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– Pero eso de la lealtad a Coloso te ha delatado. Tu propia lealtad no ha sido impecable precisamente, ¿verdad?

Ulrike sabía que Neil estaba esperando a que le pidiera que aclarara aquella afirmación y no iba a darle ese gusto.

– Neil, de vez en cuando todo el mundo se distrae un momento de su interés principal. Nadie en ningún nivel de administración espera que los demás sean tan estrechos de miras en el terreno de la lealtad.

– Lo cual es bueno para ti, supongo…, con los intereses secundarios que tienes.

– ¿Disculpo? -Quiso retirar la pregunta en el instante en que la hizo, pero era demasiado tarde porque Neil la agarró al vuelo como un pescador que mete en el cesto la trucha que ha picado.

– La discreción es la discreción. Lo cual es como decir que a veces la discreción no existe. No sirve, quiero decir. O no funciona quizá sería una forma de expresarlo mejor. Es una de esas situaciones tipo «los planes mejor trazados de ratones y hombres», ya me entiendes. Lo cual es como decir que cuando tienes pensado tirar piedras al tejado de alguien, siempre es buena idea que el tuyo sea de ladrillo. ¿Quieres que sea más directo, Ulrike, o entiendes lo que quiero decir? ¿Dónde está Griff, por cierto? Lleva un tiempo desaparecido, ¿verdad? ¿Es por consejo tuyo?

Bueno, ya habían llegado al tema, pensó Ulrike. Era momento de quitarse los guantes. Quizá ya era hora. Su vida personal no era asunto de Neil, pero iba a enterarse de que lo contrario no era el caso.

– Deshazte del abogado, Neil -le dijo-. No sé por qué lo has contratado y no quiero saberlo. Pero te digo que te deshagas de él ya y que hables con la policía.

El rostro de Neil cambió de color, pero por cómo movió el cuerpo supo que no estaba sonrojándose porque sintiera desconcierto o vergüenza.

– ¿Me estás diciendo que…?

– Sí. Así es.

– ¿Qué coño…? Ulrike, no puedes decirme… De todas las personas, tú…

– Quiero que colabores con la policía. Quiero que les digas dónde estabas los días que te pregunten. Si quieres ponértelo más fácil, puedes comenzar por contármelo a mí, y yo les transmitiré la información. -Cogió el bolígrafo y lo sostuvo sobre el papel en el que había creado la tabla de tres columnas-. Comenzaremos por septiembre. El día diez, para ser exactos.

Neil se levantó.

– Déjame ver eso. -Fue a coger la hoja. Ella puso el brazo encima-. ¿Tu nombre también está ahí? -le preguntó-. ¿O la coartada «estaba tirándome a Griff» va a servirte para responder cualquier pregunta que te hagan? Y, de todos modos, ¿cómo funciona esto, Ulrike? ¿Por un lado te follas a un sospechoso y por el otro haces de soplona de la pasma?

– Mi vida… -comenzó a decir, pero Neil la interrumpió.

– Tu vida. Tu vida -se mofó-. Siempre Coloso. Es lo que se supone que tiene que parecer, ¿verdad? Eres una mosquita muerta y, mientras tanto, ni siquiera te enteras cuando desaparece un chico. ¿Sabe eso la poli? ¿Y el consejo de administración? Porque creo que les interesará bastante, ¿no crees?

– ¿Me estás amenazando?

– Expongo un hecho. Tómatelo como quieras. Mientras tanto, no me digas cómo debo reaccionar cuando la poli se pone a hurgar en mi vida.

– ¿Eres consciente de la insubordinación…?

– ¡Vete a la mierda! -Se dirigió a la puerta. La abrió con violencia-. ¡Veness! -gritó-.Ven aquí, ¿quieres?

Entonces, Ulrike se levantó. Neil estaba rojo de furia y sabía que ella tenía el mismo color, pero aquello era intolerable.

– No te atrevas a dar órdenes a otros trabajadores -le dijo-. Si esto es un ejemplo de cómo acatas las órdenes de un superior, voy a tomar nota, créeme. Ya he tomado nota.

Neil se dio la vuelta.

– ¿De verdad piensas que me he creído que me considerabas para algo más que no fuera limpiarles el culo a estos chicos? ¡Jack! Ven aquí.

Jack llegó a la puerta.

– ¿Qué pasa? -dijo.

– Sólo quiero asegurarme de que sepas que Ulrike va a hablarle de nosotros a la policía. Yo ya he tenido una charla con ella y supongo que tú serás el siguiente de la lista.

