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No lo sabía. Operaba según comportamientos mecánicos que esperaba que lo llevaran de un momento al siguiente.

Lo cual significaba arrancar el coche, así que fue lo que hizo. Oyó que el Bentley susurraba al girar la llave y lo sacó marcha atrás del garaje como un hombre que realizara una operación de cirugía no invasiva.

Bajó despacio por las caballerizas y accedió a Eaton Terrace. Mantuvo los ojos alejados de la puerta de su casa porque no quería imaginar -y sabía que imaginaría, ¿cómo podría evitarlo?- lo que Deborah St. James había visto al doblar la esquina después de aparcar el coche.

Mientras conducía hacia el hospital, sabía que estaba siguiendo la misma ruta que había tomado la ambulancia para llevar a Helen a Urgencias. Se preguntó hasta qué punto había sido consciente de lo que sucedía a su alrededor: los gota a gota; el oxígeno sobre la nariz; Deborah en algún lugar cercano, pero no lo suficiente como aquellos que le auscultaban el pecho y decían que respiraba con dificultad por el lado izquierdo y que no entraba nada en un pulmón que ya había dejado de funcionar. Debía de estar en estado de choque. No lo sabría. Un momento y estaba en los escalones de delante de la casa, buscando la llave de la puerta, y al siguiente había recibido un disparo. A poca distancia, le habían dicho. A menos de tres metros, seguramente a metro y medio. Lo había visto y había visto dispararle, la sorpresa de verse vulnerable de repente.

¿La había llamado? Señora Lynley, ¿tiene un momento? ¿Condesa? Lady Asherton, ¿verdad? Y ella se habría dado la vuelta con esa risa suya incómoda, entrecortada. «¡Caray! Ese artículo estúpido del periódico. Fue todo idea de Tommy, pero supongo que colaboré más de lo que debía.»

Y, entonces, el arma: una pistola automática, un revólver, ¿qué importaba? Un movimiento lento y firme del gatillo, ese gran ecualizador que había entre ellos.

Le costaba trabajo pensar y aún más respirar. Golpeó el volante para obligarse a regresar al presente y no a los momentos ya vividos. Lo golpeó para distraerse, para infligirse dolor, para hacer lo que fuera que le impidiera hundirse bajo el peso de todo lo que le asaltaba, desde el recuerdo a la imaginación.

Sólo el hospital podía salvarlo, y se dirigió a toda velocidad hacia su refugio. Se abrió camino entre los autobuses y esquivó a ciclistas. Frenó ante una fila de escolares diminutos que esperaban en la acera para cruzar la calle. Pensó en su propio hijo (suyo y de Helen) al verlos: calcetines largos, rodillas llenas de costras y zapatitos en miniatura, un gorrito en la cabeza, una etiqueta con el nombre revoloteando en el cuello. La habrían escrito los maestros, pero él la habría decorado como le hubiera gustado. Habría elegido dinosaurios porque lo habrían llevado (él y Helen) al museo de historia natural un domingo por la tarde. Allí, se habría puesto boquiabierto y maravillado debajo de los huesos de un tiranosauro rex. «Mamá -habría dicho-. ¿Qué es? Es increíblemente grande, ¿verdad, papá?» Habría utilizado palabras como ésa: increíblemente. Habría sabido los nombres de las constelaciones, habría conocido la musculatura de un caballo.

En algún lugar, sonó una bocina. Despertó. Los niños habían cruzado la calle y seguían su camino, la cabeza inclinada y arrastrando los pies; tres adultos -uno delante, otro en medio, el último detrás- los vigilaban atentamente.

Eso era lo único que tenía que hacer, y había fracasado: vigilar atentamente. Pero en lugar de eso, había proporcionado un mapa a su propia puerta. Fotografías suyas. Fotografías de Helen. Belgravia. ¿Qué dificultad pudo haber? ¿Qué complicación habría sido incluso hacer unas preguntas por el barrio?

