Minshall dejó la fotografía en la mesa.
– No estoy…
– Barry -dijo Barbara-, mírelo bien.
Barry lo hizo. De nuevo. Barbara cambió el «vamos» por una plegaria.
Por fin, habló.
– Creo que sí -dijo Barry.
Barbara soltó el aire. «Creo que sí» no bastaría. «Creo que sí» no les daría una condena. Pero era suficiente como para montar una rueda de reconocimiento, y eso a ella ya le bastaba.
Su madre había llegado al fin a medianoche. Lo miró y abrió los brazos. No le preguntó cómo estaba Helen porque alguien la había localizado mientras venía de Cornualles y se lo había contado. Lo vio en su cara y por cómo su hermano se roía el dedo en lugar de acercarse a saludarlo.
– Hemos llamado a Judith enseguida. Llegará al mediodía, Tommy -fue lo único que logró decir.
Que su familia y la de Helen estuvieran juntas en el hospital para que no tuviera que enfrentarse a ello solo debería haberlo consolado, pero el consuelo era algo inconcebible; igual que ocuparse de cualquier necesidad biológica sencilla, desde dormir a comer. Todo eso parecía innecesario cuando su ser estaba centrado en un único puntito de luz en la noche de su mente.
En la cama de hospital, Helen era insignificante comparada con todas las máquinas que la rodeaban. Le habían dicho los nombres, pero sólo recordaba sus funciones: para respirar, para monitorear su corazón, para hidratar, para medir el oxígeno en sangre, para vigilar al feto. Aparte del zumbido de aquellos aparatos, en la habitación no se oía ningún otro sonido. Y fuera, el pasillo estaba en silencio, como si el propio hospital y todas las personas que había en su interior ya lo supieran.
No lloró. No se paseó. No intentó dar un puñetazo a la pared. Quizá por eso cuando amaneció y los encontró a todos aún dando vueltas por los pasillos del hospital, su madre insistió al final en que se marchara un rato a casa. A bañarse, ducharse, comer, lo que fuera, le dijo. No nos moveremos de aquí, Tommy. Peter y yo y todos los demás. Debes intentar cuidarte. Por favor, vete a casa. Puede ir alguien contigo si quieres.
Hubo voluntarios para acompañarlo: la hermana de Helen Pen, su hermano, St. James. Incluso el padre de Helen, aunque era fácil ver que el pobre hombre tenía el corazón destrozado y no sería de ayuda para nadie mientras su hija menor estuviera donde estaba… como estaba. Así que al principio había dicho que no, que se quedaría en el hospital. No podía dejarla, debían entenderlo.
Sin embargo, al final, en algún momento de la mañana, había consentido. Iría a casa a ducharse y cambiarse de ropa. ¿Cuánto podía tardar? Dos agentes le condujeron a través de un pequeño grupo de periodistas cuyas preguntas ni entendió ni tampoco escuchó muy bien. Un coche patrulla le llevó a Belgravia. Miró pasar las calles sin ánimo.
En casa, los policías le preguntaron si quería que se quedaran. Él contestó que no con la cabeza. Les dijo que podía arreglárselas. Tenía un mayordomo que vivía en la casa. Dentón se ocuparía de que comiera.
No les dijo que Dentón estaba disfrutando de unas vacaciones muy esperadas: luces brillantes y una gran ciudad, Broadway, rascacielos, teatro todas las noches. Así que les dio las gracias por las molestias y sacó las llaves mientras se alejaban con el coche.
La policía había estado allí. Vio los indicios en el trozo de cinta de la escena del crimen que aún colgaba de la barandilla del porche estrecho, en el polvo para huellas dactilares que aún cubrían la puerta. Deborah había dicho que no había sangre, pero vio una mancha en una de las baldosas de mármol blancas y negras que cubrían el escalón superior justo delante de la puerta. Qué cerca había estado de entrar.
Necesitó tres intentos para introducir la llave en la cerradura y, cuando logró completar toda la operación, se sintió mareado. Por alguna razón, esperaba que la casa estuviera distinta, pero no había cambiado nada. El último ramo de flores que Helen había arreglado había perdido algunos pétalos, que yacían sobre la mesa de marquetería de la entrada, pero eso era todo. El resto estaba tal como lo había visto la última vez: una de sus bufandas colgada de la barandilla de la escalera; una revista abierta sobre uno de los sofás del salón; su silla del comedor movida, que no había devuelto a su sitio la última vez que se había sentado en ella; una taza de té en el fregadero; una cuchara en la encimera; una carpeta de muestras de tejidos para el cuarto del bebé sobre la mesa. En algún lugar de la casa, seguramente estarían guardadas las bolsas con ropa del bautizo. Gracias a Dios, no sabía dónde.