Jack miró a Neil y después a Ulrike; luego bajó la vista a la mesa y a la hoja que había encima.

– Mierda, Ulrike -dijo con elocuencia.

– Ha encontrado una segunda vocación -dijo Neil. Movió la silla en la que se había sentado y la señaló-: Tu turno -le dijo a Jack.

– Basta -le dijo Ulrike-. Vuelve al trabajo, Jack. Neil está cediendo a su afición por los berrinches.

– Mientras Ulrike se ha pasado mucho tiempo cediendo a…

– ¡He dicho que basta! -Era momento de arrebatarle el control a aquel traidor. El único modo era hacer valer su autoridad, aunque eso significara que Neil cumpliera su amenaza y pusiera al corriente al consejo de administración de su lío con Griff-. Si queréis conservar vuestro empleo, os sugiero que os pongáis a trabajar -dijo-. Los dos.

– ¡Eh! -protestó Jack-. Yo sólo he venido…

– Sí, ya lo sé -dijo Ulrike con calma-. Lo digo sobre todo por Neil. Y lo que he dicho sigue valiendo, Neil. Haz lo que quieras, pero mientras tanto deshazte del abogado.

– Antes te veré en el infierno.

– Y eso hace que me pregunte qué estarás ocultando.

Jack miró a Ulrike, luego a Neil y, por último, otra vez a Ulrike.

– Joder -dijo, y se marchó.

– No olvidaré esto -fue el comentario final de Neil.

– Tampoco lo esperaba -fue el de Ulrike.

Nkata detestaba el momento, la actividad, y se detestaba a sí mismo: sentado al lado de Hillier ante un grupo de periodistas con las energías renovadas. No había nada como el drama de un trauma para motivarles. Nada como percatarse de ese trauma y ponerle un rostro para ganarse la comprensión momentánea de la Met.

Sabía que eso era lo que pensaba el subinspector Hillier mientras sorteaba sus preguntas después de hacer su declaración. La conducta del subinspector parecía sugerir que por fin tenían a la prensa donde querían. Iban a pensárselo dos veces antes de echarse encima de la Met mientras la esposa de un policía luchaba por salvar la vida en el hospital.

Sólo que no estaba luchando por salvar la vida. No estaba luchando por nada porque ya no existía.

Nkata estaba inmóvil. No prestaba atención a lo que se decía, pero sabía que a Hillier ya le iba bien. Sólo tenía que parecer feroz y preparado. No le pedirían más. Se detestaba a sí mismo por obedecer.

Lynley había insistido. Nkata le había sacado del despacho del subinspector agarrándole de los hombros con un abrazo de insistencia, pero también de devoción. En ese instante, supo que haría cualquier cosa por aquel hombre. Y se sorprendió, porque durante años se había dicho que lo único importante en su vida era triunfar. Haz el trabajo, y deja que todo lo demás te resbale porque no importa lo que piense la gente. Sólo importa lo que sabes y quién eres.

Parecía que Lynley comprendía aquello sobre él sin que nunca hubieran hablado del tema. Y siguió comprendiéndolo incluso con todo lo que estaba pasando.

Nkata le había sacado del despacho de Hillier. Al salir, oyó que el subinspector marcaba un número de teléfono. Creyó que Hillier intentaba llamar a seguridad para que acompañaran a Lynley fuera del edificio, así que se dirigió hacia un lugar en el que seguramente no mirarían: la biblioteca en el piso doce del edificio, con sus majestuosas vistas de la ciudad y el silencio en el que Lynley le había dicho lo peor.

Y, de hecho, lo peor no era que la mujer del comisario estuviera muerta. Lo peor era lo que le pedían.

– Las máquinas pueden mantenerla meses respirando -le había dicho sin ánimo, mientras miraba por la ventana-. El tiempo suficiente como para que dé a luz a un… -Se calló. Se frotó los ojos. Mientras estaba allí de pie, Nkata pensó que «Esto es un infierno» era una expresión muy común. Sin embargo, se dio cuenta de que aquello sí era un auténtico infierno. No era una metáfora, sino la realidad-. No hay modo alguno de evaluar el daño cerebral exacto que ha sufrido el bebé. Está ahí. Pueden estar… ¿cómo era?… seguros en un noventa y cinco por ciento, porque Helen no recibió oxígeno suficiente durante veinte minutos o más, y si eso le destrozó el cerebro a ella, es lógico pensar que…