Выбрать главу

«Lo que hiciera falta», pensó Barbara.

– Aceite de ámbar gris -le dijo a Wendy-. ¿Ha vendido? Recientemente. ¿En los últimos días, quizá?

Wendy dijo que no sacudiendo sus rastas grises.

– Aceite para masajes he vendido litros y litros -dijo-. Tengo seis spa que son mis mejores clientes. Les chiflan los relajantes como el eucalipto. Pero nadie compra ámbar gris. Y me da igual, si quiere saber mi opinión. Lo que les hacemos a los animales, alguien ahí fuera nos lo hará a nosotros algún día. Extraterrestres de otro planeta o algo así. Puede que les guste nuestra grasa, igual que a nosotros nos gusta la grasa de ballena, y sabe Dios para qué la usarán. Espere y verá. Va a pasar.

– Wendy, cielo -dijo Petula, con una de esas cadencias en la voz que decía «déjalo para luego». Había sacado un paño y lo utilizaba para sacar el polvo a las velas y los estantes-. No pasa nada, querida.

– Ni siquiera sé cuándo fue la última vez que tuve aceite de ámbar gris -le dijo Wendy a Barbara-. Si alguien lo pide, les digo lo que pienso.

– ¿Y se lo ha pedido alguien? -Barbara sacó los retratos robot de los posibles sospechosos. Esta parte de la rutina le resultaba bastante tediosa, pero ¿quién sabía en realidad cuándo iba a encontrar una mina de oro?-. ¿Alguno de estos tipos, quizá?

Wendy miró los dibujos. Frunció el ceño y, luego, sacó unas gafas metálicas de lo más profundo de su generoso canalillo. Uno de los cristales estaba roto, así que utilizó el otro a modo de monóculo. Le dijo a Barbara que ninguno de esos tipos se parecía a nadie que hubiera ido a La Nube.

Barbara sabía lo fiable que sería esa información -teniendo en cuenta su índice de consumo de drogas-, así que también le mostró a Petula los retratos robot.

La hermana examinó ambos. La verdad era que al mercado venía muchísima gente, sobre todo los fines de semana. Tampoco le gustaba decir que ninguno de esos tipos había entrado allí. Parecían poetas beatniks, o clarinetistas de una banda de jazz. Uno casi esperaba ver a tipos así en el Soho. Por supuesto, no los había -ya no-, pero hubo una época en que…

Barbara se desvió de la Calle de los Recuerdos con una pregunta sobre Harry Minshall. Las palabras «mago albino» sin duda atrajeron la atención de Petula -también la de Wendy-, y hubo un momento en el que Barbara pensó que haber mencionado el nombre de Minshall y aportado su descripción iba a dar fruto. Pero no, un mago albino vestido de negro y con gafas de sol y un gorro rojo con una borla sería fácil de recordar, incluso en el mercado de Camden Lock. Minshall, dijeron las dos, era alguien de quien se acordarían, sin duda.

Barbara se dio cuenta de que el árbol de Wendy no iba a dar fruto, por mucho que intentara polinizarlo. Guardó los retratos robot en el bolso, dejó a las dos hermanas para que pudieran cerrar la tienda y se detuvo en la acera a encenderse un cigarrillo mientras pensaba en su siguiente movimiento.

Era última hora de la tarde y podría haberse ido a casa, pero tenía que explorar otra ruta. No soportaba que todo lo que investigara fuera un callejón sin salida tras otro, así que tomó una decisión y se dirigió hacia su coche. Wood Lane no estaba lejos de Camden Lock. Y de ahí siempre podría ir a la comisaría de policía de Holmes Street a ver qué más podía sacarle a Barry Minshall si era necesario.

Se dirigió al norte hacia Highgate Hill, desviándose un poco para evitar el tráfico de la hora punta. Tardó menos de lo que había previsto, y de ahí fue bastante fácil sortear la ruta a Archway Road.

Realizó una parada antes de llegar a Wood Lane. Una llamada al centro de coordinación le dio el nombre del agente inmobiliario que vendía el piso vacío de Walden Lodge del que había oído hablar en una de las reuniones de la brigada de homicidios. En la categoría de «no dejar piedra por mover», sabía que seguramente se trataría de un guijarro sin nada debajo, pero fue hasta allí de todos modos, habló con el tipo y le mostró los retratos robots por si acaso. Una mierda pinchada en un palo es lo que le reportó el esfuerzo. Se sentía como una niña exploradora vendiendo galletas en una reunión de Weight Watcher's. Nadie le compraba ni una.

