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La hermana de Helen, Penelope, que había venido volando desde Cambridge con su marido al lado, intentaba consolarlos después de preguntar ella misma:

– ¿Cómo está? Mamá, Dios mío, ¿cómo está? ¿Dónde está Cybil? ¿Daphne está viniendo?

Todas estaban viniendo, las cuatro hermanas de Helen, incluida Iris, que estaba de camino desde Estados Unidos.

Y la madre de Lynley venía desde Cornualles con su hijo pequeño, mientras que su hermana bajaba a toda velocidad desde Yorkshire.

Barbara pensó en la familia. Ni querían ni necesitaban que ella estuviera allí. Pero no podía marcharse.

Otros habían ido y venido: Winston Nkata, John Stewart, miembros del equipo, agentes de uniforme y de paisano con los que Lynley había trabajado a lo largo de los años. Pasaban policías de comisarías de todos los distritos de la ciudad. Todo el mundo, excepto Hillier, parecía haber hecho acto de presencia a lo largo de la noche.

La propia Barbara había llegado tras el peor de los trayectos posibles desde el norte de Londres. Al principio, en Wood Lane, su coche se había negado a arrancar y, aterrorizada, había ahogado el motor al intentar conseguir que aquel maldito trasto se pusiera en marcha. Había insultado al coche. Había jurado que convertiría el Mini en chatarra. Había estrangulado el volante. Había llamado pidiendo ayuda. Al fin, había logrado reanimar el motor y se había sentado sobre la bocina para apartar el tráfico.

Había llegado al hospital después de que hubieran informado a Lynley del estado de Helen. Había visto que el cirujano salía a buscarlo y lo había observado mientras recibía la noticia. «Lo está matando», había pensado.

Quiso acercarse a él, decirle que soportaría el peso con él, como amiga suya; pero sabía que no tenía derecho a hacerlo. Vio que Simón St. James se acercaba a él y esperó a que regresara con su esposa para compartir con ella lo que acababa de saber. Lynley y los padres de Helen desaparecieron con el cirujano, sabe Dios dónde, y Barbara comprendió que no podía seguirlos. Así que cruzó la sala para hablar con St. James. Éste la saludó con la cabeza, y ella le agradeció en silencio que no la excluyera o le preguntara por qué estaba allí.

– ¿Está muy mal? -preguntó.

St. James se tomó unos momentos. Por su cara, Barbara se preparó para oír lo peor.

– Le han disparado debajo del pecho izquierdo -dijo. A su lado, su mujer se apoyó en él, con la cara en su hombro mientras escuchaba con Barbara-. Según parece, la bala ha perforado el ventrículo izquierdo, la aurícula derecha y la arteria derecha.

– Pero no había sangre, casi no había sangre. -Deborah habló a través de la chaqueta que llevaba St. James, de su hombro, meneando la cabeza con incredulidad.

– ¿Cómo puede ser eso? -le preguntó Barbara a St. James.

– Sufrió un colapso pulmonar al instante -le dijo él-, así que la sangre comenzó a llenarle el resto de la cavidad del pecho.

Deborah se echó a llorar. Ni un gemido. Ni un lamento de dolor. Sólo un temblor corporal que incluso Barbara vio que se esforzaba al máximo por controlar.

– Le habrán introducido un tubo en el pecho cuando han visto la herida -le dijo St. James a Barbara-. Le habrán sacado la sangre. Un litro. Quizá dos. Habrán visto entonces que tenían que intervenir de inmediato.

– Es cuando la han operado.

– Le han suturado el ventrículo izquierdo, igual con la arteria y con el orificio de salida en el ventrículo derecho.

– ¿La bala? ¿Tenemos la bala? ¿Qué ha pasado con la bala?

– Estaba alojada debajo del omoplato derecho, entre la tercera y la cuarta costillas. Tenemos la bala.

– Entonces, si la han recuperado… -dijo Barbara-. Es una buena noticia, ¿verdad? ¿No es una buena noticia, Simón?

Entonces vio que St. James se retraía, a un lugar que no podía conocer o imaginar.

– Han tardado tanto en llegar a ella, Barbara.

– ¿Qué quieres decir? ¿Tanto? ¿Por qué?

