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Barbara asintió. Sintió una ráfaga de placer, tanto por la sensación de que estaban avanzando como por la responsabilidad que Lynley depositaba en ella. Era casi como en los viejos tiempos.

– Bien. Así lo haré, señor -dijo, y sacó el móvil mientras Lynley sacaba a Tatlises de la habitación.

Lynley se quedó por fuera del hotel. Intentaba borrar la sensación de que estaban golpeando a ciegas a un enemigo que tenía más habilidad para esconderse que ellos para obligarle a rendirse.

Llamó a Chelsea. St. James habría tenido tiempo de leer y analizar el siguiente fajo de informes que le había enviado a Cheyne Row. Lynley pensó que tal vez tendría algo inspirador que le levantaría el ánimo. Pero en lugar de contestar su amigo, la voz que oyó fue la de Deborah: «No hay nadie en casa. Por favor, dejad un mensaje después de la señal».

Lynley colgó sin dejarlo. Llamó a su amigo al móvil y tuvo suerte, St. James contestó. Estaba entrando a una reunión con su banquero. Sí, había leído los informes, en los que había dos detalles interesantes… ¿Podía quedar Lynley dentro de… qué tal media hora? Estaba en Sloane Square.

Tras organizarlo todo, Lynley se marchó. En coche, estaba a cinco minutos de la plaza, siempre y cuando el tráfico avanzara. Así fue, y bajó serpenteando hacia el río. Llegó a King's Road por Sloane Avenue y subió hacia la plaza detrás de un autobús de la línea 11. Las aceras estaban repletas de compradores a esta hora del día, igual que la Oriel Brasserie, donde oportunamente ocupó una mesa del tamaño de una moneda de cincuenta peniques justo cuando se marchaban tres mujeres cargadas con unas veinticinco bolsas.

Pidió un café y esperó a que St. James concluyera sus asuntos. Su mesa estaba en el ventanal frontal del Oriel, así que podría ver a su amigo cuando cruzara la plaza y recorriera el camino cuidado y flanqueado por árboles que iba de la fuente de Venus al monumento de guerra. En aquel momento, el centro de la plaza estaba vacío, salvo por las palomas que andaban a la búsqueda de migajas debajo de los bancos.

Lynley recibió una llamada de Nkata mientras esperaba. Jack Veness tenía un amigo que corroboraba la coartada que había elegido dar, y Neil Greenham se había pegado a su abogado. El sargento había dejado el recado de que Kilfoyle y Strong le llamaran; pero, sin duda, sus compañeros de Coloso les habrían contado que estaban pidiendo coartadas, con lo cual ambos tendrían mucho tiempo para inventarse alguna antes de volver a hablar con la policía.

Lynley le dijo a Nkata que siguiera hasta donde pudiera. Cogió el café y se lo acabó en tres sorbos. Estaba hirviendo y le agredió la garganta como si se tratara de un cirujano. Lo cual, pensó, estaba bien.

Al fin, vio a St. James cruzando la plaza. Lynley se volvió y pidió otro café para él, y el primero para su amigo. Las bebidas llegaron al mismo tiempo que St. James, quien se quitó el abrigo en la puerta y se abrió paso hacia Lynley.

– Lord Asherton descansando -dijo St. James con una sonrisa, y retiró una silla y se sentó con cuidado.

– Has visto el periódico -dijo Lynley con una mueca.

– Era difícil no verlo. -St. James cogió el azúcar y comenzó su proceso habitual de hacer que el café fuera imbebible para cualquier otro ser humano-. Tu fotografía está causando furor en los quioscos de la plaza.

– Y habrá continuaciones si Corsico y su director se salen con la suya -dijo Lynley.

– ¿Qué clase de continuaciones? -St. James cogió entonces la leche, sólo un chorrito, tras lo cual comenzó a remover el café.

– Al parecer, han tenido noticias de Nies. De Yorkshire.

St. James lo miró. Dejó de sonreír y se puso serio.

– No querrás eso.

– Lo que quiero es alejarlos del resto de la brigada. Sobre todo de Winston. Es el siguiente de la lista.

