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– ¡Me dan igual sus putos padres! -Hillier alzó la voz precipitadamente-. Tiene una historia y quiero que se cuente. Que se vea. Quiero que ocurra y quiero que te asegures de que así sea.

– No puedo hacerlo.

– Maldita sea, será mejor…

– Espere. Me he equivocado. No lo haré. -Y Lynley siguió hablando antes de que Hillier tuviera ocasión de responder, diciéndose que debía mantener la calma y estar centrado-. Señor, una cosa fue que Corsico indagara sobre mí. Lo hizo con mi consentimiento, y puede seguir haciéndolo si con eso ayuda a la Met. Pero es muy distinto que lo haga con uno de mis hombres, sobre todo si él no quiere que le pase eso a él o a su familia. Tengo que respetarlo. Y usted también.

Sabía que no tendría que haber dicho lo último en el mismo momento en que sus labios articularon aquellas palabras. Era la observación que, al parecer, Hillier estaba esperando.

– ¡Eso ha estado fuera de lugar! -rugió.

– Es su forma de verlo. La mía es que Winston Nkata no quiere formar parte de una campaña de publicidad diseñada para tranquilizar a la misma gente que ha sido traicionada por la Met una y otra vez. No le culpo por ello. Ni tampoco diré que se equivoca. Ni le ordenaré que colabore. Si The Source piensa en difamar a su familia en su portada alguna mañana, es…

– ¡Ya basta! -Hillier estaba al límite. Lo que quedaba por ver era si de la ira, de un ataque o de una acción que ambos lamentarían-. Tu maldita deslealtad es… Llegas aquí salido de una vida de privilegios y te atreves a… te atreves a… tú, a decirme a mí…

Los dos vieron a Harriman a la vez, pálida junto a la puerta que se había quedado abierta cuando entró Hillier. Sin duda, pensó Lynley, todos los oídos de aquella planta recibían la agresión de la fuerza de la animadversión que el subinspector sentía por él y él por el subinspector.

Hillier le gritó:

– ¡Lárguese de aquí! ¿Qué le pasa? -Y avanzó hacia la puerta, probablemente que para cerrársela en las narices.

Aunque pareciera mentira, Harriman levantó la mano para detenerle, justo cuando ambos agarraban la puerta a la vez.

– Hablamos dentro de… -le dijo.

– Señor. Señor -le interrumpió ella-. Tengo que hablar con usted

Lynley vio, incrédulo, que no se lo decía a él, sino a Hillier. Pensó que la mujer se había vuelto loca: pretendía intervenir.

– Dee, no es necesario -le dijo Lynley.

Ella no lo miró.

– Lo es -dijo, con los ojos clavados en Hillier-. Sí que lo es. Es necesario. Por favor, señor. -Estas últimas palabras salieron de algún lugar de su garganta, donde quedaron atrapadas y casi incrustadas.

Aquello afectó a Hillier. La cogió del brazo y la sacó del despacho.

Entonces, pasaron cosas, deprisa e incomprensiblemente.

Fuera se oían voces, y Lynley se dirigió a la puerta para ver qué diablos pasaba. Sin embargo, sólo había dado dos pasos en esa dirección cuando Simón St. James entró en el despacho.

– Tommy -dijo St. James.

Y Lynley lo vio. Lo vio y de algún modo entendió sin querer comenzar a entender. O a darle al propósito de St. James, que había llegado sin que lo avisaran aunque no había duda de que a Harriman sí la habían avisado y advertido plenamente…

Oyó que en algún sitio alguien decía: «Oh, Dios mío». St. James se estremeció. Lynley vio que tenía los ojos clavados en él.

– ¿Qué? -preguntó Lynley-. ¿Qué ha pasado, Simón?

– Tienes que venir conmigo, Tommy -dijo St. James-. Helen… -Se le entrecortó la voz.

Lynley siempre recordaría aquello -que su viejo amigo flaqueó cuando llegó el momento- y siempre recordaría lo que significó: sobre su relación y sobre la mujer a la que ambos habían querido todos aquellos tantos años.

– La han llevado al hospital Saint Thomas -dijo St. James. Entonces, se le enrojecieron los ojos y se aclaró la garganta con aspereza-. Tommy, tienes que venir conmigo enseguida.

