Выбрать главу

St. James sugirió que fueran a la cafetería; cuando llegaron, el olor a lasaña sugirió que debían de ser entre las doce del mediodía y las ocho de la tarde. En el hospital, Lynley hacía mucho que había perdido la noción del tiempo. Donde estaba Helen, la luz era tenue, pero en los otros sitios brillaban los fluorescentes, y sólo las caras del personal que cambiaban con cada turno sugerían que para el resto del mundo las horas pasaban con normalidad.

– ¿Qué hora es, Simón? -preguntó Lynley.

– La una y media.

– Pero no de la madrugada.

– De la tarde. Voy a cogerte algo de comer. -Señaló con la cabeza el acero inoxidable y el cristal del mostrador-. ¿Qué quieres?

– Da igual. ¿Un sandwich? No tengo hambre.

– Considéralo algo medicinal. Así será más fácil.

– De huevo y mayonesa, entonces, si hay. Con pan integral.

St. James fue a buscarlo. Lynley se sentó a una mesa pequeña que había en un rincón. Otras mesas estaban ocupadas por personal, familiares de los pacientes, curas y, en un caso, dos monjas.

La cafetería reflejaba la naturaleza sombría de lo que sucedía en el edificio que la albergaba: se hablaba en susurros, y la gente parecía tener cuidado de no hacer ruido con los platos y los cubiertos.

Nadie miro en su dirección, lo cual agradeció. Se sentía vulnerable y expuesto, como si no pudiera protegerse de lo que sabían los demás y de cómo juzgaban su vida.

Cuando St. James regresó, trajo sandwiches de huevo en una bandeja. También se había comprado uno para él, y había cogido un cuenco de fruta y un Twix además de dos zumos de grosella.

Primero comieron, en cordial silencio. Se conocían desde hacía tantos años -desde su primer día en Eton, en realidad- que en aquel momento las palabras estaban de más. Simón lo sabía; Lynley lo veía en su cara. No hacía falta decir nada.

St. James hizo un gesto de aprobación con la cabeza cuando Lynley se terminó el sandwich. Le acercó el cuenco de fruta y después la barrita de chocolate. Cuando Lynley hubo comido tanto como pudo soportar, su amigo le transmitió la información.

– La policía de Belgravia tiene la pistola. La han encontrado en uno de los jardines, en la ruta que va de las caballerizas donde estaba ese Range Rover abollado a la casa donde la au pair denunció el robo. Tuvieron que saltar muro tras muro para escapar. Perdieron la pistola por el camino entre los arbustos, según parece. No tendrían tiempo de volver por ella, aunque supieran que la habían perdido.

Lynley apartó la mirada del rostro de St. James porque sabía que su amigo lo observaba atentamente y lo evaluaba con cada palabra. Querría asegurarse de que no le contaba nada que pudiera hacer que volviera a perder la cabeza. Aquello le indicó que sabía lo que había pasado con Hillier en New Scotland Yard, un episodio que parecía haber ocurrido en otra vida.

– No irrumpiré en la comisaría de Belgravia -dijo-. Puedes contarme el resto.

– Están bastante seguros de que la pistola que han encontrado es la que se utilizó. Harán el estudio de balística de la bala que extrajeron de… de Helen, naturalmente, pero la pistola…

Lynley volvió a mirarlo.

– ¿De qué clase?

– Es un revólver. Del calibre veintidós -respondió St. James.

– La especialidad del mercado negro.

– Eso parece. No llevaba mucho tiempo allí, en el jardín. Los propietarios de la casa afirmaron no saber nada, y un examen de los arbustos lo confirmó. Los habían aplastado hacía poco. Lo mismo en los otros jardines.

– ¿Pisadas?

– Por todas partes. Belgravia va a cogerlos, Tommy. Pronto.

– ¿Cogerlos?

– No hay duda de que eran dos. Uno de ellos era mestizo. El otro… Aún no están seguros.

– ¿La au pair?

– Belgravia ha hablado con ella. Dice que estaba con el bebé al que cuida cuando oyó que rompían un cristal abajo, en la parte de atrás de la casa. Cuando bajó a ver qué pasaba, estaban dentro y se los encontró al pie de las escaleras. Uno estaba ya en la puerta, saliendo. Pensó que habían entrado a robar. Se puso a gritar, pero también intentó evitar que escaparan, sabe Dios por qué. Uno perdió el gorro.