– ¿Y para evitarlo estás dispuesto a que aireen tu ropa sucia para consumo público? No es buena idea, Tommy. No es justo para ti, y sin duda no lo es para Judith. O para Stephanie, en realidad.

Su hermana y su sobrina, pensó Lynley. Eran personajes de la historia del asesinato de Yorkshire que les había arrebatado a una el marido y a la otra el padre. Lo que le afectaba a él mientras intentaba proteger de la prensa a su equipo afectaba también a su familia.

– No veo cómo puedo evitarlo. Tendré que avisarlas. Me atrevo a decir que sabrán llevarlo. Ya han pasado antes por esto.

St. James miraba su café con el ceño fruncido. Meneó la cabeza con desaprobación.

– Dales mi nombre, Tommy.

– ¿Tu nombre?

– Eso los alejará de Yorkshire un tiempo, y también de Winston. Yo formo parte del equipo, aunque sólo sea de forma tangencial. Exagera mi historia y envíamelos a mí.

– No lo dirás en serio.

– No me entusiasma la idea, pero ¿acaso quieres que hurguen en el matrimonio de tu hermana? Sólo conseguirías que hurgasen en…

– El día que conduje borracho y te lisié. -Lynley apartó su café-. Dios mío, la he cagado tantas veces.

– Aquella vez, no -dijo St. James-. Los dos íbamos borrachos. No lo olvides. Además, dudo que tu periodista de The Source toque el tema de mi… situación física, digamos. Sería demasiado políticamente correcto. Algo impropio de mencionar: ¿por qué lleva un aparato en la pierna, señor? Es como preguntarle a alguien cuándo dejó de pegar a su mujer. Y, de todos modos, si tocan el tema, estaba de juerga con un amigo, y éste es el resultado. Una lección para los adolescentes locos de hoy en día. Fin de la historia.

– No querrás que se centren en ti.

– Claro que no. Seré el hazmerreír de mis hermanos, por no mencionar lo que dirá mi madre como sólo ella puede hacerlo. Pero míralo de esta forma: estoy a la vez fuera y dentro de la investigación, y eso tiene sus ventajas. Puedes presentárselo a Hillier como quieras. O soy parte del equipo y él dijo que quería artículos sobre los miembros del equipo, o soy un interesado y, como científico independiente, busco el autobombo que sólo puede darme salir en la prensa. Elige la que quieras. -Sonrió-. Sé que sólo vives para atormentar a ese pobre inepto.

Lynley también sonrió, a su pesar.

– Eres muy amable, Simón. Eso los alejará de Winston. A Hillier no le gustará, por supuesto; pero puedo ocuparme de Hillier.

– Y cuando lleguen a Winston o a quien sea, este asunto ya habrá acabado, si Dios quiere.

– ¿Qué tienes? -Lynley señaló con la cabeza el maletín que St. James había traído con él.

– Tengo ventajas en varios aspectos -dijo St. James.

– Lo que significa que me he perdido algo. Muy bien. Puedo vivir con eso.

– No perdido exactamente. Yo no diría eso.

– ¿Qué dirías entonces?

– Que tengo la ventaja de estar a cierta distancia del caso mientras que tú estás metido de lleno. Y no tengo encima a Hillier, a la prensa y sabe Dios a quién más exigiéndome un resultado.

– Aceptaré la excusa. Y te doy las gracias. ¿Qué has descubierto?

St. James levantó el maletín y lo abrió en una silla libre que cogió de otra mesa. Sacó el último fajo de papeles que le había enviado.

– ¿Has encontrado la fuente del aceite de ámbar gris? -le preguntó St. lames.

– Tenemos dos fuentes. ¿Por qué?

– No le queda más.

– ¿Aceite?

– No había restos en el cuerpo de Queen's Wood. En todos los demás sí, no siempre en el mismo lugar, pero lo había. Pero en éste, no.

Lynley se quedó pensando en aquello. Vio una razón por la que quizá no había rastros del aceite.

– El cuerpo estaba desnudo -dijo-. Puede que el aceite estuviera en la ropa.

– Pero el cuerpo de St. George's Gardens también estaba desnudo…