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– Díganoslo usted.

– Ya se lo he dicho. Por el perfil psicológico, se lo he dicho.

Se quedaron en silencio. Interpretó lo que daba a entender el silencio.

– Dios mío, el perfil es auténtico. ¿Por qué iba a inventármelo?

– Por la razón más evidente del mundo -dijo Nkata-: alejar el rastro de usted.

– Pero yo ni siquiera conocía a esos chicos, a los chicos muertos. No los conocía. Deben creerme…

– ¿Qué hay de Muwaffaq Masoud? -preguntó Nkata-. ¿Lo conoce?

– ¿Muwaf…? Nunca he… ¿Quién es?

– Alguien que podría señalarle en una rueda de reconocimiento -dijo Nkata-. Ha pasado un tiempo desde que vio al tipo que le compró la furgoneta, pero supongo que tener delante al hombre le refrescará un poco la memoria.

Entonces, Robson se volvió hacia su abogada.

– No pueden… ¿Pueden hacer esto? He colaborado. Se lo he contado todo.

– Eso lo dice usted, doctor Robson -terció Barbara-. Pero hemos visto que los mentirosos y los asesinos están cortados por el mismo patrón, así que no se enfade si no nos tomamos lo que nos ha contado como si fuera palabra de Dios.

– Tienen que escucharme -protestó Robson-. Este chico, sí. Pero fue un accidente. No pretendía que ocurriera. Pero los otros… No soy un asesino. Están buscando a alguien… Lean el perfil. Léanlo. No soy la persona que buscan. Sé que tienen mucha presión para resolver este caso, y ahora que han disparado a la esposa del comisario…

– La esposa del comisario está muerta -le recordó Nkata-. ¿Lo ha olvidado por algún motivo?

– No estará insinuando que… -Se volvió hacia Amy Stranne-. Aléjeme de ellos -le dijo-. No seguiré hablando con ellos. Intentan convertirme en algo que no soy.

– Eso dicen todos, señor Robson -le dijo Barbara-. En caso de emergencia, los tipos como usted siempre nos vienen con la misma canción.

Dos miembros del consejo de administración fueron a verla, lo cual le dijo a Ulrike que no sólo se avecinaban problemas, sino que la cosa estaba que ardía. El presidente del consejo, de punta en blanco pero sin la cadena de oro requerida para demostrar su autoridad, llegó con la secretaria del consejo a la zaga. Patrick Bensley era quien hablaba, mientras que su acompañante intentaba parecer alguien más importante que la esposa de un conocido empresario de la alta sociedad, con su lifting facial tersamente visible.

Ulrike no tardó mucho en comprender que Neil Greenham había cumplido las amenazas que profirió la última vez que hablaron. Llegó a esta conclusión cuando Jack Veness le dijo que el señor Bensley y la señora Richie se habían presentado en recepción sin previo aviso y que pedían hablar con la directora de Coloso. Lo que le costó más fue saber con exactitud qué amenaza había materializado Neil. ¿Iban a llamarle la atención por su aventura con Griffin Strong o por otra cosa?

En los últimos días había visto a Griff sólo un momento. Se había mantenido ocupado con su grupo de orientación nuevo y, cuando no estaba con ellos, guardaba las distancias y se dedicaba activamente a la información sobre programas de ayuda a la comunidad, a su negocio de estampación o a la clase de trabajo social que le habían pedido que hiciera miles de veces desde que Coloso le había contratado. Antes, siempre estaba demasiado atareado para encargarse de este último aspecto de su trabajo. Era increíble cómo las tragedias conseguían demostrar a la gente la cantidad de tiempo de que habían dispuesto para evitar que ocurrieran. En el caso de Griff, era dedicar el tiempo a hablar con los usuarios de su orientación y sus familias fuera del horario normal de Coloso. Ahora sí lo hacía, o eso decía. La verdad era que podía estar follándose a Emma, la jefa de comedor del bengalí de Brick Lane, cada vez que se ausentaba de Coloso. Tampoco le importaba, en realidad. Tenía problemas más graves. ¿Y no era un giro de la vida aún más fascinante? Un hombre por el que lo habría sacrificado casi todo acababa teniendo el valor de una mota de polvo justo cuando una despejaba al fin la mente.

