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– Soy policía. -Barbara le mostró su placa-. Detective Barbara Havers. ¿Podemos hablar?

– ¿Es por el chico del bosque? Ya les he dicho lo poco que sé.

– Sí. Lo entiendo. Pero un par de oídos más… Nunca se sabe lo que puede surgir.

– Muy bien -dijo-. Pase si tiene que hacerlo. ¿Pearliel -dijo en dirección a la cocina-. Ven, cielo.

La perra salió, con ojos vivarachos y expresión amistosa, como si no hubiera sido una pequeña máquina de matar repugnante hacía tan sólo unos minutos. Saltó a los brazos de su dueño y metió la nariz en el bolsillo del pecho de su camisa de cuadros.

Pears se puso serio y sacó de otro bolsillo la recompensa, que la perra se tragó sin masticar.

Barbara pensó que era indudable que Berkeley Pears era un tipo curioso. Cuando salía de casa, seguramente se ponía zapatos de charol y un abrigo con cuello de terciopelo. Se veían tipos así en el metro de vez en cuando. Llevaban paraguas que utilizaban de bastón, leían el Financial Times como si significara algo para ellos y no alzaban nunca la vista hasta que llegaban a su destino.

Pears la condujo al salón: sofá y dos sillones a juego en su sitio, mesita de café adornada con ejemplares de Country Life y un libro de arte de Treasures of the Uffizi, lámparas modernas con pantallas metálicas colocadas en los ángulos exactos adecuados para la lectura. No había nada fuera de lugar, y Barbara supuso que nada osaba estarlo…, aunque tres manchas amarillentas visibles en la moqueta daban fe de al menos una de las actividades caninas menos salubres de Pearl.

– Entiéndalo, no habría visto nada si no hubiera sido por Pearl -dijo Pears-. Y cualquiera pensaría que me darían las gracias, pero lo único que he oído es que el perro debía irse. Como si los gatos no molestaran -dijo «gatos» como otros decían «cucarachas»-, cuando ese animal del número cinco se pasa día y noche maullando todo el tiempo como si estuvieran ensartándolo en un pincho. Es un siamés. Bueno. ¿Qué se puede esperar? La mujer deja solo al pobre animal durante semanas, mientras que yo no he dejado sola a Pearl más de una hora. Ni una hora, en realidad, pero ¿cuenta eso? No. Ladra una noche, no puedo hacerla callar lo bastante rápido y ya está. Alguien se queja, como si ellos no tuvieran animales ilegalmente, todos ellos; sin embargo, la administradora viene a verme a mí. No se permiten animales. El perro debe irse. Bueno, vamos a plantarles cara hasta el final; sí, señor. Si Pearl se va, yo me voy.

Barbara pensó que eso bien pudo ser el plan maestro. Retomó el hilo de la conversación.

– ¿Qué vio esa noche, señor Pears? ¿Qué pasó?

Pears se sentó en el sofá, donde meció al terrier como si fuera un bebé y le rascó el pecho. Le indicó a Barbara que ocupara el sillón.

– Al principio, pensé que era un robo. Pearl se puso… Sólo puede describirse como histérica. Se puso histérica, simplemente. Yo estaba durmiendo como un tronco, y me despertó y me asustó muchísimo. Estaba lanzándose, créame, no hay otra palabra para describirlo, contra las puertas del balcón y ladraba como no la había oído en mi vida. Así que entenderá por qué…

– ¿Qué hizo?

Pareció un poco avergonzado.

– Yo… Bueno, me armé. Con un cuchillo de trinchar, que era lo único que tenía. Fui hacia las puertas e intenté mirar fuera, pero no había nada. Las abrí; ése fue el problema, porque Pearl salió al balcón y siguió ladrando como una posesa, y no podía cogerla y seguir agarrando el cuchillo, así que todo se demoró un poco.

– ¿Y en el bosque?

– Había una luz. Unos destellos. Es lo único que vi. Aquí. Deje que se lo enseñe.

Al balcón se accedía desde la sala de estar, la gran ventana corredera cubierta por unas persianas. Pears las levantó y abrió la puerta. Pearl saltó de sus brazos hacia el balcón y se puso a ladrar, igual como había descrito su dueño. Los ladridos destrozaban el oído. Barbara entendió por qué los otros vecinos se habían quejado. Un gato no era nada comparado con eso.