Después fue a Wood Lane. La calle estaba llena de coches aparcados. Serían los vehículos de los trabajadores de la periferia que los cogían para ir a la ciudad desde los condados del norte y los estacionaban allí para coger el metro y completar el resto del viaje. La policía seguía buscando entre ellos a alguien que hubiera visto algo durante las primeras horas de la mañana del día en que habían hallado el cuerpo de Davey Benton. Debajo del limpiaparabrisas de cada coche, había un folleto, y Barbara supuso que éstos eran los que pedían información adicional de los trabajadores diarios. Por si servía de algo. Quizá de mucho. Quizá de nada en absoluto.

En Walden Lodge, un camino bajaba hacia el aparcamiento del metro. Barbara detuvo el Mini delante de ese camino. Bloqueaba el acceso, pero era inevitable.

Cuando subió los escalones de la estructura de ladrillo achaparrada -tan fuera de lugar en una calle de edificios históricos-, vio que la puerta principal estaba abierta. La sujetaba un cubo de agua amarillo que llevaba escrito THE MOPPITS en rojo. «Viva la seguridad», pensó Barbara. Entró en el edificio.

– ¡Hola! -gritó.

Un hombre joven asomó la cabeza por la primera esquina. Tenía una fregona en la mano y llevaba un cinturón de herramientas del que colgaban artículos de limpieza. Uno de los Moppit, concluyó Barbara, mientras arriba en el edificio alguien se puso a pasar la aspiradora.

– ¿Qué desea? -le preguntó el joven, subiéndose el cinturón de herramientas-. Se supone que no puedo dejar entrar a nadie.

Barbara le mostró su placa. Le explicó que trabajaba en el asesinato de Queen's Wood.

El hombre le dijo a toda prisa que él no sabía nada del tema. El y su esposa sólo eran un servicio de limpieza móvil. No vivían allí. Iban una vez a la semana a barrer, fregar, pasar la aspiradora y quitar el polvo de las zonas comunitarias. Y también limpiaban las ventanas, pero sólo cuatro veces al año, y hoy no era uno de esos días.

Era demasiada información, aunque Barbara lo achacó a los nervios: aparece un policía en el horizonte y, de repente, todo está abierto a interpretaciones. Era mejor contarle tu vida hasta el mínimo detalle.

Tenía el número del piso del caballero que había visto el destello de luz en el bosque a primera hora de la mañana del día en el que hallaron el cuerpo de Davey Benton. También tenía su nombre: Berkeley Pears, que sonaba a marca de fruta enlatada. Le dijo al Moppit adonde iba y se dirigió a las escaleras a buscarlo.

Cuando llamó, un perro se puso a ladrar detrás de la puerta. Era el tipo de ladrido que ella asociaba con un terrier necesitado de disciplina, y vio que no se había formado una idea equivocada cuando, después de descorrer cuatro cerrojos y abrirse la puerta, un Jack Russell salió disparado, directo a sus tobillos.

Barbara retrocedió y levantó el bolso para espantar al animal, pero el señor Pears apareció detrás del perro. Tocó algo que no hizo ruido, pero al parecer el animal lo escuchó. El perro – ¿o era una perra?- se tumbó al instante, jadeando contento como si hubiera realizado bien un trabajo.

– Excelente, Pearl -dijo Pears al odioso animal-. Buena perra. ¿Una recompensa? -Pearl movió la cola.

– ¿Tiene que hacer eso? -dijo Barbara.

– Es porque se asusta -contestó el dueño del perro.

– Podría haberla aporreado y hacerle daño.

– Es rápida. La habría atacado ella antes. -Abrió del todo la puerta y dijo-: Al cuenco, Pearl, ya. -La perra entró corriendo, seguramente para esperar junto a su plato la recompensa-. ¿Qué desea? -le preguntó entonces Berkeley Pears a Barbara-. ¿Cómo ha entrado en el edificio? Creía que era la administradora. Estamos decididos a librar una batalla legal por todo esto, e intenta intimidarnos para que no sigamos adelante.