El problema que tenía era que tanto Jack Veness como Robbie Kilfoyle parecían encajar mejor en el perfil. Aquello, a su vez, hizo que decidiera que tenía que examinar más detenidamente el documento del perfil psicológico que les habían entregado hacía unas semanas.
Estaba a punto de entrar en el despacho de Lynley para buscarlo cuando Mitchell Corsico apareció en el centro de coordinación, escoltado por un subalterno de Hillier a quien Nkata reconoció de una rueda de prensa. Corsico y el subalterno hablaron un momento con John Stewart, tras lo cual el subalterno se marchó a un lugar desconocido y el periodista se acercó con aire despreocupado a Nkata. Se sentó en una silla cerca de la mesa en la que estaba examinando sus notas.
– He hablado con mi jefe -le dijo Corsico-. Ha cancelado el artículo sobre St. James. Lo siento, sargento. Es mi próximo hombre.
Nkata lo miró con el ceño fruncido.
– ¿Qué? ¿Está loco? ¿Después de lo que ha pasado?
Corsico sacó una pequeña grabadora del bolsillo de la chaqueta y también una libreta, que abrió.
– Iba a escribir sobre el forense ese, el experto que trabaja con ustedes de colaborador externo de Scotland Yard. Pero los peces gordos de Farringdon Street han dado el visto bueno al proyecto. Vuelvo con usted. Escuche, sé que esto no le gusta, así que estoy dispuesto a transigir. Si me permite ir a hablar con sus padres, no incluiré la historia de Harold Nkata. ¿Le parece un buen trato?
Lo que le parecía era que Hillier y sus compinches de la DAP habían tomado aquella decisión y que se la habían trasladado a Corsico, quien seguramente ya le había insistido a su director sobre… ¿cómo lo llamaban?… el enfoque natural que tenía un artículo sobre Winston Nkata. Interés humano, así lo describirían, sin pensar en adonde los había llevado la última historia sobre interés humano.
– Nadie hablará con mi madre o mi padre -dijo Nkata-. Nadie sacará su foto en el periódico. Nadie irá a verlos a casa. Nadie entrará en su piso.
Corsico ajustó el volumen de su grabadora y asintió pensativamente.
– Pues eso nos lleva a Harold, ¿no? Tengo entendido que le pegó un tiro en la nuca a un tipo. Le hizo arrodillarse en la acera y le puso la pistola en la cabeza.
Nkata cogió la grabadora. La tiró al suelo y la aplastó con el pie.
– ¡Eh! -gritó Corsico-. Yo no soy responsable…
– Escúcheme -dijo Nkata entre dientes. Varias cabezas se giraron en su dirección, pero Nkata no hizo caso. Le dijo a Corsico-: Escriba su artículo. Con o sin mí, ya veo que está decidido a hacerlo. Pero si nombra a mi hermano en él, si sale la foto de mi madre o mi padre en el periódico, si dice una palabra sobre Loughborough Estate, iré a por usted, ¿entendido? Y espero que ya sepa lo suficiente sobre mí como para captar lo que quiero decir.
Corsico sonrió, sin inmutarse. A Nkata se le ocurrió que aquélla era la reacción que buscaba el periodista.
– Tengo entendido que su especialidad era la navaja automática, sargento -dijo-. Usted tenía… ¿Cuántos años? ¿Quince? ¿Dieciséis? ¿Le parecía que una navaja era menos rastreable que, digamos, una pistola como la que utilizó su hermano?
Esta vez, Nkata no mordería el anzuelo. Se puso en pie.
– No lo haré -lo elijo al periodista. So guardó un bolígrafo en el bolsillo de la chaqueta, antes de dirigirse al despacho de Lynley y dedicarse a lo que había pensado hacer.
Corsico también se levantó, quizá con la intención de seguirlo. Pero entonces Dorothea Harriman entró en la sala, miró a su alrededor buscando a alguien y eligió a Nkata.
– ¿Está la detective Havers…? -preguntó.
– Aquí no está -dijo Nkata-. ¿Qué pasa?
Harriman miró a Corsico antes de coger a Nkata del brazo.
– Si no le importa… Algunas cosas son personales -dijo la secretaria al reportero de manera significativa, y esperó a que se retirara al otro lado de la sala. Entonces, dijo-: Simón St. James acaba de llamar. El comisario se ha marchado el hospital. Tiene pensado ir a casa y descansar, pero el señor St. James cree que puede ser que venga aquí en algún momento del día. No está seguro de cuándo.
