– ¿Desea algo? -le preguntó el hombre a Nkata con una mirada que abarcó al detective de los pies a la cabeza.
A Jack no pareció alegrarle ver al tipo. Al parecer, creía que no hacía falta que lo rescatara nadie.
– Neil -dijo-. Otra visita de la pasma. Nkata dedujo que el hombre sería Greenham. Tanto mejor, pues también quería hablar con él.
– Necesitan más coartadas -prosiguió Jack-. Esta vez tienen una lista de fechas. Espero que escribas un diario con todos tus movimientos porque es lo que están buscando. Te presento al sargento Whahaha.
– Winston Nkata -le dijo Nkata a Greenham, y fue a sacar su placa.
– No se moleste -dijo Neil-. Le creo. Y lo que usted tiene que creer es esto. Voy a entrar ahí -dijo, y señaló el interior del edificio-, y voy a llamar a mi abogado. No voy a responder ninguna pregunta ni a mantener charlas amistosas con la policía sin recibir antes consejo legal. Están rayando el acoso. -Luego le dijo a Veness-: Ándate con cuidado. No piensan descansar hasta que pillen a alguno de nosotros. Pásalo. -Se dirigió hacia la puerta que llevaba al interior del edificio.
Nkata concluyó que no iba a sacar nada más de ese lado del río aparte de corroborar la historia del Miller and Grindstone y el local de curry para llevar. Si Jack Veness rondaba por Londres de madrugada, dejando cadáveres cerca de donde vivían sus compañeros de Coloso, no lo habría anunciado con un comportamiento inusual a nadie que conociera en el pub ni a nadie de ese local de comida. Aun así, si había decidido que HYCE fuera su siguiente fuente de jóvenes, quizá no había sido tan cauto a la hora de disimular su ausencia del pub y el local de comida las noches de las reuniones. Era poco, pero era algo.
Nkata salió del edificio después de decirle a Veness que, cuando por fin aparecieran, les comentara a Robbie Kilfoyle y Griffin Strong que le llamaran. Cruzó el aparcamiento de la parte trasera del edificio y se montó en el Escort.
Al otro lado de la calle, delante de Coloso y encajados en los sombríos arcos llenos de pintadas de los trenes que salían de Londres desde la estación de Waterloo, había cuatro talleres de reparación de coches, además de una empresa de radio-taxis, otra de reparto de paquetes y una tienda de bicicletas. Delante de estos locales, merodeaban jóvenes de la zona. Se mezclaban en grupos y, mientras Nkata los observaba, un hombre asiático salió de la tienda de bicicletas y los echó de allí. Intercambiaron unas palabras con el hombre, pero la cosa no fue a más. Comenzaron a marcharse cabizbajos hacia New Kent Road.
Cuando Nkata se marchó en su coche, vio más chicos debajo del viaducto del tren y también andando como cuentas africanas en grupos de dos, tres y cuatro por el camino del centro comercial mugriento que ocupaba la esquina de Elephant and Castle. Caminaban por una acera moteada de chicles, cigarrillos y cartones de zumo de naranja, envases de comida, latas de coca-cola aplastadas y brochetas a medio comer. Se iban pasando un cigarrillo…, o un porro, lo más probable. Era difícil de decir. Pero, al parecer, no les preocupaba que pudieran pararlos en esta parte de la ciudad, hicieran lo que hiciesen. Había más chicos de éstos que ciudadanos indignados que les impidieran hacer lo que les venía en gana, que era escuchar música rap ensordecedora y meterse con el vendedor de brochetas que tenía un establecimiento diminuto entre el pub Charlie Chaplin y la tienda de productos y catering mexicano El Azteca. No tenían nada que hacer ni ningún sitio adonde ir: sin estudios, sin la esperanza de un empleo, esperaba sin rumbo alguno a que la corriente de la vida los llevara a donde fuera.
