– El de Kimmo Thorne.
– Sí. Y tenía restos de aceite. Yo diría que es muy probable que se le haya acabado, Tommy. Va a necesitar más; si habéis localizado dos fuentes, puede que vigilar esas tiendas nos dé la clave.
– Dices que es muy probable -observó Lynley-. ¿Qué más? Hay algo más, ¿verdad?
St. James asintió despacio.
Parecía dudar acerca de la importancia de su siguiente revelación.
– Es algo, Tommy -dijo-. Es todo lo que puedo decirte. No quiero interpretarlo porque podría llevarte en una dirección totalmente equivocada.
– De acuerdo. Aceptado. ¿Qué es?
St. James sacó otro fajo de documentos.
– El contenido de sus estómagos -dijo-. Antes del último chico, el de Queen's Wood…
– Davey Benton.
– Sí. Antes de él, los otros habían comido como mucho una hora antes de morir. Y en todos los casos el contenido del estómago era idéntico.
– ¿Idéntico?
– Sin ninguna desviación, Tommy.
– ¿Y Davey Benton?
– Llevaba horas sin comer; ocho, como mínimo. Eso, junto con lo del aceite de ámbar gris… -St. James se inclinó hacia delante. Puso la mano sobre el fajo ordenado de documentos para dar mayor énfasis a sus palabras-. No hace falta que te diga lo que significa, ¿verdad?
Lynley apartó la vista de su amigo. Miró hacia la plaza, donde, tras la ventana, el día gris invernal avanzaba incesante hacia la oscuridad y lo que la oscuridad llevaba consigo.
– No, Simón -dijo al fin-. No hace falta que me digas nada.
Capítulo 26
El nombre que aparecía en la ficha de registro era Osear Wilde. Cuando Barbara Havers lo vio, miró a la chica del pendiente de araña esperando que pusiera los ojos en blanco y una cara que dijera: «¿Qué esperaba?». Pero estaba claro que la recepcionista era de la reciente generación de legos, cuya educación dependía de los vídeos musicales y las revistas de cotilleos. Igual que el recepcionista nocturno, no había caído en la conexión, pero al menos él tenía la excusa de ser extranjero. Wilde, tuviera o no un revival, seguramente no era muy famoso en Turquía.
Barbara siguió con la dirección: un número de Collingham Road. El hotel tenía un callejero maltrecho -supuestamente al servicio de los miles de turistas que se hospedaban allí-, y vio que la calle no estaba lejos de Lexham Gardens. Se encontraba al otro lado de Cromwell Road. Podría ir a pie sin ningún problema.
Antes de bajar a la recepción, esperó a que llegara el equipo del SOCO, después de llamarlos desde la habitación treinta y nueve. El señor Tatlises se había ido a algún sitio con su esmoquin, sin duda a llamar a sus colegas de HYCE para informarles de que los tiempos iban a cambiar. Luego, creía Barbara, intentaría en vano destruir toda la pornografía infantil que tenía en su poder. No habría sido capaz de resistir la tentación de descargarse esa porquería de internet -ninguno era capaz de resistirse-, y era tan idiota que no sabía que «borrar» significaba «eliminado pero no olvidado». La comisaría de Earl's Court Road se daría un festín en aquel lugar. Una vez que tuvieran a Tatlises en sus garras, encontrarían el modo de sacarle todo lo que sabía: sobre HYCE, sobre lo que pasaba en el hotel, sobre chicos y dinero que cambiaba de manos, y sobre todo lo demás que estuviera relacionado con aquella situación repugnante. A menos, claro, que algunos fueran miembros de HYCE…, algunos de los policías de Earl's Court Road…; pero Barbara no quería pensar en eso. Policías, curas y médicos: había que esperar, si no creer, que en algún lugar había moralidad.
Como había ordenado Lynley, habló con el jefe de policía de Earl's Court Road, que puso en marcha la maquinaria. Cuando el equipo del SOCO llegó, se sintió lo bastante segura como para irse.
