Daphne, la última en llegar, se acercó a él. Le dijo que Gianfranco también había querido venir. No obstante, tendrían que haber dejado a los niños con…
– Daph, no pasa nada -dijo Lynley-. Helen no habría querido… Gracias por venir.
Le brillaron lo ojos -oscuros como los de Helen, y entonces pensó en lo mucho que Helen se parecía a su hermana mayor-, pero no lloró.
– Me han contado lo de… -dijo.
– Sí -contestó él.
– ¿Qué vas a…?
Lynley meneó la cabeza. Ella le tocó el brazo.
– Dios santo -dijo Daphne.
Lynley se acercó a su madre. Su hermana Judith le hizo sitio en el sofá.
– Ve a casa, si quieres. No hace falta que te quedes aquí hora tras hora, madre. La habitación de invitados está libre. Denton está en Nueva York, así que no estará para hacerte la comida, pero puedes… en la cocina… Sé que hay algo. Nos las hemos arreglado solos, así que en la nevera hay cartones…
– Estoy bien -murmuró lady Asherton-. Todos estamos bien, Tommy. No necesitamos nada. Hemos ido a la cafetería. Y Peter nos ha traído café a todos.
Lynley miró a su hermano menor. Vio que Peter seguía sin poder mirarlo más de un segundo. Lo entendía. Ojos y ojos que veían y reconocían. El mismo apenas podía soportar el contacto.
– ¿Cuándo llega Iris? -preguntó Lynley-. ¿Lo sabe alguien?
Su madre negó con la cabeza.
– Está en medio de la nada. No sé cuántos vuelos tenía que coger ni si los ha cogido ya. Lo único que le ha dicho a Penelope es que estaba de camino y que llegaría lo antes posible. Pero ¿cómo se llega de Montana a aquí? Ni siquiera estoy segura de dónde está Montana.
– En el norte -dijo Lynley.
– Va a tardar una eternidad.
– Bueno. No importa, ¿verdad?
Su madre le cogió la mano. La de ella era cálida, pero estaba bastante seca y le pareció una combinación improbable. También era suave, lo cual también era extraño porque le encantaba trabajar en el jardín y jugaba a tenis siempre que el tiempo de Cornualles lo permitía, todas las estaciones del año, así que ¿por qué aún tenía las manos suaves? Y, por el amor de Dios, ¿qué importaba eso?
St. James se acercó a él mientras Deborah los miraba desde el otro lado de la habitación.
– Ha venido la policía, Tommy -le dijo su viejo amigo. Miró a la madre de Lynley y después dijo-: ¿Quieres que…?
Lynley se levantó. Fue el primero en salir al pasillo. «Lo peor significa lo peor», oyó en algún lugar. ¿Una canción?, se preguntó. No, no podía ser.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– Han determinado adonde fue después de dispararla. No de dónde venía, aunque están trabajando en ello, sino adonde fue. Adonde fueron, Tommy.
– ¿Fueron?
– Parece que pudieron ser dos. Dos hombres, creen. Había una anciana paseando a su perro por el extremo norte de West Eaton Place. Acababa de doblar la esquina de Chesham Street. ¿Sabes dónde quiero decir?
– ¿Qué vio?
– De lejos, a dos individuos que doblaban la esquina de Eaton Terrace corriendo. Parece que la vieron y se escondieron en las caballerizas de West Eaton Place. Había un Range Rover aparcado junto al muro de ladrillo. Tiene una abolladura en el capó. La policía de Belgravia cree que estos tipos, individuos, lo que sean, se subieron al Range Rover para saltar al jardín del otro lado del muro de ladrillo. ¿Sabes dónde digo, Tommy?
– Sí. -Detrás del muro, una hilera de jardines -cada uno delimitado por otro muro de ladrillo- comprendía la parte trasera de las casas de Cadogan Lane, que también era una calle de antiguas caballerizas de las muchas que había en la zona. En su día habían sido establos de fincas suntuosas cercanas, y en la actualidad eran casas rehabilitadas a partir de los garajes, que también habían sido reformados a partir de los establos. Era una zona complicada de calles y caballerizas. Allí cualquiera podía desaparecer, o escapar, o lo que fuera.
