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Los gusanos comían. Era lo que hacían los gusanos. Se movían únicamente por instinto, y su instinto era comer hasta que se metamorfoseaban en moscas. Moscardas, moscas azules, tábanos, moscas comunes. Daba igual. Simplemente tenía que esperar a que pasara el periodo de comer, y luego el gusano lo dejaría en paz.

Excepto que siempre cabía la posibilidad de que este gusano en concreto fuera una aberración, ¿no?, una criatura que nunca echaría alas; en cuyo caso, tenía que deshacerse de él.

Sin embargo, no había empezado por eso. Y ésa no era la razón por la que estaba aquí, delante del hospital, cual sombra que esperara a que la luz la disipara. Estaba aquí porque había que haber una coronación, y sería pronto. El se ocuparía de que así fuera.

Cruzó la calle. Era arriesgado, pero estaba preparado y dispuesto a correr ese riesgo. Mostrarse era dejar una señal de preeminencia en un tiempo y un lugar, y eso era lo que quería hacer: iniciar el proceso de hacer historia a partir de este momento.

Entró. No buscó a su adversario, ni siquiera intentó localizar la habitación en la que sabía que estaría. Podía dirigirse a ella directamente si quisiera, pero ése no era el propósito de su visita.

A aquella hora de la madrugada en la que despuntaba el alba, había poca gente por los pasillos del hospital y la que había ni siquiera Lo vio. Gracias a esto supo que era invisible a la gente del mismo modo en que lo eran los dioses. Moverse entre la gente corriente y saber que podía castigarla en cualquier momento le demostraba irrefutablemente lo que era y siempre sería.

Respiró. Sonrió. Dentro de su cabeza, no oía nada.

La supremacía es la supremacía.

Capítulo 31

Lynley se quedó con ella toda la noche y buena parte del día siguiente. Empleó el tiempo en gran parte para desconectar su cara -tan pálida sobre la almohada- del cuerpo al que había quedado reducida. Al hacerlo, intentó decirse que no miraba a Helen. Helen se había ido. Había huido en aquel instante en el que todo había cambiado para ellos. La Helen de verdad se había elevado del armazón de huesos, músculos, sangre y tejidos, dejando atrás no el alma, que era lo que la definía, sino la sustancia, que era lo que la describía. Y esa sustancia sola no era ni nunca podría ser Helen.

Pero no podía sacar nada de eso porque cuando lo intentaba, lo que le venía a la mente eran imágenes, porque la conocía desde hacía demasiado tiempo. Ella tenía dieciocho años y no era suya en absoluto, sino la chica que había elegido su amigo.

– Te presento a Helen Clyde -le había dicho St. James-. Voy a casarme con ella, Tommy.

– ¿Crees que seré una buena esposa? -le había preguntado-. No tengo ni una sola de las cosas que debería tener una esposa.

Y había esbozado una sonrisa que le había robado el corazón, pero más por amistad que por amor.

El amor había surgido después, años y años después y, entre la amistad y el amor, lo que había florecido había sido la tragedia, el cambio y el dolor, que alteraron a los tres de forma irreconocible.

Helen dejó de ser alocada, St. James dejó de ser el bateador ferviente delante de los palos, y él sabía que había sido la causa. Un pecado que no tenía perdón. No podías alterar una vida y alejarte como si nada del daño.

Una vez alguien le dijo que las cosas son como deben ser en todo momento. En el mundo de Dios no existen los errores, le dijeron. Pero no podía creerlo. Ni lo creyó entonces ni lo creía ahora.

La vio en Corfú, tumbada sobre una toalla en la playa y con la cabeza hacia atrás para que el sol le diera en la cara.

– Vamonos a vivir a un clima soleado -le había dicho ella-. O al menos desaparezcamos un año en el trópico.

– ¿Qué tal treinta o cuarenta?

– Sí. Genial. Desapareceremos de la faz de la tierra aunque no tengamos motivo. ¿Qué te parece?

– Que echarías de menos Londres. Las rebajas de zapatos, al menos.

– Hum, es verdad -dijo-. Siempre seré una víctima de mis pies. El objetivo perfecto para diseñadores con fetichismo por los tobillos, soy la primera en admitirlo. Pero ¿no hay zapatos en el trópico, Tommy?

