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Mientras Nkata aparcaba el coche con su precisión casi científica, Barbara pensó que era curioso que nunca hubiera pensado que en la City vivía gente. Trabajaban allí, cierto. Iban a espectáculos en el Barbican. Los turistas visitaban la catedral de Saint Paul's, pero fuera de horas se suponía que aquel lugar era una ciudad fantasma.

No era el caso de la esquina de Fann Street con Fortune Street. Aquí, Peabody Estate daba la bienvenida a sus residentes al final de la jornada, una agradable zona de categoría con bloques de pisos que daban a un jardín perfectamente cuidado con rosales podados para el invierno, arbustos y césped.

Habían telefoneado primero. Habían decidido que con éste irían por la puerta de atrás, no al estilo tropas de asalto, sino con un enfoque de colegas. Había que comprobar datos, y a eso habían ido.

– ¿Cómo está la esposa del comisario Lynley? -fue lo primero que les dijo Hamish Robson cuando abrió la puerta-. I le visto las noticias. Al parecer, tienen un testigo. ¿Lo sabían?

También hay algún tipo de grabación, aunque no sé de dónde. Dicen que es probable que emitan unas imágenes…

Les había abierto la puerta con guantes de goma, lo cual les resultó extraño hasta que los condujo a la cocina, donde estaba fregando los platos. Parecía que era una especie de cocinero gourmet, porque había una cantidad enorme de ollas y sartenes sobre la encimera, y platos, cubiertos y vasos como mínimo para cuatro personas secándose en el escurridor. En el fregadero había un montón de espuma. Aquello parecía el plato de un anuncio de Fairy.

– Está clínicamente muerta -dijo Winnie. Barbara se sentía incapaz de utilizar aquel término-. La tienen conectada a las máquinas porque está embarazada. ¿Sabía que estaba embarazada, doctor Robson?

Robson había hundido las manos en el fregadero, pero las sacó y las apoyó en el borde del mismo.

– Lo siento muchísimo. -Parecía sincero. Quizá lo era a cierto nivel. Había gente a la que se le daba bien crear compartimentos para las distintas partes de su persona-. ¿Cómo está el comisario? Habíamos quedado en vernos el día… el día que pasó todo esto. No apareció.

– Intenta sobrellevarlo -dijo Winston.

– ¿Cómo puedo ayudar?

Barbara sacó el perfil del asesino en serie que Robson les había dado.

– ¿Podemos…? -dijo, y señaló una elegante mesa de cromo y cristal que separaba el comedor de la cocina.

– Por supuesto -dijo Robson.

Barbara dejó el informe sobre la mesa y retiró una silla.

– ¿Se sienta con nosotros? -le dijo.

– ¿Les importa que siga fregando los platos? -dijo Robson.

Barbara miró a Nkata, quien se había acercado a la mesa. Este se encogió de hombros mínimamente.

– Por qué no -dijo Barbara-. Podemos hablar desde aquí.

Se sentó. Winston también. Ella le cedió la palabra.

– Hemos revisado el perfil psicológico por segunda y tercera vez -le dijo a Robson, que se puso a fregar una olla que sacó de entre la espuma. Llevaba una chaqueta de punto y no se había molestado en arremangarse, así que allí donde terminaban los guantes, el agua le había empapado la lana del suéter-. También he echado un vistazo a algunas de las notas manuscritas del jefe. Tenemos informaciones contradictorias. Queríamos comprobarlo con usted.

– ¿Qué clase de información contradictoria? -A Robson le brillaba la cara, pero Barbara lo atribuyó al agua caliente.

– Déjeme que lo exprese así -dijo Nkata-. ¿Por qué concluyó que la edad del asesino en serie se situaba entre los veinticinco y los treinta y cinco años?

– Estadísticamente hablando… -comenzó a decir Robson, pero Nkata le interrumpió.

– Más allá de las estadísticas. Los West no habrían encajado en esa parte de la descripción estadística. Y eso sólo para empezar.