– No es lo que parece, Tommy -dijo St. James.
– ¿Por qué? -preguntó Lynley.
– Porque una au pair de Cadogan Lane también denunció un robo, poco después de que Helen… Poco después. La hora siguiente. La están interrogando. Estaba en casa cuando entraron a robar.
– ¿Qué saben?
– Por ahora, sólo acerca del robo. Pero si está relacionado, y por Dios, tiene que estarlo, y quienquiera que entró a robar salió por la puerta delantera de la casa, habrá más buenas noticias. Porque una de las mayores casas de Cadogan Lane tiene dos cámaras de circuito cerrado instaladas en la parte de delante.
Lynley miró a St. James. Deseaba con todas sus fuerzas que le importara, ya que sabía lo que significaba: si el ladrón de la au pair había salido en esa dirección, existía la posibilidad de que las cámaras de circuito cerrado lo hubieran grabado. Y si lo habían grabado, estaban más cerca de llevarlo ante la justicia, lo cual no era suficiente y ¿qué importaba al fin y al cabo?
Sin embargo, Lynley asintió. Era lo que se esperaba de él.
– ¿La casa de la au pair? -dijo St. James.
– Hum. Sí.
– Se encuentra a bastante distancia de donde estaba el Range Rover, en las caballerizas, Tommy.
Lynley se esforzó por pensar qué significaba aquello. No se le ocurrió nada.
St. James continuó:
– Quizás haya ocho jardines, tal vez menos; pero en esa ruta hay varios, lo que significa que quien saltara el muro por donde estaba el Range Rover tuvo que seguir saltando muros. Así que la policía de Belgravia está examinando todos los jardines. Habrá pruebas.
– Comprendo -dijo Lynley.
– Tommy, darán con algo. No tardarán mucho.
– Sí -dijo Lynley.
– ¿Estás bien?
Lynley se planteó la pregunta. Miró a St. James. De acuerdo. ¿Qué significaba en realidad?
Se abrió la puerta y Deborah se acercó a ellos.
– Debes irte a casa -le dijo Lynley-. No puedes hacer nada.
Sabía cómo había sonado aquello. Sabía que Deborah lo malinterpretaría, que oiría la culpa, que estaba allí, pero que no iba dirigida a ella. Verla le recordaba que era la última persona que había estado con Helen, la última que había hablado con ella, reído con ella. Y era eso lo que no podía soportar, igual que antes había sido incapaz de tolerar «lo primero» de nada.
– Si es lo que quieres. Si va a ayudarte, Tommy.
– Me ayudará -dijo.
Ella asintió y fue a por sus cosas.
– Voy con ella -le dijo Lynley a St. James-. ¿Quieres venir? Sé que no la has…
– Sí -dijo St. James-. Me gustaría, Tommy.
Así que fueron con Helen, empequeñecida en la cama por todas las máquinas que la mantenían funcionando como un útero. Le pareció una estatua de cera; era Helen, sí, pero no lo era ni volvería a serlo. Mientras que dentro de ella, dañado más allá de la esperanza o la recuperación, pero quién sabía hasta qué punto…
– Quieren que decida -dijo Lynley. Tomó la mano sin vida de su mujer. Cerró sus dedos flácidos en la palma de su mano-. No puedo soportarlo, Simón.
Winston condujo, y Barbara Havers se lo agradeció. Después de un día en el que había decidido no pensar en lo que sucedía en el hospital Saint Thomas, se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago al conocer las noticias sobre Helen Lynley. Ya sabía que el pronóstico sería nefasto. Pero se había dicho que la gente sobrevivía a disparos todo el tiempo y, con lo avanzada que estaba la medicina, las opciones de Helen tenían que ser buenas. Pero hoy en día no había ningún avance en medicina que compensara un cerebro falto de oxígeno. Un cirujano no entraba en el quirófano y reparaba el daño como el Mesías, colocando las manos sobre un leproso. No había vuelta atrás literalmente una vez que se aplicaba a una situación la palabra «vegetativo»; así que Barbara se encorvó contra la puerta del coche de Winston Nkata y apretó los dientes tan fuerte que notaba el pulso en la mandíbula y, cuando llegaron a su destino en la oscuridad, le dolía.