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Azhar miró el truco de magia dentro del envoltorio de plástico y luego a Barbara.

– Eres muy buena -le dijo sonriendo-. Con Hadiyyah. Y para Hadiyyah. No te lo había dicho, Barbara, y te pido disculpas. Deja que la llame para que puedas…

– ¡No! -La intensidad de su palabra sorprendió a ambos. Se miraron algo confusos. Barbara sabía que había desconcertado a su vecino. Pero también sabía que no podía explicarle a Azhar que la amabilidad de sus palabras había sido como un golpe que de repente hizo que sintiera que estaba en peligro. No por las palabras en sí, sino por lo que su reacción le decía sobre ella.

– Lo siento -dijo Barbara-. Escucha, tengo que irme. Tengo mucho trabajo y estoy haciendo malabarismos para ocuparme de todo a la vez.

– Este caso.

– Sí. Vaya forma de ganarse la vida, ¿eh?

Azhar la observó, con sus ojos oscuros sobre piel de color pacana, completamente serio.

– Barbara… -dijo.

Ella le interrumpió:

– Hablamos más tarde, ¿vale? -A pesar de que necesitaba escapar de la amabilidad de su tono, alargó la mano y le cogió el brazo. A través de la manga de su camisa blanca e inmaculada, notó la calidez de su cuerpo y su fuerza nervuda-. Estoy muy contenta de que hayáis vuelto -dijo con voz apagada-. Nos vemos luego.

– Por supuesto -contestó.

Barbara se dio la vuelta para marcharse, pero sabía que Azhar la miraba. Tosió y comenzó a chorrearle la nariz. Pensó que se estaba derrumbando.

Y, luego, el maldito Mini no quería arrancar. Hipó y suspiró. Aquello le hablaba de arterias endurecidas por el aceite que no había cambiado en mucho tiempo en su sistema, y vio que desde las cristaleras Azhar seguía mirándola. Su vecino dio dos pasos hacia el exterior en su dirección. Barbara rezó, y el dios del transporte la escuchó. El motor al fin cobró vida con un rugido y salió hacia la calle dando marcha atrás por la entrada.

Barbara esperaba en la sala de interrogatorios a que Barry Minshall le diera una palabra: un sí era lo único que necesitaba de él. Un sí y se largaba de allí. Un sí y efectuaría una detención.

Al fin se abrió la puerta. Apartó hacia un lado la taza del príncipe de Gales. James Barty entró en la sala delante de su cliente.

Minshall llevaba las gafas de sol, pero por lo demás iba vestido estrictamente con la ropa de la cárcel. Barbara pensó que tendría que acostumbrarse a ella. Barry pasaría muchísimos anos entre rejas.

– El señor Minshall y yo aún estamos esperando noticias de la fiscalía -dijo su abogado a modo de observación introductoria-. La vista con el juez era…

– El señor Minshall y usted -dijo Barbara- deberían estar dando gracias al cielo porque aún le necesitemos por aquí. Cuando esté en prisión preventiva, seguramente verá que la compañía no es tan atenta como aquí.

– Hasta el momento hemos colaborado -dijo Barty-. Pero no puede esperar que sea una colaboración infinita, agente.

– No puedo ofrecerle ningún trato, y lo sabe -le dijo Barbara-. El T09 se está ocupando de la situación del señor Minshall. Su esperanza -esto se lo dijo al propio Minshall- es que esos chicos de las polaroids que encontramos en su piso disfrutaran tanto de la experiencia que no se les ocurra testificar contra usted ni contra nadie más. Pero yo no contaría con ello. Y, en cualquier caso, afrontémoslo, Bar. Aunque esos chicos no quieran comparecer en un juicio, usted sigue siendo la persona que entregó a un niño de doce años a un asesino, y va a pagar por ello. Yo en su lugar querría que la fiscalía y todos los demás implicados supieran que comencé a colaborar desde el momento en que la pasma me preguntó cómo me llamaba.

– Es usted quien cree que el señor Minshall entregó a un chico a alguien que lo asesinó -dijo Barty-. Nuestra postura nunca ha sido ésa.

– Bien -dijo Barbara-. Como ustedes quieran, pero la ropa se moja con independencia del programa de la lavadora que se seleccione.