Arriba, se puso debajo de la ducha y dejó que el agua le golpeara sin parar. Vio que no podía sentirla exactamente, e incluso cuando le dio en los ojos, no parpadeó ni sintió dolor, sino que revivió momentos concretos, implorando en silencio a un Dios, en el que no podía decir que creyera, que le diera la oportunidad de dar marcha atrás en el tiempo.
¿A qué día?, se preguntó. ¿A qué momento? ¿A qué decisión que los había conducido a todos a donde ahora se encontraban?
Se quedó en la ducha hasta que la caldera se quedó sin agua caliente. Cuando al fin salió, no tenía ni idea de cuánto tiempo había estado allí. Goteando y temblando, se quedó quieto sin secarse ni vestirse hasta que le castañetearon los dientes. No se sentía capaz de entrar en su dormitorio y abrir el armario y los cajones para sacar ropa limpia. Casi se le había secado el cuerpo cuando consiguió reunir la voluntad suficiente para coger una toalla.
Pasó al dormitorio. Era ridículo, pero cuando Dentón no estaba para meterles en cintura se comportaban como niños pequeños, así que la cama estaba mal hecha y, en consecuencia, en la almohada de Helen aún estaba impresa la forma de su cabeza. Se dio la vuelta y se obligó a ir hacia la cómoda. La foto de su boda le asaltó: el sol caluroso de junio, el perfume de las tuberosas, la música de violines de Schubert. Alargó la mano y dio un golpe al marco, que cayó boca abajo. Sintió una clemencia fugaz cuando la imagen de Helen desapareció y luego una angustia instantánea al no verla, así que lo levantó de nuevo.
Se vistió. Realizó el proceso con el mismo cuidado que ella habría empleado. Aquello le permitió pensar un instante en los colores y los tejidos, buscar unos zapatos y la corbata adecuada como si fuera un día normal y ella aún estuviera en la cama con una taza de té sobre el estómago, observándolo para comprobar que no metía la pata. Las corbatas eran el problema. Siempre lo habían sido. Tommy, cielo, ¿estás completamente seguro de llevar la azul?
Estaba seguro de muy pocas cosas. En realidad, sólo estaba seguro de una cosa, y era que no estaba seguro de nada. Llevó a cabo los movimientos sin ser plenamente consciente de estar realizándolos, así que se descubrió vestido al fin y mirándose en el espejo de la puerta del armario y preguntándose qué debía hacer.
Afeitarse, pero no podía. Ducharse ya le había costado mucho; la había etiquetado como «la primera ducha desde lo de Helen» y no podía hacer más. No podía poner más etiquetas porque sabía que su peso acabaría matándolo. La primera comida desde lo de Helen, el primer depósito de gasolina desde lo de Helen, la primera vez que el correo cae por la puerta, el primer vaso de agua, la primera taza de té. Era interminable y ya estaba sepultándole.
Salió de casa. Fuera vio que alguien -un vecino, lo más probable- había dejado un ramo de flores en la puerta: narcisos. Era la época. El invierno daba paso a la primavera, y él necesitaba detener el tiempo desesperadamente.
Cogió las flores. A Helen le gustaban los narcisos. Se los llevaría. «Eran tan alegres -diría-. Los narcisos, cariño, son flores intrépidas.»
El Bentley estaba donde Deborah lo había aparcado cuidadosamente y, cuando abrió la puerta, el olor de Helen le envolvió. Cítrico, y la tenía a su lado.
Se subió al coche y cerró la puerta. Apoyó la cabeza en el volante. Respiró superficialmente porque le pareció que si respiraba hondo, el olor se disiparía más deprisa, y necesitaba que la fragancia durara el máximo tiempo posible. No podía regular el asiento de la altura de Helen a la suya, ajustar los espejos, hacer nada que borrara su presencia. Y se preguntó cómo, si no podía hacer ni aquello, aquella cosa tan sencilla y esencial porque, por el amor de Dios, el Bentley ni siquiera era el coche que Helen cogía normalmente, así que qué más daba, cómo iba a superar lo que tenía que superar.