Con la dirección de la ficha de registro en la mano, y la propia tarjeta en posesión del equipo del SOCO para que buscaran huellas, cruzó Cromwell Road y caminó hacia el este en dirección al Museo de Historia Natural. Collingham Road discurría hacia el sur a unos cien metros de Lexham Gardens. Barbara dobló la esquina y se puso a buscar la dirección correcta en la hilera de casas altas y blancas.
Teniendo en cuenta el nombre que salía en la ficha de registro, albergaba pocas esperanzas de que la dirección fuera auténtica. No se equivocó demasiado en su conclusión. En la esquina de Collingham Road con la mitad sur de Courtfield Gardens, se erguía una antigua iglesia de piedra. Una verja de hierro forjado la rodeaba; dentro del patio que comprendía la valla, un cartel despintado con letras doradas daba nombre al lugar: CENTRO CÍVICO SAINT LUCY'S. Debajo de esta identificación figuraba el número de la calle. Era el mismo que aparecía en la ficha del hotel Canterbury. Era muy adecuado, pensó Barbara mientras cruzaba la puerta y entraba en el patio. La dirección de la ficha era la dirección de HYCE: Saint Lucy's, la iglesia sin consagrar que estaba cerca de la comisaría de policía de Gloucester Road.
Minshall había dicho que las reuniones de HYCE se celebraban en el sótano, así que Barbara se dirigió hacia allí. Fue al lateral del edificio, siguiendo un sendero de hormigón que atravesaba un cementerio cubierto de maleza. Estaba lleno de lápidas volcadas y tumbas invadidas por hiedras, todas abandonadas.
Unos escalones de piedra bajaban al sótano situado en la parte trasera de la iglesia. Un cartel en la puerta azul intenso decía que esta parte del centro se llamaba GUARDERÍA LADY BIRD. La puerta estaba entreabierta, y Barbara oyó voces de niños en el interior.
Empujó la puerta y entró. Se encontró en un vestíbulo, donde había una larga tabla con perchas a la altura de la cintura de las que colgaban abrigos, chaquetas e impermeables en miniatura; mientras que, debajo, una hilera de botas de agua del tamaño de un vaso de pinta esperaba ordenadamente a sus propietarios.
Parecía que en aquel pequeño vestíbulo se abrían dos aulas: una grande y otra pequeña, y ambas llenas de niños entusiastas que hacían tarjetas de San Valentín (en el aula pequeña) y bailaban la conga llenos de energía al compás de On the Sunny Side of the Street (en la grande).
Barbara estaba decidiendo en qué aula entrar para recabar información cuando una mujer de unos sesenta años y con unas gafas atadas a una cadena de oro alrededor del cuello salió, acompañada de una bandeja de galletas de jengibre, de lo que parecía una cocina. Eran galletas de jengibre recién hechas, por cómo olían. El estómago de Barbara se quejó.
La mujer la miró y luego miró a la puerta. Su expresión decía que no tendría que estar abierta, y Barbara reconoció que no era mala idea. La mujer le preguntó si podía ayudarla.
Barbara le mostró su identificación y le dijo a la mujer, que anunció que era la señora McDonald, que estaba allí por HYCE.
La señora McDonald dijo que ellos no tenían ninguna niña que se llamara Isa.
Barbara le explicó que se trataba de una organización de hombres que se reunían algunas noches en el sótano. Se llamaba H-Y-C-E.
La señora McDonald no sabía nada al respecto. Para obtener esa información, Barbara le informó de que tendría que hablar con el agente de la inmobiliaria Taverstock & Percy, en Gloucester Road. Ellos se encargaban de los arrendamientos del centro cívico: programas de desintoxicación, asociaciones de mujeres, ferias de antigüedades y artesanía, talleres de escritura, cosas así.
Barbara le preguntó a la señora McDonald si podía echar un vistazo de todos modos. Sabía que no encontraría nada allí, pero quería hacerse una idea del lugar donde no sólo se toleraba la perversión, sino que además se alentaba.
A la señora McDonald no le gustó mucho aquella petición, pero le dijo que le enseñaría las instalaciones a Barbara si esperaba allí a que llevara las galletas al aula de la conga. Entró con la bandeja en el aula grande y se la entregó a una de las profesoras.