Nkata pensó que, no obstante, ninguno había comenzado así. Todos habían sido una pizarra en blanco. Aquello le hizo pensar en su propia suerte: esa combinación de humanidad y circunstancias que lo habían llevado a donde estaba en el presente. Y que también, pensó, habían llevado a Stoney a donde estaba…
No pensaría en su hermano, al que ya no podía ayudar. Pensaría en prestar ayuda allí donde podía hacerlo. ¿En memoria de Stoney? No. No por eso, sino más bien para dar las gracias al rescate y como bendición a la capacidad divina que tuvo al reconocerla cuando apareció.
El hotel Canterbury era uno de los edificios blancos de estilo eduardiano de Lexham Gardens que describían una curva hacia el norte desde Cromwell Road en South Kensington. Tiempo atrás, había sido una casa elegante entre otras casas elegantes en una zona de la ciudad deseable por su proximidad a Kensington Palace. En ese momento, sin embargo, la calle era sólo ligeramente atractiva. Era un lugar que atendía a extranjeros con necesidades mínimas y presupuestos muy ajustados, así como a parejas que buscaban una hora o dos para intercambios sexuales sin preguntas. Los hoteles tenían nombres que confiaban plenamente en el uso de «Court», «Park» o ubicaciones de importancia histórica, las cuales sugerían opulencia, pero ocultaban el estado de los interiores.
Desde la calle, el hotel Canterbury parecía que iba a estar a la altura de las sombrías expectativas de Barbara. El sucio cartel blanco tenía dos agujeros que habían rebautizado el establecimiento como Can Bury Hot, y al porche de mármol blanco y negro le faltaban baldosas. Barbara detuvo a Lynley al llegar al tirador de la puerta.
– Ve lo que quiero decir, ¿verdad? -Le mostró los retratos robot revisados que llevaba-. Es de lo único que no hemos hablado.
– No discrepo -le dijo Lynley-. Pero a falta de algo más…
– Tenemos a Minshall, señor. Y está empezando a colaborar.
Lynley señaló la puerta del hotel Canterbury con la cabeza.
– Los próximos minutos nos lo dirán. Ahora mismo lo que sabemos es que ni Muwaffaq Masoud ni nuestro testigo del gimnasio Square Four no ganan nada mintiendo. Los dos sabemos que no es el caso de Minshall.
Estaban hablando de los retratos robot que habían obtenido. Barbara opinaba que no eran fiables. Hacía meses que Muwaffaq Masoud había visto por última vez al hombre que había comprado su furgoneta. El hombre del gimnasio Four Square había visto al individuo que seguía a Sean Lavery hacía al menos cuatro semanas -«y en realidad no sabía si el tipo estaba siguiendo a Sean Lavery, admítalo», había dicho Barbara-. Lo que tenían en aquel momento en los bocetos dependía por completo de la memoria de dos hombres que, en el instante preciso en el que habían visto a la persona en cuestión, no tenían motivo alguno para memorizar un solo detalle de ella. Por lo tanto, los retratos i'oliot podían quedar en nada para la policía, mientras que uno generado por Barry Minshall podía aclararles las cosas.
Si es que podían fiarse de que Minshall les hubiera dado una descripción precisa, había señalado Lynley. Aquello estaba por ver hasta que comprobaran la veracidad de su relato sobre lo que sucedía en el hotel Canterbury.
Lynley entró primero. No había vestíbulo, tan sólo un pasillo con una alfombra alargada gastada y una ventanilla en una pared que parecía abrirse a una recepción. De ahí, salía un sonido de aerosol y emanaba un olor penetrante de los que hace que te piquen los ojos y que haría las delicias de un adicto al pegamento. Fueron a investigar.
No había bolsas de papel implicadas en lo que estaba sucediendo, sino una chica de veintitantos años. De la oreja le colgaba lo que parecía una pequeña araña de luces. Estaba en cuclillas en el suelo, encima de un tabloide abierto, impermeabilizando unas botas. Las suyas, por lo visto: iba descalza.
Lynley había sacado su placa, pero la recepcionista no alzó la vista. Estaba prácticamente clavada en el suelo en su posición y estaba convirtiéndose rápidamente en una víctima de los gases del aerosol.
– Esperen -dijo, y dejó el pulverizador. Se dio la vuelta peligrosamente sobre los talones.