Pears cogió el Jack Russell por el hocico. La perra consiguió ladrar de todos modos.

– La luz estaba allí -dijo el hombre-, entre aquellos árboles colina abajo. Tuvo que ser cuando el cadáver… Bueno, ya sabe. Y Pearl lo supo. Lo percibió. Es la única explicación. Pearl, cielo, ya basta.

Pears volvió a entrar en el piso con el perro y esperó a que Barbara hiciera lo mismo. Sin embargo, ella se quedó en el balcón. Vio que el bosque comenzaba a bajar por la colina justo detrás de Walden Lodge, pero era algo que no se sabría mirando el edificio desde la calle. Allí, los árboles crecían en abundancia y ofrecían lo que en otro momento sería una gruesa cortina, pero que justo entonces, en pleno invierno, era un mero sombreado de ramas desnudas. Justo debajo y encima del muro de ladrillo que limitaba la propiedad, los arbustos crecían descontrolados, lo que hacía que acceder al bosque desde Walden Lodge fuera prácticamente imposible. Un asesino habría tenido que abrirse paso a través de todo eso, desde acebos a helechos, para llegar al lugar donde había dejado el cuerpo; ningún asesino que se preciara lo habría intentado, y menos aún un tipo que hasta la fecha había logrado eliminar a seis jóvenes y no dejar prácticamente ninguna prueba cuando se deshacía de los cuerpos. Habría dejado un montón de pistas tras de sí. Y no era el caso.

Barbara se quedó allí pensativa, examinando la escena. Pensó en todo lo que le había dicho Berkeley Pears. Nada de lo que había contado estaba fuera de lugar, pero había un detalle que no acababa de entender.

Volvió a entrar en el piso y cerró la puerta del balcón.

– Alguien oyó una especie de grito después de medianoche que procedía de uno de los pisos. Tenemos esa información gracias a los interrogatorios que realizamos a todos los residentes de este edificio. Usted no lo ha mencionado.

El hombre negó con la cabeza.

– No lo oí.

– ¿Y Pearl?

– ¿Qué?

– Si oyó lo que pasaba en el bosque a esta distancia…

– Yo diría que lo percibió más que lo oyó -la corrigió Pears.

– Bien. Diremos que lo percibió. Pero, entonces, ¿por qué no percibió que pasaba algo en el edificio alrededor de la medianoche cuando alguien gritó?

– Seguramente porque no gritó nadie.

– Sin embargo, alguien lo oyó, alrededor de la medianoche. ¿Qué conclusión saca?

– El deseo de ayudar a la policía, un sueño, un error. Algo que no pasó. Porque si hubiera pasado y hubiera sido algo fuera de lo normal, Pearl habría reaccionado. Por Dios, ya ha visto cómo se ha puesto con usted.

– ¿Siempre reacciona así cuando llaman a la puerta?

– Depende.

– ¿De qué?

– De si conoce o no a la persona que está al otro lado.

– ¿Y si la conoce? ¿Si oye una voz o percibe un olor y los reconoce?

– Entonces no hace nada. Razón por la cual, verá, fue tan insólito que se pusiera a ladrar a las tres cuarenta y cinco de la mañana.

– ¿Porque si no ladra, significa que sabe qué está viendo, oyendo u oliendo?

– Exacto -dijo Pears-. Pero la verdad es que no entiendo qué tiene eso que ver, detective Havers.

– No pasa nada, entra dentro de lo normal, señor Pears -dijo Barbara-. El hecho es que yo sí lo entiendo.

Capítulo 27

Al final, Ulrike decidió continuar a pesar de todo. No le quedaba más remedio. Al regresar de Brick Lane, Jack Veness le había dado un mensaje telefónico de Patrick Bensley, el presidente del consejo de administración.

– Ha ido bien la reunión con el presi, ¿verdad? -le dijo Jack con una sonrisita de complicidad mientras le pasaba la nota.

– Sí, muy bien -dijo ella antes de bajar la mirada para leer en el mensaje el nombre del hombre con el que había dicho que iba a reunirse.