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– Venga, sargento. Tiene que entenderlo.

Le indicó con urgencia que se acercara a la caja y le señaló un libro grande abierto al lado. Nkata reconoció el tomo antiguo de su primera visita, cuando la abuela de Gigi estaba al cargo de la tienda.

– No he pensado nada cuando vino Robbie -dijo-. Al principio no, porque el aceite de perejil, que es lo que compró, tiene más de un uso. Verá, es una especie de hierba milagrosa: es diurética, antiespasmódica, estimula los músculos uterinos, refresca el aliento. Si se planta al lado de un rosal, incluso aumenta su fragancia, en serio. Y ni siquiera he empezado con todos los usos culinarios, así que cuando lo compró, no pensé… Pero sabía que lo vigilaban, ¿verdad?, así que cuanto más pensaba en ello, aunque ni siquiera mencionó el aceite de ámbar gris, decidí echar un vistazo al libro y ver para qué más podía utilizarse. No me lo sé todo de memoria, lo entenderá. Bueno, quizá debería, pero hay tropecientos mil. Demasiado para que el cerebro pueda retenerlo todo.

Fue detrás del mostrador y giró el libro de hierbas para que pudiera verlo. Incluso entonces, Gigi pareció sentir la necesidad de prepararle para lo que estaba a punto de leer.

– Puede que no sea nada, y seguramente no lo será, así que tiene que jurarme que no le dirá a Robbie que le llamé para contárselo. Tengo que trabajar puerta con puerta con él, y el mal rollo entre vecinos es lo peor. ¿Puede prometerme que no se lo contará? Que sabe lo del aceite de perejil, quiero decir. ¿Y que se lo dije yo?

Nkata negó con la cabeza.

– Si es nuestro asesino, no puedo prometerle nada -le dijo con sinceridad-. Si tiene algo que podamos utilizar en un juicio, lo mandaremos a la fiscalía y ellos querrán interrogarla por ser una posible testigo. Ésa es la verdad. Pero, de momento, no veo que el perejil tenga ninguna relación con nada, así que creo que es usted quien tiene que decidir qué quiere contarme sobre el tema.

Gigi le miró ladeando la cabeza.

– Me cae bien -le dijo-. Cualquier otro poli me habría mentido, así que se lo diré. -Señaló la entrada correspondiente al aceite de perejil. En magia con hierbas, se utilizaba para triunfar. También para espantar bestias malignas. Si se plantaba en Viernes Santo, la propia planta anulaba la maldad. Su poder residía en las raíces y las semillas.

Sin embargo, eso no era todo.

«Aceite aromático -leyó Nkata-. Aceite graso, bálsamo, medicinal, culinario, incienso y perfume.» Nkata se cogió la barbilla en gesto pensativo. Por muy interesante que fuera, no veía de qué podía servirles cualquiera de aquellos datos.

– ¿Y bien? -En la voz de Gigi había una emoción callada-. ¿Qué opina? ¿He hecho bien al llamarle? Hacía muchísimo tiempo que Robbie no venía, verá, y cuando entró en la tienda, bueno, sinceramente, casi me da algo. No sabía qué iba a hacer, así que intenté actuar con normalidad, pero lo observé para ver si cogía el aceite de ámbar gris, en cuyo caso supongo que me habría desmayado aquí mismo. Luego, cuando compró el aceite de perejil, ya le he dicho que no pensé mucho en el tema. Hasta que leí eso del triunfo y los demonios y el mal y… -Se estremeció-. Supe que tenía que contárselo. Porque si no lo hacía, le pasaba algo a alguien en algún lugar y resultaba que Robbie era el… No es que lo haya pensado ni por un segundo y, por Dios, no debe decírselo nunca, porque incluso hemos salido a tomar unas copas, ya se lo dije.

– ¿Tiene una copia del recibo y todo eso? -le dijo Nkata.

– Oh, sí, por supuesto -le dijo Gigi-. Pagó en metálico y el aceite fue lo único que compró. Tengo el recibo aquí mismo. -Pulsó algo en la caja para abrirla, y luego levantó la bandeja que separaba los billetes y de debajo sacó un papel, que entregó a Nkata. Había escrito «Compra de aceite de perejil realizada por Rob Kilfoyle». Había subrayado «aceite de perejil» dos veces. Nkata se preguntó para qué podrían utilizar el hecho de que uno de sus sospechosos hubiera comprado aceite de perejil, pero cogió el recibo de Gigi y lo guardó en la libreta de piel. Le agradeció a la joven su vigilancia y le dijo que se pusiera en contacto con él en caso de que Robbie Kilfoyle -o cualquier otra persona- entrara a comprar aceite de ámbar gris.