Sin embargo, había tenido un coste demasiado alto. Y además, resultó ser el motivo por el que habían ido a verla el señor Bensley y la señora Richie; visita que, en y por sí misma, no habría sido tan mala, si la policía no hubiera ido a verla ese mismo día.

En esta ocasión fue la de Belgravia, no New Scotland Yard. Apareció en la forma de un detective antipático llamado Jansen y de un agente que permaneció anónimo y mudo durante todo el interrogatorio. Jansen había sacado una fotografía para que Ulrike la examinara.

La imagen, que era granulada, pero no imposible de distinguir, había captado a dos personas corriendo, al parecer, por una calle estrecha. Las casas idénticas que había en ella -todas con sólo dos y tres pisos de altura- sugerían que la acción había transcurrido en unas antiguas caballerizas. Los sujetos de la fotografía también estaban en una zona rica de la ciudad: no había basura ni desperdicios visibles, ni grafitos, ni plantas muertas en jardineras en mal estado.

Ulrike supuso que querían que dijera si reconocía a los individuos que pasaban corriendo por delante de la cámara de circuito cerrado que había generado su fotografía, así que los examinó.

El más alto de los dos -y parecía que era un hombre- se había percatado de la presencia de la cámara y había vuelto la cara sabiamente. Llevaba un gorro calado, el cuello de la chaqueta subido y guantes, e iba vestido totalmente de negro. Bien podría haber sido una sombra.

El más bajo no había tenido la misma previsión. Su imagen, si bien no era nítida, era bastante clara como para que Ulrike pudiera decir con seguridad -y sin sentirse aliviada- que no lo conocía. No había nada en él que pudiera identificar, y sabía que podría haberlo reconocido si lo hubiera visto alguna vez, porque tenía el pelo muy rizado, lo cual era imposible de olvidar, y manchas enormes en la cara, como enormes pecas desenfrenadas. Tendría unos trece años, quizá menos. Y decidió que era mestizo; blanco, negro y algo más.

Le devolvió la fotografía a Jansen.

– No lo conozco -dijo-. Al chico. A ninguno de los dos, aunque no puedo decirlo con seguridad porque el más alto se tapa. Supongo que vio la cámara de circuito cerrado. ¿Dónde estaba?

– Había tres -le dijo Jansen-. Dos en una casa, otra al otro lado de la calle. Esta foto es de una de las cámaras de la casa.

– ¿Por qué están buscando…?

– Dispararon a una mujer en la puerta de su casa. Pudieron ser estos dos.

Fue lo único que le dijo, pero Ulrike hizo la conexión. Había visto los periódicos. La mujer del comisario de Scotland Yard que había ido a Coloso a hablar con Ulrike sobre las muertes de Kimmo Thorne, y Jared Salvatore había recibido un disparo en la puerta de su casa en Belgravia. El revuelo que se había montado era ensordecedor, sobre todo a causa de los periódicos serios y los tabloides. Para los habitantes de esa zona de la ciudad, el crimen era inconcebible, y habían dado a conocer sus sentimientos en todos los frentes que habían encontrado.

– El chico no es uno de los nuestros -le contestó Ulrike al detective Jansen-. No lo había visto nunca.

– ¿Está segura respecto al otro?

Ulrike pensó que no debía de hablar en serio. Nadie sería capaz de reconocer al hombre más alto, si es que era un hombre en realidad. Aun así, volvió a mirar la foto.

– Lo siento mucho -dijo-. Pero es imposible…

– Nos gustaría enseñar la fotografía por aquí, si no le importa -le dijo Jansen.

A Ulrike no le gustó lo que implicaba aquello -que, de algún modo, no se enteraba de lo que pasaba en Coloso-, pero no le quedaba otra opción. Antes de que los agentes se fueran a mostrar la fotografía, les preguntó por la esposa del comisario. ¿Cómo está?

Jansen negó con la cabeza.