– Nunca será infalible, sargento -le dijo Robson-. Pero si tiene dudas sobre mi análisis, le sugiero que le encargue a alguien que elabore otro. Encárgueselo a un estadounidense, a un psicólogo del FBI. Apuesto a que los resultados, el informe que le dé, serán prácticamente iguales.

– Pero este informe… -Nkata lo señaló y Barbara se lo pasó desrizándolo por la mesa-. A ver, en realidad, lo único que tenemos es su palabra de que es auténtico. ¿No es así?

Las gafas de Robson parpadearon bajo las luces del techo mientras miraba de Nkata a Barbara.

– ¿Qué motivos tendría para no contarles más que la verdad de lo que vi en los informes policiales?

– Esa -dijo Nkata, levantando un dedo para enfatizar sus palabras- es una pregunta excelente, sí.

Robson siguió lavando los platos. No parecía que la olla que estaba fregando necesitara tanta atención.

– ¿Por qué no viene a la mesa, doctor Robson? -le dijo Barbara-. Será más fácil hablar.

– Los platos… -dijo.

– Sí, lo entendemos. Sólo que hay un montón de cosas por lavar, ¿no? ¿Viviendo usted solo? ¿Qué se ha hecho para cenar?

– Tengo que admitir que no friego los platos todas las noches.

– Esas ollas no parecen usadas. Quítese los guantes y siéntese con nosotros, por favor. -Barbara se dirigió a Nkata-. Habías visto alguna vez, a un tipo que se pusiera guantes para fregar los platos, Winnie? Las mujeres sí se los ponen, a veces. Yo me pongo, pues soy una mujer. Debo cuidarme la manicura. Pero ¿los tíos? ¿Por qué crees que…? Ah. Gracias, doctor Robson. Así es más cómodo.

– Es para protegerme un corte -dijo Robson-. No es ilegal, ¿verdad?

– Tiene un corte -le dijo Barbara a Nkata-. ¿Cómo se lo hizo, doctor Robson?

– ¿Qué?

– El corte. Echémosle un vistazo, por cierto. El sargento Nkata es todo un experto en cortes, como seguramente verá por su cara. Se hizo… ¿Cómo se hizo esa cicatriz tan impresionante, sargento?

– En una pelea con navajas -dijo Nkata-. Bueno, yo llevaba una navaja. El otro tipo, una cuchilla.

– Qué pupa -dijo Barbara, y de nuevo a Robson-: ¿Cómo ha dicho que se hizo el suyo?

– No lo he dicho. Y no estoy seguro de si es asunto suyo.

– Bueno, no ha podido hacérselo podando rosales porque ya ha pasado la época, ¿verdad? Así que ha tenido que ser otra cosa. ¿Qué?

Robson no dijo nada, pero tenía las manos bien visibles y lo que había en ellas no era en absoluto un corte, sino un arañazo; varios arañazos, de hecho. Parecían profundos y estaban infectados, posiblemente, pero se estaban curando y la piel era nueva y rosada.

– No entiendo por qué no me contesta, doctor Robson. ¿Qué sucede? ¿Le ha mordido la lengua el gato?

Robson se pasó la lengua por los labios. Se quitó las gafas y las limpió con un trozo de tela que sacó de su bolsillo. No tenía un pelo de tonto; al menos algo habría aprendido de sus años tratando con delincuentes psicóticos.

– Verá -le dijo Nkata al hombre-, tal como lo vemos la detective y yo, sólo hay una cosa que nos dice que su informe no es un cuento chino, y es su palabra, ¿entendido?

– Como ya he dicho, si no me creen…

– Y nos hemos dado cuenta, la detective y yo, de que hemos seguido muchas pistas a la vez buscando a alguien que encajara en este perfil. Pero ¿qué pasa (es lo que hemos pensado la detective y yo, porque de vez en cuando pensamos, ¿sabe?) si el tipo al que buscamos en realidad tuviera un modo de hacernos creer que estamos buscando a otra persona? ¿Si nos hubieran…? -Se volvió hacia Barbara-: ¿Cómo era la palabra, Barb?