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Cerca había dos agentes uniformados más, que ofrecían intimidad al detective. Al parecer, conocían a St. James de vista -cómo no, puesto que ya había estado antes en el hospital-, así que les dejaron acercarse al interrogatorio que se estaba desarrollando.

Deborah alzó la vista. Tenía los ojos rojos. En el suelo, junto a sus pies, había tirados una pila de pañuelos empapados.

– Oh, Tommy… -dijo, y Lynley vio que intentaba recobrar la compostura.

No quería pensar. No podía pensar. La miró y no sintió nada. El hombre de Belgravia se levantó.

– ¿Comisario Lynley?

Lynley asintió.

– Está en quirófano -dijo Deborah.

Lynley asintió de nuevo. Sólo podía asentir. Quería zarandearla, quería hundirle los dientes en la cabeza. Su mente le decía que no era culpa de Deborah, cómo podía ser culpa de aquella pobre mujer, pero necesitaba culpar a alguien, quería culpar a alguien y no había nadie más, aún no, no aquí, no ahora…

– Cuéntamelo -dijo.

A Deborah se le llenaron los ojos de lágrimas.

El detective -en algún punto, Lynley le oyó decir que se llamaba Fire… Terence Fire; no obstante, lo habría entendido mal, porque ¿qué clase de apellido era Fire?- dijo que el caso estaba bajo control, que no tenía que preocuparse, que estaban empleando todos los recursos a su alcance porque toda la comisaría sabía no sólo qué había pasado, sino también quién era, que la víctima…

– No la llame así -dijo Lynley.

– Le informaremos de todo -le dijo Terence Fire. Y luego añadió-: Señor… Si puedo… Lo siento muchísi…

– Sí -dijo Lynley.

El detective los dejó. Los agentes se quedaron.

Lynley se volvió hacia Deborah mientras St. James se sentaba a su lado.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó.

– Me ha pedido que aparcara el Bentley. Había conducido ella, pero hacía frío y estaba cansada.

– Habíais hecho demasiado. Si no hubierais hecho tanto… Esa puta ropa para el bautizo…

Una lágrima resbaló del ojo de Deborah. Se la secó.

– Hemos parado y descargado los paquetes -dijo-. Me ha pedido que tuviera cuidado al aparcar porque… «Ya sabes cómo adora Tommy su coche», me ha dicho. «Si le hacemos un arañazo, nos mata. Vigila con la parte izquierda del garaje.» Así que he tenido cuidado. Yo nunca había conducido un… Verás, es muy grande y no lo he metido a la primera… Pero no he tardado ni cinco minutos, Tommy, ni siquiera tanto. Y he supuesto que entraría directamente a casa o que llamaría a la puerta para que Dentón…

– Está en Nueva York -dijo Lynley, innecesariamente-. No está, Deborah.

– No me lo ha dicho. No lo sabía. Y no pensaba… Tommy, se trata de Belgravia: es seguro, es…

– Ningún sito es seguro, joder. -Había rabia en su voz. Vio que St. James se movía. Su viejo amigo levantó la mano: una advertencia, una petición. No lo sabía ni le importaba. Sólo pensaba en Helen-. Estoy en mitad de una investigación. Asesinatos múltiples. Un solo asesino. ¿De dónde diablos sacaste la idea de que había algún sitio seguro?

Deborah encajó la pregunta como un puñetazo. St. James dijo su nombre, pero ella lo detuvo con un movimiento de cabeza.

– He aparcado el coche -dijo-. He vuelto por las caballerizas.

– No has oído…

– No he oído nada. He doblado la esquina de Eaton Terrace, y lo que he visto han sido las bolsas. Estaban tiradas en el suelo, y entonces la he visto a ella. Helen se había desplomado… He pensado que se había desmayado, Tommy. Allí no había nadie, ni un alma.

– Te he dicho que te aseguraras de que nadie… -Lo sé -dijo-. Lo sé. Lo sé. ¿Pero qué querías que pensara? He pensado en la gripe, en alguien estornudándole en la cara, que te comportabas como un marido paranoico porque no lo he entendido, ¿no lo ves, Tommy? Cómo iba a saberlo, porque estamos hablando de Helen y estábamos en Belgravia, donde se supone que… Y una pistola, ¿por qué iba a pensar en una pistola?

