– Dios santo, ventile un poco esto. -Barbara retrocedió hasta la puerta y la dejó abierta de par en par. Cuando regresó a la recepción, la chica se había levantado.
– Guau -dijo con una carcajada atontada-. Cuando dicen que lo hagas en un sitio ventilado, no lo dicen en broma. -Cogió una ficha de registro y la dejó caer en el mostrador junto a un bolígrafo y la llave de una habitación-. Cincuenta y cinco la noche, treinta la hora. O quince si no tienen manías con las sábanas. Yo no les recomendaría, por cierto, la opción de las quince libras, pero no digan que se lo he dicho. -Entonces, al fin miró a las dos personas que habían entrado. Era evidente que no había captado que eran policías (a pesar de que Lynley tenía la placa en la mano a plena vista) porque su mirada fue de Barbara a su acompañante y de nuevo a Barbara, y su expresión decía de Lynley: «Tú sabrás qué te la levanta».
Barbara le ahorró a Lynley la vergüenza de tener que sacar de su error a la chica sobre la presencia de ambos en el hotel Canterbury.
– Cuando lo hacemos, preferimos el asiento trasero del coche -dijo mientras sacaba su placa-. Estamos un poco apretados, por cierto, pero sin duda es más barato. -Le mostró la placa con brusquedad-. New Scotland Yard -dijo-. Y encantadísimos de saber que ayuda al barrio a afrontar sus pasiones irreprimibles. Éste es el detective comisario Lynley, por cierto.
Los ojos de la chica se fijaron en las dos placas. Levantó el brazo y se tocó el pendiente que le colgaba de la oreja.
– Lo siento -dijo-. La verdad es que no pensaba que fueran…
– Bien -la interrumpió Barbara-. Comencemos por las horas que trabaja aquí. ¿Qué horario tiene?
– ¿Por qué?
– ¿Hace el turno de noche? -preguntó Lynley.
Barbara negó con la cabeza.
– Salgo a las seis. ¿Qué sucede? ¿Qué ha pasado? -Era evidente que había recibido instrucciones sobre qué hacer en caso de que la pasma apareciera alguna vez. Cogió el teléfono y dijo-: Dejen que llame al señor Tatlises.
– ¿Se ocupa de la recepción por la noche?
– Es el director. ¡Oiga! ¿Qué hace? -dijo cuando Barbara alargó el brazo hacia el mostrador y cortó la comunicación.
– El recepcionista del turno de noche nos servirá -le dijo a la chica-. ¿Dónde está?
– Es legal -dijo-. Todos los que trabajamos aquí lo somos. No hay nadie sin papeles, y el señor Tatlises también se asegura de que todos se apunten a un curso de inglés.
– Un ciudadano modelo, sí -dijo Barbara.
– ¿Dónde podemos encontrar al recepcionista del turno de noche? -preguntó Lynley-. ¿Cómo se llama?
– Duerme.
– Es la primera vez que oigo ese nombre -dijo Barbara-. ¿De dónde es?
– ¿Qué? Tiene una habitación aquí… Es eso. Miren, no querrá que lo despierte.
– Ya lo haremos nosotros por usted entonces -dijo Lynley-. ¿Dónde está?
– En el último piso -dijo-. Habitación cuarenta y uno. Es una individual. No tiene que pagarla. El señor Tatlises se lo descuenta del sueldo. Se la deja a mitad de precio. -Dijo todo aquello como si la información quizá bastara para impedir que hablaran con el recepcionista nocturno. Cuando Lynley y Barbara se dirigieron al ascensor, la chica descolgó el teléfono. No cabía la menor duda de que llamaba para pedir refuerzos o para avisar a la habitación cuarenta y uno de que la policía estaba subiendo.
El ascensor era un modelo anterior a la primera guerra mundial, una caja con rejas que ascendía al ritmo majestuoso necesario para asunciones místicas al cielo. Cabían dos personas sin maletas. Sin embargo, llevar equipaje no parecía ser uno de los requisitos a la hora de rellenar la ficha de registro de aquel hotel.
Cuando por fin llegaron, la puerta cuarenta y uno estaba abierta. El ocupante los esperaba vestido con un pijama y pasaporte extranjero en mano. Tendría unos veinte años.
– Hola -dijo-. ¿Cómo están? Soy Ibrahim Sec.uk. El señor Tatlises es mi tío. Sé poco inglés. Tengo los papeles en orden.
