Выбрать главу

Ir al grano era la mejor opción para sobrevivir, concluyó Barbara, así que abordó directamente al tema del gato. Dijo que estaba a punto de marcharse del edificio cuando había oído el sonido de un animal en peligro. Se preguntó si debería decírselo a Morag. Sin duda parecía grave; a sus oídos no instruidos, lo reconocía, puesto que nunca había tenido más que un jerbo. Un gato siamés, quizás, añadió amablemente. Sería en el piso número cinco.

– Es Mandy -le dijo rápidamente Morag McDermot-. La gata de Esther. Está de vacaciones. Esther, quiero decir, por supuesto; no la gata. Se tranquilizará enseguida cuando el hijo de Esther vaya a ponerle comida. No tiene que preocuparse por nada.

Preocuparse por el animal era lo último en lo que pensaba Barbara, pero siguió con la conversación. Debía entrar en ese piso y no quería esperar a tener una orden judicial. Le dijo con gravedad a la administradora que Mandy parecía desesperada. Ella no sabía mucho sobre felinos, cierto, pero creía que había que comprobar la situación. Y, por cierto, Berkeley Pears le había dicho que los gatos no estaban permitidos en el edificio. ¿Había faltado a la verdad?

– Ese hombre dirá lo que sea -contestó Morag-. Por supuesto que los gatos están permitidos en el edificio. Los gatos, los peces y los pájaros.

– Sin embargo, ¿los perros no?

– Ya lo sabía antes de trasladarse aquí, detective.

Barbara asintió. Sí, bueno, la gente y sus animales… Había de todo, ¿verdad? Volvió al tema del piso número cinco.

– Esta gata… ¿Mandy? Parece… Bueno, ¿es posible que el hijo lleve bastante tiempo sin ponerle comida? ¿Lo ha visto por aquí, entrando o saliendo?

Morag pensó en ello, tapándose un poco más la garganta con el cuello de la bata. Admitió que últimamente no había visto en persona al hijo, pero eso no quería decir que no hubiera ido. Se dedicaba en cuerpo y alma a su madre. Todo el mundo debería tener un hijo como él.

Sin embargo… Barbara esbozó una sonrisa que esperaba que fuera obsequiosa. ¿Quizá deberían echar un vistazo…? ¿Por el bien del gato? Quizás había pasado algo que impedía al hijo pasarse, ¿verdad? ¿Un accidente de coche, un infarto, una abducción…?

Al menos una de las sugerencias de Barbara pareció funcionar, porque Morag asintió pensativa.

– Sí, quizá deberíamos ir a ver… -dijo. Se dirigió a un armario que había en un rincón, lo abrió y reveló que la parte trasera de la puerta estaba cubierta de ganchos de los que colgaban llaves.

Todavía ataviada con la bata, Morag la condujo al piso número cinco. Tras la puerta había silencio y, por un momento, Barbara pensó que su artimaña para conseguir entrar iba a fracasar.

– La verdad es que no oigo… -empezó a decir Morag, y justo entonces Mandy colaboró con otro maullido-. Oh, santo cielo -dijo la administradora, y metió la llave en la cerradura apresuradamente y abrió la puerta.

La gata salió corriendo como una posesa dada la inesperada oportunidad. Desapareció al doblar la esquina del pasillo, en dirección a las escaleras y, sin duda, a la libertad que ofrecía la puerta principal y que los Moppits habían dejado abierta.

Aquello no serviría. Morag salió tras ella y Barbara entró en el piso.

Lo primero que notó fue el fuerte olor a orina. A orina de gato, supuso. Nadie había cambiado la arena del pobre animal en días. Las ventanas estaban cerradas, y las cortinas, corridas, lo que agravaba el tema. No era de extrañar que la gata hubiera salido disparada hacia el exterior. Cualquier cosa con tal de respirar aire fresco.

Barbara cerró la puerta a pesar de la peste, para advertir mejor cuándo regresaba Morag, puesto que tendría que introducir de nuevo la llave en la cerradura. Hecho esto, el piso quedó aún más oscuro, así que descorrió las cortinas y vio que el piso número cinco, como el de Berkeley Pears, daba al bosque, a la parte trasera de la finca.