Le tocaba recoger los frutos de su arrogancia. «Hay cosas que no sabemos», había dicho el cirujano.

¿Pero puede decir…?

Hay pruebas para algunos estados, y para otros no las hay. Lo único que podemos hacer es una conjetura, una deducción basada en la información que tenemos sobre el cerebro. A partir de eso, podemos extrapolar. Podemos presentar los hechos tal como los conocemos y podemos decirle adonde pueden llevarnos estos hechos. Pero eso es todo. Lo siento. Ojalá hubiera más…

No podía. Pensar en ello, enfrentarse a ello, vivir con ello. Lo que lucia. I'.I horrible paso de los días. Una espada que le atravesaba el corazón, pero ni mortalmente, ni deprisa, ni con compasión. Primero sólo la punta, y luego un poco más a medida que los días se convertían en semanas y las semanas en los meses necesarios, mientras esperaba a que sucediera lo que ya sabía que era lo peor de todo.

Un ser humano puede adaptarse a lo que sea, ¿verdad? Un ser humano puede aprender a sobrevivir, porque mientras siga viva la voluntad de perdurar, la mente se amolda y le dice al cuerpo que haga lo mismo.

Pero no a esto, pensó. Nunca a esto.

En el hospital, vio que los periodistas se habían dispersado al fin. Aquélla no era una historia de veinticuatro horas al día siete días a la semana para ellos. El incidente inicial y su relación con la investigación de los asesinatos en serie los había movilizado al principio, pero luego sólo ficharían esporádicamente. A partir de entonces, se centrarían en el agresor y en la policía, con referencias pasajeras a la víctima e imágenes grabadas del hospital -un plano de alguna ventana, tras la cual, al parecer, languidecía la herida- si así lo exigían los productores. Pronto incluso eso sería considerado un refrito de una historia ya contada. Necesitarían algo nuevo y, si no tenía un enfoque distinto para esta situación, la pasaría al interior. La página cinco o seis debería servir. Después de todo, le habían sacado todo el jugo al tema: tenían la escena del crimen, una rueda de prensa del médico, una imagen suya -buena, bonita, un plano adecuado de la reacción- abandonando el hospital unas horas antes. También les darían el nombre del agente del departamento de prensa de la comisaría de Belgravia, así que eso era todo, en realidad. La historia podía escribirse sola. Había que pasar a otro tema. Tenían que preocuparse del número de ejemplares vendidos y de otras noticias de última hora que reafirmaran las ventas. Era un negocio, sólo un negocio.

Aparcó y se bajó del coche. Se dirigió hacia la entrada del hospital y lo que le esperaba dentro: la situación inalterada e inalterable, la familia, los amigos y Helen.

«Decide, Tommy cariño. Confío en ti plenamente. Bueno… excepto en el tema de las corbatas. Y es algo que siempre me ha extrañado porque, por lo general, eres un hombre con un gusto impecable.»

– Tommy.

Salió de sus pensamientos. Su hermana Judith se acercaba a él. Cada día se parecía más a su madre: alta, ágil y el pelo rubio y muy corto.

Vio que sujetaba un tabloide doblado, y más adelante pensaría que era esto lo que hizo que estallara. Porque no era la edición más reciente, sino aquella en la que había aparecido el artículo sobre él, su vida personal, su mujer y su casa. Y, de repente, lo que sintió fue una vergüenza tan grande que pensó que iba a ahogarse en ella y el único modo de salir a la superficie era ceder a la furia.

Le arrebató el tabloide.

– La hermana de Helen lo tenía dentro del bolso -dijo Judith-. Yo aún no lo había visto. De hecho, no sabía nada, así que cuando Cybil y Pen lo han mencionado… -Vio algo, sin duda, porque se puso a su lado y lo rodeó con el brazo-. No es eso -dijo-. No debes pensarlo. Si empiezas a creer…