– ¿Han pedido un retrato robot?

– No estoy seguro de que vaya a ser necesario.

– ¿Por qué?

– ¿La casa de Cadogan Lane con las cámaras de circuito cerrado? Tienen imágenes. Las están ampliando. Belgravia va a pasarlas por televisión, y los periódicos imprimirán las mejores. Es… -St. James alzó la cabeza hacia el techo. Lynley vio lo difícil que era aquello para su amigo. No sólo lo que le había pasado a Helen, sino también tener que transmitir la información recabada al marido de Helen y su familia. El esfuerzo no le dejaba tiempo para llorarla-. Están dándolo todo, Tommy. Tienen más voluntarios de los que pueden emplear, de comisarías de toda la ciudad. Los periódicos… No los has visto, ¿verdad? Es una historia enorme. Por quién eres, por quién es ella, por vuestras familias, todo.

– La clase de historia que les encanta a los tabloides -dijo Lynley con amargura.

– Pero la opinión pública está con ellos, Tommy. Alguien va a ver las imágenes de la cámara de circuito cerrado y va a entregar a esos crios.

– ¿Crios? -dijo Lynley. St. lomes asintió.

– Al menos uno era un crío, al parecer. La au pair dice que tendría unos doce años.

– Dios santo. -Lynley apartó la mirada como si aquello fuera a evitar que su mente estableciera una conexión inevitable.

St. James la hizo de todos modos.

– ¿Uno de los chicos de Coloso…? ¿En compañía del asesino en serie, pero sin saber que su compañero es el asesino?

– Le invité, les invité a mi casa. En las mismas páginas de The Source, Simón.

– Pero no había ninguna dirección, ni el nombre de ninguna calle. Un asesino que estuviera buscándote no te habría encontrado por el artículo. Es imposible.

– Sabía quién era yo, cómo soy físicamente. Pudo seguirme a casa desde Scotland Yard algún día. Y, entonces, lo único que le tenía que hacer era elaborar un plan y esperar el momento adecuado.

– Si así es, ¿por qué se llevó al chico con él?

– Para hacerle pecar. Así podía convertirlo en su siguiente víctima cuando se hubiera encargado de Helen.

Decidieron dejar que Hamish Robson sufriera en el calabozo toda la noche. Sería una especie de muestra de lo que le esperaba en el futuro. Así que habían llevado al psicólogo a la comisaría de Shepherdess Walk, la cual, si bien no era el calabozo más cercano al piso del Barbican, les permitió evitar una ruta que los adentraría aún más en la City para llegar a la comisaría de Wood Street.

Orden de registro en mano, pasaron la mayor parte del día siguiente en el piso de Robson para reforzar el caso contra el psicólogo. Una de las primeras pruebas que encontraron fue su ordenador portátil guardado en un armario, y a Barbara no le costó nada dar con el rastro de migajas electrónicas que Robson había dejado en él.

– Pornografía infantil -le dijo a Nkata volviendo la cabeza cuando encontró las primeras imágenes-. Crios con hombres, crios con mujeres, crios con animales, crios con crios. Qué tipo más asqueroso, este Hamish.

Por su parte, Nkata encontró un callejero viejo en el que estaba marcado el lugar donde la iglesia de Saint Lucy's se alzaba en la esquina de Courtfield Road. Y entre sus páginas estaba el nombre y la dirección del hotel Canterbury, así como una tarjeta en la que se leía «Snow» y un número de teléfono.

Esto, junto con la identificación de Barry Minshall de la fotografía de Robson y la serie 2160 como parte del número de teléfono del lugar de trabajo del médico, bastaba para que un equipo del SOCO entrara en escena y mandaran otro a Walden Lodge. El segundo reuniría las pruebas que pudiera del piso de su madre. Parecía improbable que hubiera llevado a Davey Benton o a cualquier otro de los chicos a su casa cerca del Barbican. Pero, como mínimo, Davey habría ido a Wood Lane con Robson y, una vez allí, habría dejado su huella en el piso de Esther Robson.