– ¿Y? -le dijo Azhar a su hija sin responder a la pregunta de Barbara-. Hay más, ¿verdad?
Hadiyyah bajó la cabeza de nuevo. Barbara vio que le temblaban los labios.
– Hadiyyah -dijo su padre-, no quiero pedirte…
– Mentí -soltó la niña-. Mentí a mi padre y lo ha descubierto y tengo que devolverte esto en consi… en con… en consecuencia. -Levantó la cabeza. Se había echado a llorar-. Pero gracias, porque me ha encantado. Sobre todo, me ha gustado Peggy Sue. -Entonces, giró sobre sus talones y se fue corriendo, hacia la parte delantera de la casa. Barbara la oyó sollozar. Miró a su vecino.
– Escucha, Azhar -dijo-. Es todo culpa mía. No tenía ni idea de que Hadiyyah no podía ir a Camden High Street. Y ella no sabía adonde íbamos cuando nos marchamos. Fue una especie de broma. Estaba escuchando un grupo de pop y yo me metí con ella y cuando ella se puso a decir lo bueno que era yo decidí enseñarle qué es el rock and roll de verdad y la llevé al Virgin pero no sabía que lo tenía prohibido y ella no sabía adonde íbamos. -Barbara se quedó sin respiración. Se sentía como una adolescente a la que han pillado volviendo a casa después del toque de queda. No le gustó mucho. Se tranquilizó y dijo-: Si hubiera sabido que le tenías prohibido ir a Camden High Street, jamás la habría llevado. Lo siento en el alma, Azhar. No me lo dijo enseguida.
– Y por ese motivo estoy enfadado con Hadiyyah -dijo Azhar-. Tendría que habértelo dicho.
– Pero ya te he contado que no sabía adonde íbamos hasta que llegamos.
– Y cuando llegasteis, ¿llevaba una venda en los ojos?
– Claro que no. Pero ya era demasiado tarde. No le di la oportunidad de decir nada precisamente.
– Haddiyah no debería necesitar que la invitaran a ser sincera.
– Vale, estoy de acuerdo. Pasó y no volverá a repetirse. Al menos deja que se quede con el CD.
Azhar apartó la mirada. Sus dedos oscuros -tan delgados que parecían de mujer- se movieron debajo de la chaqueta elegante hasta el bolsillo de su prístina camisa blanca. Tocaron algo y sacaron un paquete de cigarrillos. Cogió uno sacudiendo la cajetilla, pareció pensar qué hacer y luego le ofreció el paquete a Barbara. Ella lo consideró una buena señal. Sus dedos se rozaron al coger el cigarrillo, y Azhar encendió una cerilla que compartió con ella.
– Quiere que dejes de fumar -le dijo Barbara.
– Ella quiere muchas cosas. Como todos.
– Estás enfadado. Entra. Hablemos de ello.
Se quedó donde estaba.
– Azhar, escucha. Sé qué te preocupa, Camden High Street y todo eso. Pero no puedes protegerla de todo. Es imposible.
El negó con la cabeza.
– No busco protegerla de todo. Sólo quiero hacer lo correcto. Pero me doy cuenta de que no siempre sé qué lo es.
– Ir a Camden High Street no va a corromperla. Y Buddy Holly… -aquí Barbara hizo un ademán con el CD- tampoco va a corromperla.
– No es ni Camden High Street ni Buddy Holly lo que me preocupa -dijo Azhar-. Es la mentira, Barbara.
– De acuerdo. Lo entiendo. Pero sólo fue una mentira por omisión. Simplemente no me lo dijo cuando podría habérmelo dicho. O debería habérmelo dicho. O lo que sea.
– El tema no es ése.
– ¿Cuál es, entonces?
– Me ha mentido, Barbara.
– ¿Sí? ¿Sobre…?
– Y no voy a tolerarlo.
– Pero ¿cuándo? ¿Cuándo te ha mentido?
– Cuando le pregunté por el CD. Me dijo que se lo habías dado tú…
– Azhar, es verdad.
– Pero no incluyó la información sobre de dónde había salido. Eso se le escapó mientras hablaba de los CD en general. Sobre cuántos había para escoger en el Virgin.
– Maldita sea, Azhar, eso no es una mentira, ¿verdad?