Igual que las palabras de la recepcionista, tenía memorizado todo lo que dijo: frases que debía recitar si un poli le hacía preguntas. Seguramente aquel lugar era un hervidero de inmigrantes ilegales, pero en estos momentos eso a ellos no les incumbía, tal como Lynley le dejó claro al hombre cuando le dijo:
– No somos de inmigración. El día ocho, un hombre de aspecto raro, de pelo amarillo blanco y con gafas de sol, un albino, le llamamos nosotros, con la piel muy blanca, trajo a un chico a este hotel. Un chico joven, rubio… -Lynley le mostró a Selcuk la foto de Davey Benton, que sacó del bolsillo de su chaqueta junto con la foto de archivo de Minshall que había tomado la policía de Holmes Street-. Puede que se marchara en compañía de otro hombre que había reservado una habitación.
Barbara añadió:
– Y ese rollo, chicos jóvenes que el albino trae aquí y que luego se van con otro tipo, se supone que ha pasado en repetidas ocasiones, Ibrahim, así que no intente fingir que no lo ha visto. -Entonces, le mostró los dos retratos robot con brusquedad y le dijo-: Puede que el hombre con el que se marchó el chico tuviera este aspecto. ¿Sí? ¿No? ¿Puede confirmarlo?
– No saber mucho inglés -dijo-. Tengo pasaporte aquí. -Y cambió el peso de un pie al otro como alguien que necesita ir al baño-. La gente viene. Yo darles tarjeta para firmar y llave. Pagar en metálico, eso es todo. -Se agarró la parte delantera del pijama, en la zona de la entrepierna-. Por favor -dijo, y miró hacia atrás.
– Por Dios -dijo Barbara. Y luego, a Lynley-: «Estoy a punto de mearme encima» seguramente no se aprende en las clases de inglés.
Detrás del hombre, la habitación estaba a oscuras. A la luz del pasillo, vieron que la cama estaba revuelta. Sin duda estaba durmiendo, pero también le habían preparado en algún momento para que sus respuestas fuesen siempre mínimas, sin admitir nada. Barbara estaba a punto de sugerirle a Lynley que obligar al tipo a controlar la vejiga durante veinte minutos largos quizá serviría para tirarle de la lengua, cuando un hombre diminuto vestido de esmoquin dobló una esquina y se acercó a ellos pesadamente.
Aquél debía de ser el señor Tatlises, pensó Barbara. Su expresión de alegría decidida era lo bastante falsa como para identificarlo.
– Mi sobrino necesita trabajar más el inglés -dijo con un fuerte acento turco-. Soy el señor Tatlises y me encantará ayudarles. Ibrahim, yo me ocupo. -Hizo entrar al chico en la habitación y cerró la puerta-. Bien, necesitan algo, ¿sí? -dijo amablemente-. Pero no una habitación. No, no. Ya me lo han dicho.
Se rió y miró primero a Barbara y luego a Lynley con una expresión que decía «nosotros los hombres sabemos dónde queremos meterla», lo cual hizo que Barbara quisiera invitar a aquel gusano a probar su puño. Quiso preguntarle si creía que alguien querría echarle un polvo. ¡Puf!
– Tenemos entendido que un hombre llamado Barry Minshall trajo aquí a este chico. -Lynley le mostró a Tatlises las fotos pertinentes-. Se marchó con otro hombre que, creemos, se parece a este individuo. ¿Havers? -Barbara le mostró a Tatlises los retratos robot-. Lo que necesitamos de usted en este momento es que nos lo confirme.
– ¿Y después? -preguntó Tatlises. Había echado una mirada superficial a las fotografías y los dibujos.
– La verdad es que no está en situación de preguntarse qué pasará después -le dijo Lynley.
– Entonces, no veo cómo…
– Escúcheme, amiguito -le interrumpió Barbara-. Supongo que su criada de las botas de abajo le ha puesto al corriente de que no somos de la policía local, dos policías que inspeccionan su nuevo territorio y buscan un poco de pasta de tipos como usted, si es así como mantiene en marcha este negocio. Esto es un poco más importante, así que si sabe algo sobre lo que ha estado pasando en este cuchitril, le sugiero que corte el rollo y nos dé los hechos, ¿de acuerdo? Sabemos por este individuo -y clavó un dedo en la foto del archivo policial de Barry Minshall- que uno de sus compañeros de un grupo llamado HYCE se encontró con un chico de trece años aquí, en este hotel, el día ocho. Minshall afirma que es un acuerdo habitual, ya que alguien de aquí (déjeme adivinar) también pertenece a HYCE. ¿Le parece divertido?