Iba a marcharse cuando se le ocurrió algo, así que se detuvo en la puerta para hacerle una última pregunta.

– ¿Hay alguna posibilidad de que robara el aceite de ámbar gris cuando vino?

Ella negó con la cabeza. Le aseguró a Nkata que no le había quitado los ojos de encima ni una sola vez. Era imposible que hubiera cogido algo que no hubiera entregado en caja para que se lo cobrara. Totalmente imposible.

Nkata asintió pensativo ante la respuesta, pero siguió dudando. Salió de la tienda y se quedó fuera, mirando hacia Mr. Sandwich, donde las dos mujeres de los delantales seguían trabajando. En la ventana colgaba un cartel de CERRADO. Sacó su placa y se acercó a la puerta. Había una posibilidad para el aceite de perejil que debía comprobar.

Cuando llamó, las mujeres alzaron la vista. La más rellenita de las dos fue quien le abrió la puerta. Nkata le preguntó si podían hablar un momento, y ella contestó que sí, claro, pase, agente. Estaban a punto de irse a casa, había tenido suerte de pillarlas.

Nkata entró. Al instante, vio el carretón amarillo aparcado en un rincón. Tenía pintado con esmero MR. SANDWICH y un dibujo de una baguette rellena con la cara crujiente, sombrero de copa, brazos flacos y piernas. Sería el carro con el que Robbie Kilfoyle hacía los repartos. Seguramente, el propio Kilfoyle se habría marchado a casa en su bicicleta haría un buen rato.

Nkata se presentó a las dos mujeres, que a su vez le dijeron que eran Clara Maxwell y su hija Val. Fue una información un poco sorprendente, puesto que parecían más hermanas que madre e hija, una circunstancia provocada no tanto por el aspecto juvenil de Clara -del que no había ni rastro- como por la falta de estilo al vestir de Val y su figura mustia. Nkata se adaptó a la información y las saludó con cordialidad. En cambio, Val mantuvo las distancias detrás del mostrador, donde se movía furtivamente al tiempo que limpiaba. No dejaba de mirar de Nkata a su madre y otra vez a Nkata, mientras Clara se erigía en portavoz de ambas.

– ¿Podemos hablar sobre Robbie Kilfoyle? -preguntó Nkata-.Trabaja para usted, ¿verdad?

– No se habrá metido en ningún lío-dijo Clara como constatando un hecho, y lanzó una mirada a Val, quien asintió como si estuviera de acuerdo con aquella observación.

– Reparte sus sandwiches, ¿no es así?

– Sí. Lleva haciéndolo… ¿cuánto tiempo, Val? ¿Tres años? ¿Cuatro?

Val asintió de nuevo. Juntó las cejas, como exhibiendo su preocupación. Se alejó y fue a un armario del que sacó una escoba y un recogedor. Se puso a barrer el suelo de detrás del mostrador.

– Debe de hacer casi cuatro años, entonces -dijo Clara-. Un joven encantador. Lleva los sandwiches a nuestros clientes, también hacemos patatas fritas, encurtidos y ensaladas de pasta, y regresa con el dinero. Nunca se ha equivocado de más de diez peniques con las vueltas.

Val alzó la vista de repente.

– Oh, sí, lo olvidaba -dijo su madre-. Gracias, Val. Está esa vez, ¿verdad?

– ¿Qué vez?

– Poco antes de morir su madre. Sería hacia diciembre, del año pasado no, del anterior. Un día nos faltaron diez libras. Resultó que las había cogido prestadas para comprarle flores a su madre. Estaba en una residencia, sabe. -Clara se dio unos golpecitos en la cabeza-. Alzhéimer, la pobre. Le llevó… no sé… ¿tulipanes? ¿Habría tulipanes en esa época del año? ¿Quizás otra flor? Da igual, Val tiene razón. Se me había olvidado. Pero confesó enseguida cuando se lo pregunté, sí, y al día siguiente tenía el dinero en la mano. Después de eso, nada. Se ha portado muy bien. No podríamos llevar el negocio sin él porque básicamente hacemos repartos y sólo Rob puede encargarse.

Val alzó la vista de la escoba una vez más. Se apartó un mechón de cabello lacio de la cara.