Entonces, empezó a sollozar de verdad y St. James le dijo que ya había contado suficiente. Pero Lynley sabía que nunca podría contar suficiente para explicar cómo su esposa, cómo la mujer a la que amaba… – ¿Y después? -dijo. -Tommy… -dijo St. James.

– No, Simón. Por favor -dijo Deborah. Y luego, dirigiéndose a Lynley-: Estaba en el último escalón y tenía la llave de la puerta en la mano. He intentado levantarla. Creía que se había desmayado, porque no había sangre, Tommy. No había sangre. No como la que crees que habrá si alguien… Nunca había visto… No sabía… Pero luego ha gemido y me he dado cuenta de que algo iba muy mal. He llamado al 112 y luego la he mecido para que no cogiera frío, y entonces he… Tenía sangre en la mano. Al principio he pensado que me había cortado y he mirado dónde y cómo; sin embargo, he visto que no era yo y he pensado en el bebé, pero sus piernas, las piernas de Helen… No había sangre donde uno pensaría que… Y era una sangre distinta, parecía distinta, porque yo lo sé, Tommy…

Incluso en su propia desesperación, Lynley sintió la de Deborah, y eso fue lo que al final le llegó al alma. Ella sabría cómo era la sangre de un aborto. ¿Cuántos había sufrido? No lo sabía. Se sentó, no al lado de Deborah y su marido, sino delante, en la silla que había ocupado Terence Fire.

– Has pensado que había perdido al bebé.

– Al principio. Pero al final he visto la sangre en el abrigo. Arriba, aquí. -Indicó un punto debajo de su pecho izquierdo-. He llamado otra vez al 112 y les he dicho: «Hay sangre, hay sangre. Rápido». Pero la policía ha llegado antes.

– Veinte minutos -dijo Lynley-. Veinte putos minutos.

– He llamado tres veces -le dijo Deborah-. «¿Dónde están? -he preguntado-. Se está desangrando. Se está desangrado.» Pero seguía sin saber que le habían disparado. Tommy si lo hubiera sabido… Si les hubiera dicho que… Porque no he pensado; en Belgravia, no… Tommy, ¿quién dispararía a alguien en Belgravia?

«Tiene una mujer preciosa, comisario.» El maldito artículo en The Source, con fotografías del comisario de policía y su encantadora esposa sonriendo. Era un hombre con título nobiliario, no el típico agente de policía.

Lynley se levantó con la visión nublada. Lo encontraría. Lo encontraría, sí.

– Tommy, no -dijo St. James-. Deja que la policía de Belgravia… -Y sólo entonces Lynley se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta.

– No puedo -dijo.

– Tienes que hacerlo. Te necesitan aquí. Saldrá de quirófano. Querrán hablar contigo. Helen va a necesitarte.

Lynley se dirigió hacia la puerta; aunque, al parecer, para eso se habían quedado los agentes uniformados.

– Está bajo control, señor -le dijeron deteniéndolo-. Tiene máxima prioridad. Está todo controlado. -Y para entonces, St. James ya lo había alcanzado.

– Ven conmigo, Tommy -le dijo-. No te dejaremos. -Y Lynley sintió que la amabilidad de su voz le aplastaba el pecho.

Respiraba con dificultad, buscando algo a lo que aferrarse.

– Dios mío -dijo-. Tengo que llamar a sus padres, Simón. ¿Cómo voy a decirles lo que ha pasado?

Barbara vio que no podía marcharse al tiempo que se decía que no la necesitaban y que seguramente tampoco la querían allí. Había gente por todas partes; cada persona se encontraba sumida en un infierno personal de esperas.

Los padres de Helen Lynley, el conde y la condesa de no sé qué -Barbara no se acordaba si había oído alguna vez el título que durante tantísimas generaciones había pertenecido a la familia-, estaban acurrucados por el sufrimiento y parecían frágiles; tenían más de setenta años y no estaban preparados para enfrentarse a aquello.