Выбрать главу

Ya estaba todo dicho. Sentía que se había desprendido de todo lo que era y que ahí estaba, tirado en el suelo a sus pies. Yasmin podía pisotearlo, o sacarlo a rastras a la calle, o… cualquier cosa, en realidad. Estaba tan desnudo e indefenso como el día que vino al mundo.

Se quedaron mirándose. Sentía el deseo como no lo había sentido nunca, como si manifestarlo abiertamente lo hubiera multiplicado por diez, hasta que le atormentó como si un animal le royera las entrañas.

Entonces, Yasmin habló. Dos palabras sólo, y al principio ni siquiera supo a qué se refería.

– ¿Qué hombre?

– ¿Qué? -Tenía los labios secos.

– ¿Con qué hombre estoy ahora? Has dicho que estoy con un hombre.

– Ese tipo. El de la última vez que estuve aquí.

Ella frunció el ceño. Miró hacia la ventana como si viera el reflejo del pasado en el cristal. Luego volvió a mirarlo.

– Lloyd Burnett -dijo.

– No dijiste su nombre. Entró…

– A recoger la peluca de su mujer -dijo.

– Ah -dijo él, y se sintió un estúpido integral.

Entonces, le sonó el móvil, lo cual le salvó de tener que decir algo más. Abrió la tapa.

– Un momento -dijo. Utilizó aquella bendita intervención para escapar. Sacó una tarjeta y se acercó a Yasmin. Ella no levantó los soportes de las pelucas para defenderse. En la parte de arriba sólo llevaba un jersey sin bolsillos, así que Nkata deslizó la tarjeta en el bolsillo delantero de sus vaqueros. Procuró no tocarla más que eso-. Tengo que atender esta llamada -le dijo-. Algún día, Yas, espero que seas tú quien llame. -Yasmin nunca había dejado que se acercara tanto a ella. Nkata olió su perfume. Notó su miedo.

«Yas», pensó; pero no lo dijo. Se marchó de la tienda y se dirigió al coche, con el móvil pegado a la oreja.

La voz del teléfono no le resultó familiar, ni tampoco el nombre.

– Soy Gigi -dijo una chica-. Me dijo que le llamara.

– ¿Quién? -dijo él.

– Gigi. De Gabriel's Wharf. La Luna de Cristal.

La asociación le hizo caer en la cuenta al instante, y lo agradeció.

– Gigi, sí. ¿Qué ha pasado?

– Ha venido Robbie Kilfoyle. -Su voz se transformó en un susurro-. Ha comprado algo.

– ¿Tiene algún comprobante?

– Tengo el recibo de caja. Aquí mismo, delante de mí.

– Guárdelo -le dijo Nkata-. Voy para allá.

Lynley mandó el mensaje a Mitchell Corsico justo después de hablar con St. James: el especialista forense independiente de la investigación sería un buen segundo artículo para The Source. No sólo era un experto de talla internacional y profesor del Royal College of Science, sino que él y Lynley compartían una historia personal que comenzaba en Eton y había durado todos aquellos años. ¿Pensaba Corsico que una conversación con St. James sería provechosa? Sí, lo pensaba, así que Lynley le dio al periodista el número de contacto de Simón. Esperaba que aquello bastara para librarse de Corsico y su sombrero y botas de vaquero. También haría que el periodista no pensara en el resto del equipo de investigación, al menos durante algún tiempo.

Después, regresó a Victoria Street, con los detalles de las últimas horas rondándole por la cabeza. Seguía volviendo sobre uno en concreto, uno que le había dado Havers en su conversación telefónica.

El nombre que aparecía en el contrato de arrendamiento de la inmobiliaria -el único nombre que tenían, aparte del de Barry Minshall, que podían asociar con HYCE- era J.S. Mili. Le dio la información restante, aunque ella ya la había deducido. J.S. Mili: John Stuart Mili, si querían continuar con el tema inaugurado en el hotel Canterbury.