St. James meneó la cabeza con incredulidad. Barbara vio (inexplicablemente) que se le nublaba el rostro. Y, entonces, no quiso escuchar el resto, pero ya se habían adentrado demasiado en aquellas aguas. La retirada no era una opción.

– ¿Ha perdido al bebé? -preguntó Deborah.

– Aún no.

– Gracias a Dios por eso, pues -dijo Barbara-. Entonces las noticias son buenas, ¿verdad? -repitió.

– Deborah, ¿quieres sentarte? -le dijo St. James a su mujer.

– Para ya.

Ella alzó la cabeza. Barbara vio que la pobre mujer tenía el aspecto de alguien que padece una enfermedad debilitadora, y se dio cuenta de que se sentía como si ella misma hubiera apretado el gatillo.

– Durante un rato -dijo St. James con una voz tan débil que Barbara tuvo que inclinarse sobre él para distinguir las palabras-, no le ha llegado oxígeno.

– ¿Qué quieres decir?

– No le ha llegado oxígeno al cerebro, Barbara.

– Pero ahora -dijo Barbara, insistiendo- está bien, ¿verdad? ¿Qué pasa ahora?

– Ahora está conectada a un respirador. Con fluidos, por supuesto. Con un monitor cardíaco.

– Bien. Eso está muy bien, ¿verdad? -Pensó que sin duda era estupendo, que había motivo para celebrarlo. Habían pasado un momento terrible, pero lo habían superado y todo iba a arreglarse.

– No hay actividad cortical -dijo St. James-. Y eso significa que…

Barbara se fue. No quería escuchar más. Escuchar más significaba saber, y saber significaba sentir, y eso era lo último, mierda, joder… Con la mirada clavada en el suelo, salió deprisa del hospital al aire frío de la noche y al viento, que le golpeó las mejillas tan por sorpresa que jadeó y alzó la vista y los vio allí congregados: los periodistas, los carroñeros. No había muchos, no tantos como había visto tras el cordón policial del túnel de Shand Street o al final de Wood Lane. Pero había suficientes; quiso abalanzarse sobre ellos.

– ¿Detective? ¿Detective Havers? ¿Unas palabras?

Barbara pensó que era alguien de dentro del hospital, que salía a buscarla con alguna noticia, así que se volvió. Pero era Mitchell Corsico y se acercaba a ella libreta en mano.

– Tiene que largarse de aquí -le dijo-. Sobre todo usted. Ya ha hecho suficiente.

El periodista frunció el ceño como si no acabara de comprender qué le estaba diciendo.

– No pensará… -Se calló un momento para reorganizar sus ideas-. Detective, ¿no pensará que esto tiene algo que ver con el artículo de The Source sobre el comisario?

– Ya sabe lo que pienso -dijo Barbara-. Apártese.

– Pero ¿cómo está? ¿Va a recuperarse?

– Que se aparte, joder -le gruñó-. O no respondo de las consecuencias.

Capítulo 29

Había que prepararlo todo, y se puso a ello con su cuidado habitual. Trabajó en silencio. Se descubrió sonriendo más de una vez. Incluso tarareó mientras medía la envergadura de un hombre adulto y, cuando cantó, lo hizo en voz baja porque hubiera sido una idiotez correr un riesgo estúpido e innecesario en ese punto. Escogió melodías de quién sabe quién y, cuando acabó entonando Nuestro Dios es una fortaleza poderosa, tuvo que reírse: la furgoneta era una fortaleza, en efecto; un lugar en el que estaría a salvo del mundo, pero donde el mundo nunca estaría a salvo de él.

Fijó el segundo grupo de ataduras de cuero enfrente de la puerta corrediza de la furgoneta. Utilizó un taladro y pernos para hacerlo y probó el resultado con el peso de su cuerpo, colgando de ellas como colgaría el observador, luchando y retorciéndose como haría el observador. Se quedó satisfecho con el resultado de sus esfuerzos y pasó a catalogar los suministros.

El cilindro del hornillo estaba lleno. La cinta aislante estaba cortada y colgaba a una distancia de fácil alcance. Las pilas de la linterna eran nuevas. Los instrumentos de liberación del alma estaban afilados y preparados para su uso.