– No de los que estás acostumbrada a llevar, me temo.

Esas tonterías suyas que le hacían sonreír, propias de la Helen más exasperante.

– No sé cocinar, no sé coser, no sé limpiar, no sé decorar. Sinceramente, Tommy, ¿por qué me quieres a mí?

Pero ¿por qué quería una persona a otra?

– Porque sonrío contigo; porque me río con tus bromas, que tú y yo sabemos muy bien que están diseñadas justamente para eso, para hacerme reír. Y el porqué de eso es que me entiendes y me has entendido desde el primer día: quién soy, qué soy, qué es lo que más me obsesiona y cómo hacer que desaparezca. Por eso, Helen.

Y allí estaba en Cornualles, de pie delante de un retrato en la galería, la madre de él a su lado. Miraban a un abuelo con demasiados «tataras» delante como para saber con exactitud de qué época era. Pero no importaba porque lo que le preocupaba era la genética, y le decía a su madre:

– ¿Crees que hay alguna posibilidad de que esa nariz horrible vuelva a aparecer en algún punto del linaje?

– Es horrenda, ¿verdad? -murmuró su madre.

– Al menos evita que le dé el sol en el pecho. Tommy, ¿por qué no me enseñaste este cuadro antes de proponerme matrimonio? No lo había visto nunca -dijo Helen.

– Lo teníamos escondido en el ático.

– Muy inteligente.

La Helen de verdad. La única Helen.

No se puede conocer a alguien durante diecisiete años y no tener miles de recuerdos, pensó. Y los recuerdos eran aquello que, según sentía, podría matarlo; no su existencia, sino que no hubiera más de ahora en adelante, y que hubiera otros que ya había olvidado.

En algún lugar detrás de él se abrió la puerta de la habitación. Una mano suave tomó la suya y le colocó una taza caliente entre los dedos. Olió el aroma de la sopa. Alzó la vista hacia el rostro tierno de su madre.

– No sé qué hacer -susurró-. Dime qué debo hacer.

– No puedo hacer eso, Tommy.

– Si la dejo… Mamá, ¿cómo puedo dejarla… dejarlos? ¿Es egoísta si lo hago? ¿O es egoísta no hacerlo? ¿Qué querría ella? ¿Cómo puedo saberlo?

Ella se le acercó. Lynley dio la espalda a su esposa. Su madre le puso la mano en la cabeza y le acarició la mejilla.

– Querido Tommy -murmuró-. Cargaría con esto por ti si pudiera.

– Me estoy muriendo. Con ella. Con ellos. Y es lo que quiero en realidad.

– Créeme. Lo sé. Nadie puede sentir lo que sientes, pero todos nosotros podemos saber lo que sientes. Y, Tommy, debes sentirlo. No puedes huir. Las cosas no funcionan así. Pero quiero que también intentes sentir nuestro amor. Prométeme que lo harás.

Notó que se encorvaba y le daba un beso en la cabeza, y en aquel gesto, aunque apenas pudo soportarlo, supo que también había curación. Pero eso, que algún día pudiera dejar de sentir ese terrible dolor, era incluso peor que lo que le deparaba el futuro inmediato. No sabía cómo podría sobrevivir a aquello.

– Simón ha vuelto. ¿Hablarás con él? Creo que trae noticias.

– No puedo dejarla.

– Me quedaré yo. O le diré a Simón que venga. O que me dé el mensaje, si quieres.

Lynley asintió como atontado, y ella esperó en silencio a que tomara una decisión. Al final, le devolvió la taza; no había probado la sopa.

– Saldré a verle -dijo.

Su madre ocupó su lugar junto a la cama. En la puerta, se volvió y vio que se inclinaba sobre la cabeza de Helen y le tocaba el pelo negro retirado de las sienes. La dejó velando a su esposa.

St. James estaba en el pasillo justo por fuera de la habitación. Estaba menos ojeroso que la última vez que lo había visto, lo que sugería que había ido a casa a dormir.

Lynley se alegró. Los demás estaban viviendo a base de tensión y cafeína.