Lynley quiso creer que todo formaba parte de una broma literaria (un guiño) entre los miembros de la organización de pedófilos, una especie de bofetón en el rostro colectivo del gran público sucio, ignorante e inculto: Osear Wilde en la ficha de registro del hotel Canterbury; J.S. Mili en el contrato de arrendamiento con Taverstock & Percy. Sabe Dios a quién más encontrarían en otros documentos relacionados con HYCE. A.A. Milne, seguramente, G.K Chesterton, A.C. Doyle: las posibilidades eran infinitas.

Igual, en realidad, que las miles de coincidencias que se daban todos los días. Aun así, el nombre siguió ahí, provocándole. J.S. Mili. A que no me coges. John Stuart Mili. John Stuart. John Stewart.

Era inútil negárselo: Lynley notó que le temblaban las manos cuando Havers dijo el nombre. Ese temblor se tradujo en las preguntas que el trabajo policial, por no decir la vida misma, instaba a las personas sensatas a hacerse: ¿Hasta qué punto conocemos a alguien? ¿Con qué frecuencia dejamos que las apariencias externas, la forma de hablar y de comportarse, definan las conclusiones que sacamos de alguien?

«No hace falta que te diga lo que significa, ¿verdad?» Lynley aún podía ver la profunda preocupación en el rostro de St. James.

La respuesta de Lynley le había llevado a lugares a los que no quería ir. «No. No hace falta que me digas nada.»

Lo que eso significaba en realidad era pedir que le pasaran el caso a otro, pero eso no iba a suceder. Estaba demasiado implicado, totalmente empapado en sangre y no podía desandar lo andado. Tenía que concluir la investigación, independientemente de adonde llevara cada una de sus ramificaciones. Y no cabía la menor duda de que aquel asunto tenía más de una ramificación. Cada vez era más evidente.

Pensó en una personalidad compulsiva. ¿Gobernada por demonios? No lo sabía. Ese nerviosismo, la ira esporádica, la palabra mal elegida. ¿Cómo se había recibido la noticia cuando Lynley, pasando por delante de todos los demás, había sido asignado al puesto de comisario después de que Webberly fuera atropellado en la calle? ¿Recibió felicitaciones? Nadie felicitó a nadie por nada durante los días que siguieron al intento de asesinato de Webberly. ¿Y quién habría pensado en ello, luchando como estaba el comisario por su vida, y con el resto de la gente intentando encontrar a su agresor? Así que no era importante. No significaba nada en absoluto. Alguien tenía que tomar cartas en el asunto, y le habían nombrado a él. Y no era permanente, así que no era un detalle tan importante como para que alguien quisiera… decidiera… se sintiera instado a… No.

Sin embargo, todo le hacía recordar inexorablemente los primeros días entre sus compañeros: la distancia que habían puesto con él al principio le decía que nunca sería uno de ellos, no del todo. Por mucho que hiciera por allanar el terreno, lo que ellos sabían sobre él siempre estaría ahí: el título, las propiedades, el acento de colegio privado, la riqueza y el privilegio asumido que conllevaba, y a quién le importaba, salvo que al fin y al cabo a todo el mundo le importaba y seguramente siempre sería así.

Pero eso, la antipatía que se convertía en aceptación reacia y respeto, era imposible. Incluso era una deslealtad abrigar esos pensamientos. No había duda de que creaba divisiones y era improductivo.

Sin embargo, nada de eso le impidió mantener una charla con el detective Cherson de Recursos Humanos, aunque lo hizo acongojado. Cherson autorizó cederle temporalmente los historiales laborales. Lynley los leyó y se dijo que no quería decir nada. Eran detalles que podían interpretarse como se quisiera: un divorcio amargo, una situación despiadada de custodia de los hijos, incumplimiento de la pensión de manutención, una carta disciplinaria por acoso sexual, la recomendación de mantenerse en forma, una rodilla mala, una mención por realizar un trabajo extra. Nada, en realidad. Aquello no significaba nada.

Aun así, tomó notas e intentó hacer caso omiso a la sensación de traición que sintió al hacerlo.