Primero estaba el tema de Winston Nkata. El sargento Winston Nkata. Una cosa era saber por qué Hillier había ascendido a su compañero justo en aquel momento, y otra distinta era darse cuenta de que, víctima o no de una maquinación política, Winston realmente se merecía el rango, y lo peor de todo era tener que trabajar con él a pesar de saberlo, y ver que él se sentía igual de incómodo que ella con la situación.
Si Winston fuera petulante, Bárbara sabría cómo llevarlo. Si fuera arrogante, se lo pasaría en grande cachondeándose de él. Si fuera ostensiblemente modesto, podría enfrentarse a ello de un modo satisfactoriamente mordaz. Pero Winston no se comportaba así; tan sólo era una versión más tranquila del Winston de siempre, una versión que ratificaba lo que Lynley había indicado: que Winnie no era estúpido; que sabía perfectamente qué intentaban Hillier y la DAP.
Así que al final, Barbara sintió lástima por su compañero y esa lástima le había inspirado a llevarle una taza de té cuando fue a buscarse una para ella.
– Felicidades por el ascenso, Winnie -le dijo mientras dejaba la taza a su lado.
Igual que los agentes asignados por el detective Stewart, Barbara había pasado dos días y dos tardes enfrentándose al abrumador número de informes de personas desaparecidas que había conseguido de la Unidad de Protección Infantil. Al final, Nkata había colaborado en la tarea. Habían logrado tachar de la lista un buen número de nombres en aquel tiempo: chicos que habían regresado a sus casas o se habían puesto en contacto con sus familias de algún modo para hacerles saber dónde se encontraban. Unos pocos -los esperados- estaban en la cárcel. A otros los habían localizado en centros de acogida. Pero había cientos y cientos que no habían aparecido, por lo que los detectives comenzaron a comparar las descripciones de los adolescentes desaparecidos con las descripciones de los cadáveres por identificar. Una parte del trabajo podía hacerse por ordenador. Otra había que hacerla a mano.
Tenían las fotografías y los informes de las autopsias de las tres primeras víctimas, y tanto los padres como los tutores de los chicos desaparecidos se mostraron, casi todos, muy dispuestos a colaborar. Al final, incluso lograron establecer una posible identidad, pero las probabilidades de que el chico desaparecido en cuestión fuera realmente uno de los cuerpos que tenían eran remotas.
Trece años, mitad negro, mitad filipino, cabeza rapada, nariz aplastada chata y caballete roto… Se llamaba Jared Salvatore y llevaba desaparecido dos meses. La denuncia la había puesto su hermano mayor -así constaba en los papeles-, quien había llamado a la poli desde la cárcel de Pentonville donde estaba encerrado por atraco a mano armada. En el informe no constaba cómo el hermano mayor había llegado a saber que el joven Jared había desaparecido.
Pero eso era todo. Por lo tanto, esclarecer las identidades de cada cuerpo a partir de la enorme cantidad de chicos desaparecidos que tenían iba a ser como buscar una aguja en un pajar, si no encontraban algo que relacionara entre sí a las víctimas de los asesinatos. Y teniendo en cuenta lo extenso que era el territorio donde se habían hallado los cuerpos, parecía poco probable que pudiera establecerse una conexión.
– Me largo, Winnie. ¿Tú te quedas, o qué? -le preguntó Barbara a Nkata cuando ya no pudo más (o al menos por ese día).
Nkata echó hacia atrás la silla y se frotó el cuello. -Me quedaré un rato más -contestó. Barbara asintió, pero no se marchó de inmediato. Le pareció que los dos tenían la necesidad de decir algo, aunque no estaba segura de qué. Nkata fue quien dio el paso.
– ¿Qué hacemos con todo esto, Barb? -Dejó el bolígrafo sobre un bloc de notas-. El tema es: ¿cómo nos comportamos? No podemos obviar la situación.
Barbara se sentó. Sobre la mesa, había un sujeta-clips magnético. Lo cogió y se puso a jugar con él.
– Creo que debemos hacer lo que hay que hacer. Imagino que el resto se solucionará solo. Winston asintió pensativamente.
– No me siento cómodo con todo esto. Sé por qué estoy aquí. Quiero que lo entiendas.