– ¿Vuelve al trabajo? -Nkata no podía creerlo.
Harriman negó con la cabeza.
– Si viene por aquí, el señor St. James cree que irá al despacho del subinspector. Cree que alguien tiene que… -Dudó; su voz era vacilante. Se llevó una mano a los labios y dijo con mayor decisión-: Cree que alguien tiene que estar preparado para cuidar de él cuando venga, sargento.
Barbara Havers esperó con impaciencia en la sala de interrogatorios de la comisaría de Holmes Street a que aparecía el abogado que representaba los intereses de Barry Minshall. Al entrar en comisaría, el agente comprensivo de la recepción le había echado un vistazo y preguntado:
– ¿Solo o con leche?
Justo después, Barbara estaba sentada con el café (con leche) delante de ella, y las manos en torno a una taza que tenía la forma de la caricatura del príncipe de Gales.
Bebía sin saborear demasiado el líquido. Su lengua decía «caliente, amargo». Eso era todo. Se miró las manos, vio que tenía los nudillos blanquísimos e intentó no agarrar tan fuerte la taza. No tenía la información que quería y no le gustaba no saber nada.
Había llamado a Simón y a Deborah St. James a la hora más razonable que pudo. Acabó escuchando el contestador, así que pensó que no habían abandonado el hospital en toda la noche o que habían regresado antes de que amaneciera, a la espera de más noticias sobre Helen. El padre de Deborah tampoco había i 011 (estado. Barbara se dijo que estaría paseando al perro. Cuando saltó el contestador, colgó sin dejar ningún mensaje. Tenían mejores cosas que hacer que llamarla para comunicarle las noticias, que quizá podría conseguir por otra vía.
No obstante, llamar al hospital resultó aún peor. Dentro, estaba prohibido usar el móvil, por lo que no tuvo más remedio que hablar con alguien encargado de dar información general, lo cual supuso no obtener ninguna información. Le dijeron que el estado de lady Asherton no había experimentado ningún cambio. Preguntó qué significaba eso. ¿Y qué había del bebé que llevaba dentro? No obtuvo respuesta a aquello. Una pausa, el ruido de papeles, y después:
– Lo siento muchísimo, pero el hospital no tiene permitido…
Barbara colgó a la voz comprensiva, principalmente por ser tan comprensiva.
Se dijo que el trabajo era el calmante, así que recogió sus cosas y salió de casa. En la parte de delante de la finca, sin embargo, vio que las luces del piso de la planta baja estaban encendidas. No se detuvo para preguntarse qué debería hacer. Al ver movimiento tras las cortinas que cubrían las cristaleras, cambió de dirección y se dirigió hacia ellas. Llamó a la puerta sin pensar; sólo sabía que necesitaba algo y que ese algo era contacto humano real, por muy breve que fuera.
Le abrió Taymullah Azhar, con una carpeta de papel manila en una mano y un maletín en la otra. Detrás de él, en algún lugar del piso, corría el agua y Hadiyyah cantaba, desentonando, pero qué más daba en realidad. «A veces lloro, a veces suspiro…»: Buddy Holly, reconoció Barbara. Cantaba True Love Ways. Le entraron ganas de echarse a llorar.
– Barbara -dijo Azhar-. Qué alegría verte. Estoy muy contento de… ¿Pasa algo? -Dejó el maletín en el suelo y la carpeta de papel manila encima. Cuando se volvió de nuevo hacia ella, Barbara estaba más calmada. Pensó que aún no tenía por qué saberlo necesariamente. Si no había hojeado el periódico y si no había puesto la radio ni visto los reportajes de televisión…
No podía hablar de Helen.
– Trabajo mucho. Una mala noche. No he dormido demasiado. -Recordó la ofrenda de paz que había comprado (le pareció que había pasado toda una vida) y buscó en el bolso hasta que la encontró: el truco del billete de cinco libras para Hadiyyah. Deja estupefactos a tus amigos. Asombra a tus parientes-. Le compré esto a Hadiyyah. Pensé que quizá querría probarlo. Necesitará un billete de cinco libras. Si tienes uno… No lo destrozará ni nada. Al menos cuando sepa hacerlo. Así que al principio supongo que podría utilizar otra cosa. Para practicar, ¿sabes?