Capítulo 28

Por fuera del piso de Berkeley Pears, Barbara Havers pensó en su siguiente movimiento. Le haría una agradable visita a Barry Minshall a la comisaría de policía de Holmes Street para ver qué más podía sacar de la inmundicia de su cerebro.

Se puso en marcha, recorriendo el pasillo hacia las escaleras, cuando oyó el sonido. Era algo entre un alarido y un grito de alguien agonizando mientras lo estrangulaban, y Barbara se paró en seco. Esperó a oír el grito de nuevo y, a su debido tiempo, eso fue lo que ocurrió. Ronco, desesperado… Tardó un momento en darse cuenta de que estaba oyendo a un gato.

– Maldita sea -murmuró. Había sonado exactamente como… Asoció el sonido al chillido que alguien del edificio había escuchado la noche del asesinato de Davey Benton y, cuando estableció esa conexión, se dio cuenta de que su visita a Walden Lodge quizás había sido un ejercicio totalmente inútil.

El gato volvió a gritar. Barbara no sabía mucho de felinos, pero sonaba como uno de esos siameses de voz cascada. Eran unas bolitas de pelo malévolas, pero tenían derecho a…

Bolas de pelo. Barbara miró la puerta tras la cual el gato volvió a maullar. Pelo de gato, pensó, pelaje de gato, lo que demonios fuera. Habían encontrado un pelo de gato en el cuerpo de Davey Benton.

Fue a buscar a la administradora de edificio. Una pregunta;i uno de los Moppit la condujo al piso de la planta baja. Llamó a la puerta.

Unos momentos después, oyó la voz de una mujer:

– ¿Quién es, por favor? -preguntó en un tono que sugería que habían abierto la puerta a un visitante inesperado en más de una ocasión.

Barbara se identificó. Se abrieron varios cerrojos, y la administradora del edificio apareció ante ella. Se llamaba Morag McDermott.

– ¿Qué quiere la policía esta vez? Bien sabe Dios que ya les dije todo lo que se me ocurrió la última vez que vinieron a buscar información sobre «ese asunto atroz y repugnante del bosque» -refunfuñó.

Barbara vio que había interrumpido la siesta de Morag McDermott. A pesar de la época del año, llevaba una bata fina que dejaba ver su cuerpo esquelético, y tenía el pelo aplastado en un lado. El dibujo inequívoco de una colcha de felpilla le había dejado una celulitis facial en las mejillas.

– ¿Cómo diablos ha entrado en el edificio? -añadió con brusquedad-. Déjeme ver su identificación ahora mismo.

Barbara la sacó y le explicó lo que pasaba con la puerta principal y los Moppits. En respuesta a aquello, la administradora cogió un bloc de postits de una mesa cercana y garabateó algo con furia. Barbara se lo tomó como una invitación a entrar y eso hizo, mientras Morag McDermott pegaba la nota en la pared junto a la puerta, de la que ya colgaban cuarenta notas similares. La pared parecía el tablón de oraciones de una iglesia.

– Es para mi informe mensual para la administración de fincas -informó a Barbara mientras guardaba el bloc en un cajón-. Ahora, si pasa usted por aquí, en dirección al salón…

Hizo que sonara como si a la habitación en cuestión hubiera que llegar siguiendo unas indicaciones cuando, en realidad, estaba a menos de metro y medio de la puerta. La distribución del piso era idéntica a la del de Berkeley Pears, pero al revés, por lo que no daba al bosque, sino a la calle. Sin embargo, la decoración era completamente distinta a la del piso en el que Barbara acababa de estar. Mientras Berkeley Pears habría pasado el examen de un sargento de inspección, Morag era la viva imagen del desorden y el mal gusto. Se debía a los caballos principalmente, de los que tenía expuestos centenares, en todas las superficies, de todos los tamaños y materiales posibles: desde plástico a goma. Era una loca sacada del National Velvet.

Barbara pasó por delante de una mesita de Lippizzaners en una elegante posición de salto. Pasó por el único camino libre de la sala, que llevaba a un sofá cargado con una docena de cojines. Allí se sentó. Había comenzado a sudar, y entendió por qué la administradora llevaba una bata tan fina en pleno invierno. El piso era una auténtica sauna y olía como si no lo hubieran aireado desde el día en que Morag llegó al edificio.