvo-. ¿Es para ella? ¿Para nosotros, por casualidad?
– Qué vulgar eres, Tommy -dijo Deborah-. No pensaba que fueras de los que intentan sonsacar información sobre un regalo. Toma, coge el lazo. Voy a necesitar tres tiras de un metro cada una. ¿Qué tal el trabajo, por cierto? ¿Por eso has venido? Imagino que querías ver a Simón.
– Con Peach me bastará. ¿Dónde está?
– Paseando -dijo Deborah-. No le apetecía por el tiempo. La ha sacado papá, pero imagino que estarán peleando por ver quién pasea a quién. ¿No los has visto?
– Ni rastro.
– Entonces, será que Peach ha ganado. Imagino que estarán en el pub.
Lynley miró cómo Deborah enrollaba las tiras de cinta las unas con las otras. Estaba concentrada en su diseño, lo que le dio la oportunidad de concentrarse en ella, su ex amante, la mujer que debía haber sido su esposa. Se había encontrado cara a cara con un asesino hacía poco y aún no tenía curados del todo los puntos que le cosían la cara. Una cicatriz le recorría la mandíbula y, típico de Deborah (que siempre había sido una mujer carente de vanidad), no hacía nada por ocultarla.
Deborah levantó la cabeza y lo pilló observándola.
– ¿Qué? -dijo.
– Te quiero -le dijo Lynley con franqueza-. No igual que antes. Pero ahí está.
Sus rasgos se suavizaron.
– Yo también te quiero, Tommy. Hemos pasado a otro nivel, ¿verdad? Estamos en un territorio nuevo, pero aun así nos resulta familiar.
– Exactamente.
Entonces oyeron unos pasos en el pasillo, y su naturaleza irregular identificó al marido de Deborah, que apareció en la puerta del comedor con un fajo de grandes fotografías en las manos.
– Tommy, hola. No te he oído llegar -dijo.
– Peach no está -dijeron Deborah y Lynley a la vez y se echaron a reír afablemente.
– Sabía que ese perro servía para algo. -Simón St. James se acercó a la mesa y dejó las fotografías encima-. No ha sido una elección fácil -le dijo a su mujer
St. James se refería a las fotografías que, por lo que Lynley podía ver, tenían todas el mismo tema: un molino de viento en un paisaje formado por un campo, árboles y laderas al fondo y, en primer plano, una cabaña medio en ruinas.
– ¿Puedo…? -preguntó y, cuando Deborah asintió con la cabeza, miró las fotografías con más detenimiento. Vio que la exposición era un poco distinta en cada una, pero lo extraordinario era el modo en que el fotógrafo había logrado captar todas las variaciones de luces y sombras sin perder la definición de ningún tema.