– No. Pero negar con rotundidad haber ido al Virgin, sí. Y es algo que no voy a tolerar. Hadiyyah no empezará a hacerme eso. No empezará a mentir. No lo hará. A mí, no. -Su voz estaba tan controlada y tenía las facciones tan rígidas que Barbara se dio cuenta de que estaban hablando de algo más que del primer acto de manipulación por parte de su hija.
– De acuerdo -dijo-. Lo entiendo. Pero parece destrozada. Lo que sea que querías que viera, ya lo ha captado.
– Eso espero. Debe aprender que las decisiones que toma tienen consecuencias y debe aprenderlo desde pequeña.
– Estoy de acuerdo, pero… -Barbara dio una calada al cigarrillo antes de tirarlo al escalón de la entrada y apagarlo con el pie-. Me parece que hacer que admita su equivocación así, en público, ya es suficiente castigo. Creo que deberías dejar que se quedara con el CD.
– Ya he decidido las consecuencias.
– Pero puedes ceder, ¿no?
– Si cedes demasiado, acabas cayendo en tus propias contradicciones -dijo.
– ¿Qué pasa entonces? -le preguntó Barbara. Cuando no respondió, le dijo suavemente-: Que Hadiyyah mienta… En realidad el tema no es ése, ¿verdad, Azhar?
– No consentiré que empiece -contestó él, y retrocedió, dispuesto a marcharse. Añadió educadamente-: Ya te he apartado bastante de tu tostada. -Y regresó a la parte delantera de la finca.
Por mucho que hubiera hablado con Barbara Havers y que ésta le hubiera tranquilizado sobre el tema, Winston Nkata no se sentía cómodo con el rango de sargento. Había pensado que sí se sentiría mejor (eso era lo terrible), pero no, y a lo largo de casi toda su carrera esa comodidad que buscaba en su trabajo no se había materializado.
Cuando comenzó en la policía, eso no le ocurría. Pero al poco tiempo la realidad de ser un poli negro en un mundo dominado por hombres blancos empezó a calar. Al principio lo notó en la cantina, en las miradas que se posaban en él furtivamente y que luego se deslizaban hacia otra persona; luego lo percibió en las conversaciones, en cómo sus compañeros se volvían un poco más prudentes cuando se unía a ellos. Después, fue la forma en que lo saludaban: con un poquito más de cordialidad que la que dispensaban a los polis blancos cuando se sentaba con un grupo a una mesa. Odiaba ese esfuerzo deliberado que hacía la gente para parecer tolerante cuando le tenían cerca. El mero acto de tratarle diligentemente como uno de ellos hacía que sintiera que lo último que sería jamás era uno de ellos.
Al comienzo, se dijo a sí mismo que eso tampoco era lo que quería. Ya era bastante duro que por Loughborough Estate oyera que lo llamaban «mono de mierda». Sería mucho peor si al final acababa formando parte del establishment blanco. Aun así, no soportaba que su propia gente lo considerara un farsante. Si bien tenía presente la advertencia de su madre sobre «que un ignorante te llame burro no te convierte en un burro», le resultaba cada vez más complicado mantenerse en la dirección que quería seguir. En su barrio eso significaba ir y volver al piso de sus padres y a ningún sitio más. Si no, significaba ascender en su carrera.
– Tesoro, cielo -le había dicho su madre cuando la telefoneó para contarle la noticia de su ascenso-. No importa lo más mínimo por qué te han ascendido. Lo que importa es que lo han hecho y ahora el camino está abierto. Recórrelo. Y no mires atrás.
Pero no podía, así que siguió agobiándole que el subinspector Hillier se hubiera fijado en él de repente cuando antes sólo había sido para ese hombre una cara que veía al pasar y a la que no habría podido poner un nombre aunque su vida hubiera dependido de ello.
Sin embargo, había mucho de verdad en lo que su madre le había dicho. Recorrer el camino. Tenía que aprender a hacerlo. Y ese tema del camino se aplicaba a más de un aspecto de su vida. En eso se quedó pensando cuando Barb Havers se marchó.
Miró por última vez las fotografías de los chicos muertos antes de irse también de Scotland Yard. Lo hizo para recordarse que eran jóvenes -muy jóvenes- y que, como consecuencia de su origen racial, tenía obligaciones que iban más allá de simplemente llevar al asesino ante la justicia.