Sacó del bolso la fotografía enmarcada que había cogido del piso número cinco de Walden Lodge. La dejó sobre la mesa a la que estaban sentados y la deslizó hacia Minshall.

Este bajó la cabeza. No le veía los ojos con las gafas de sol, pero se fijó en su respiración y le pareció que se esforzaba por controlarla. Quiso creer que aquello significaba algo importante, pero no quería adelantarse a los hechos. Dejó que el momento se eternizara mientras por dentro repetía una palabra: «Vamos, vamos, vamos».

Al final, Barry negó con la cabeza.

– Quítese las gafas -le dijo Barbara

– Ya sabe que la enfermedad de mi cliente hace que… -dijo Barty.

– Cállese. Barry, quítese las gafas.

– Mi vista…

– ¡Que se quite las gafas, cono!

Se las quitó.

– Ahora, míreme. -Barbara esperó a poder verle los ojos, tan grises que no tenían color. Quería leer en ellos la verdad, pero sobre todo quería verlos simplemente y hacerle saber que los veía-. Ahora mismo, nadie dice que usted entregara a chicos para que los mataran. -Notó que su garganta quería impedir que aquellas palabras salieran, pero se obligó a decirlas de todos modos, porque si la única manera de conseguir que Barry se moviera en la dirección que quería era mentir, engañar y adular, mentiría, engañaría y adularía como el que más-. No lo hizo con Davey Benton y no lo hizo con nadie más. Cuando dejó a Davey Benton con ese… con ese tipo, esperaba que el juego se desarrollara igual que siempre: seducción, sodomía, no sé qué… -Ellos no me dijeron lo que…

– Pero usted no quería que muriera. -Barbara intervino porque lo último que podía soportar era escuchar cómo justificaba, protestaba, negaba o excusaba. Tan sólo quería la verdad y estaba decidida a obtenerla antes de marcharse de la sala-. Que lo utilizaran, sí. Que algún tipo lo manoseara, incluso lo violara…

– ¡No! Nunca…

– Barry -dijo su abogado-. No tienes que… -Cállese. Barry, usted ofrecía a los chicos a esos canallas compañeros suyos de HYCE por dinero; pero el trato siempre era sexo, no asesinato. Quizás usted mismo se acostaba primero con los chicos, o quizá le excitaba tener a todos esos tipos dependiendo de usted para proporcionarles carne fresca. La cuestión es que usted no quería que muriera nadie. Pero eso es lo que pasó, y, o bien me dice que este tipo de la foto es el que se hacía llamar dos-uno-seis-cero, o salgo de esta sala y dejo que le encierren por todo, desde pedofilia a proxenetismo y asesinato. Así es. Le encerrarán, Barry, y no puede evitarlo. De usted depende hasta dónde quiere hundirse.

Barbara lo miraba fijamente a los ojos, y los ojos de Barry se movían frenéticos en las órbitas. Quería preguntarle cómo se había convertido en el hombre que era -qué fuerzas de su pasado le habían llevado a aquello-, pero no importaba. Abusos sexuales durante la infancia, tocamientos, violación y sodomía: los posibles motivos que lo hubieran convertido en un proxeneta malévolo eran ya agua pasada. Habían muerto unos chicos, y había que ajustar cuentas.

– Mire la foto, Barry -dijo Barbara.

El hombre volvió a mirarla y la observó detenidamente y sin prisas.

– No puedo estar seguro -dijo al fin-. Es antigua, ¿verdad? No lleva perilla. Ni siquiera bigote. Lleva… Tiene el pelo distinto.

– Tiene más, sí. Pero mire el resto. Mire sus ojos.

Barry volvió a ponerse las gafas. Cogió la fotografía.

– ¿Con quién está? -preguntó.

– Con su madre -contestó Barbara.

– ¿Dónde ha conseguido la foto?

– De su piso. En Walden Lodge. Justo en lo alto de la colina donde hallaron el cuerpo de Davey Benton. ¿Es éste el hombre, Barry? ¿Es el dos-uno-seis-cero? ¿Es el tipo al que entregó a Davey Benton en el hotel Canterbury?