Se apartó de la ventana y examinó la habitación. Los muebles la transportaron inmediatamente a los años sesenta: sofá y sillas de vinilo, mesas auxiliares que en su día se llamaron «de diseño moderno danés», figuritas de animales con expresiones antropomórficas. Cuencos de popurrí -al parecer, para intentar eliminar del aire el olor fétido a gato- descansaban sobre antimacasares de encaje que servían de tapetes. Barbara tuvo una alegría inmensa al ver aquello: el taparrabos de Kimmo Thorne en Saint George's Gardens. Sin duda, las cosas mejoraban.

Dio una vuelta buscando indicios de la presencia reciente de alguien -la presencia asesina- y encontró las primeras en la cocina: un plato, un tenedor y un vaso en el fregadero.

«Entonces, ¿le diste algo de comer antes de violarlo, cabrón? ¿O fuiste tú quien se alimentó mientras el chico te entretenía con otro truco de magia que aplaudiste y por el que le dijiste que le darías una recompensa muy bonita? Acércate más, Davey, cielo. Dios santo, qué guapo eres. ¿Te lo han dicho alguna vez? ¿No? ¿Por qué no? Salta a la vista.»

En el suelo, en una esquina, un recipiente rebosaba de comida seca de gato, y al lado había un gran cuenco vacío para el agua. Barbara utilizó un paño para cogerlo por el borde, lo llevó a la pila y lo llenó. No era culpa de la gata, se dijo. No tenía sentido dejar que siguiera sufriendo. Y Mandy llevaba sufriendo desde la noche del asesinato de Davey Benton. Era totalmente imposible que el asesino se hubiera permitido regresar a aquel sitio una vez muerto Davey, con la calle plagada como estaba de policías decididos a encontrar a un testigo.

De la cocina regresó al salón, buscando indicios. Habría violado y estrangulado a Davey Benton en algún lugar de la casa, pero el resto lo habría hecho cuando llevó el cuerpo al bosque.

Fue al dormitorio donde, como había hecho en el salón, descorrió las cortinas y se volvió para examinar la escena iluminada por la luz del sol, que se ponía a toda velocidad. Una cama con mantas y una colcha en su sitio; mesa auxiliar con un despertador antiguo de cuerda y una lámpara; una cómoda con dos marcos de fotos encima.

Todo parecía muy normal excepto por un detalle: la puerta del armario estaba entreabierta. Dentro, Barbara vio una bata de flores torcida en un colgador. La sacó. Le faltaba el cinturón.

Deja que te enseñe cómo hacer el truco del nudo, le había dicho, y Barbara oyó su voz persuasiva. «Es el único truco que me sé, Davey, y créeme, tus colegas se pondrán en pie y prestarán atención cuando vean qué fácil te sueltas aunque tengas las manos atadas a la espalda. Ven. Átame tú primero. ¿Ves cómo funciona? Ahora te ato yo.»

Algo por el estilo, pensó. Algo por el estilo. Lo había hecho así. Y luego inclinó al chico sobre la cama. «No grites, Davey. No te muevas. Vale. Bien. No tengas miedo, chico. Te desataré las manos. Pero no intentes huir de mí porque… Maldita sea, me has arañado, Davey. Me has arañado, joder, y ahora tendré que… Te he dicho que no hicieras ruido, ¿verdad? ¿Verdad, Davey? ¿Verdad, asqueroso desgraciado?»

O quizá le había puesto unas esposas. Unas esposas que brillaban en la oscuridad como las que Barry Minshall le había dado a Davey. O quizá no había tenido que inmovilizarlo o no había pensado en inmovilizarlo porque Davey era mucho más pequeño que el resto de los chicos y, después de todo, no tenía marcas de ataduras en las muñecas, al contrario que los demás…

Y aquello hizo pensar a Barbara. Lo que provocó que admitiera lo desesperada que estaba porque aquel sitio en Wood Lane fuera la respuesta. Lo cual le dijo que estaba en terreno peligroso, al intentar que los hechos encajaran y realizar un trabajo policial imprudente, de los que llevaban a personas inocentes a la cárcel, porque los policías estaban muy cansados y deseaban a toda costa irse a casa a cenar una noche de cada diez, porque sus esposas se quejaban y los niños se portaban mal y había que ponerse serio y por qué te casaste conmigo, fulanito o menganito, si pensabas estar desaparecido día y noche durante meses y meses…