– Lo entiendo -dijo Barbara-. Pero no seas tan duro contigo mismo. Mereces…
– Hillier no sabe una mierda sobre lo que merezco -la interrumpió Nkata-. Por no mencionar a la DAR Ni antes, ni ahora, ni más adelante.
Barbara se quedó callada. No podía cuestionar algo que los dos sabían que era verdad.
– ¿Sabes, Winnie? -Dijo al final-. Los dos estamos más o menos en la misma posición.
– ¿Qué quieres decir? ¿Mujer policía y policía negro?
– No es eso. Se trata más bien de un tema de visión. En realidad, Hillier no nos ve a ninguno de los dos. Y puede aplicarse a todos los miembros de este equipo. No nos ve a ninguno, sólo ve cómo podemos ayudarlo o perjudicarlo. Nkata pensó en ello.
– Supongo que tienes razón.
– Así que nada de lo que diga o haga Hillier importa porque, al fin y al cabo, tenemos el mismo trabajo. La pregunta es: ¿estamos preparados para eso? Porque significa olvidarse de lo mucho que lo despreciamos y seguir con lo que mejor se nos da.
– Voto por eso -dijo Nkata-. Pero, Barbara, aun así mereces…
– Eh -le interrumpió-. Tú también.
Ahora bostezó abriendo mucho la boca y apoyó la espalda en la puerta recalcitrante del Mini. Había encontrado sitio para aparcar en Steeles Road, en la esquina con Eton Villas. Volvió caminado lentamente a la casa amarilla, encorvada para protegerse del viento frío que se había levantado a última hora de la tarde y siguió el sendero hasta su casa.
Dentro, encendió las luces, tiró el bolso de bandolera sobre la mesa y cogió la deseada lata de Heinz del armario. Sin miramientos vertió el contenido en una sartén. En otras circunstancias, hasta se habría comido las judías frías. Pero decidió que esa noche merecía un tratamiento completo. Metió el pan en la tostadora y sacó una Stella Artois de la nevera. Esa noche no le tocaba beber, pero había tenido un día complicado.
Mientras la comida se preparaba sola, fue a por el mando a distancia, que, como siempre, no encontró. Estaba buscando por entre las sábanas arrugadas del sofá-cama cuando alguien llamó a la puerta. Volvió la cabeza y vio por entre las persianas abiertas de la ventana dos formas imprecisas en el escalón de la entrada: una bastante pequeña, la otra más alta, las dos delgadas. Hadiyyah y su padre venían a visitarla.
Barbara abandonó la búsqueda del mando y abrió la puerta a sus vecinos.
– Justo a tiempo para un Especial Barbara -dijo-. Tengo dos tostadas, pero si os comportáis podemos dividirlas en tres trozos. -Abrió más la puerta para dejarles pasar, y volvió la cabeza para comprobar que había echado las bragas en el cesto de la ropa sucia en algún momento de las últimas cuarenta y ocho horas.
Como de costumbre, Taymullah Azhar sonrió cortésmente, pero con seriedad.
– No podemos quedarnos, Barbara. Será sólo un momento, si no te importa.
Sonó tan sombrío que Barbara miró con cautela al hombre y después a su hija. Hadiyyah tenía la cabeza gacha y las manos juntas detrás de la espalda. Algunos mechones de pelo se habían escapado de sus trenzas y le rozaban las mejillas, que estaban coloradas. Parecía que había llorado.
– ¿Qué pasa? ¿Algo va…? -Barbara sintió que se apoderaba de ella un terror procedente de una docena de fuentes distintas, ninguna de las cuales le importaba demasiado mencionar-. ¿Qué pasa, Azhar?
– ¿Hadiyyah? -dijo Azhar. Su hija lo miró implorante. El rostro del hombre permaneció implacable-. Hemos venido por una razón. Ya sabes cuál.
Haddiyah tragó saliva tan fuerte que Barbara la oyó. Se soltó las manos de la espalda y las extendió hacia ella. Tenía el CD de Bully Holly.
– Papá dice que tengo que devolvértelo, Barbara.
Ella lo cogió y miró a Azhar.
– Pero… Lo siento, pero ¿no está permitido o algo así? -Eso parecía improbable. Conocía un poco sus costumbres, y hacer regalos era una de ellas.