– Mal -dijo.
– Lo siento. ¿Le…? -Señaló la foto con la cabeza-. ¿Esperan cogerlo?
Jansen la miró, un trozo de papel fino en sus grandes manos coloradas.
– ¿Al chico? No habrá problema -contestó-. Ahora mismo, esta fotografía está en la última edición del Evening Standard. Mañana por la mañana aparecerá en la portada de todos los periódicos, y esta noche saldrá en las noticias y mañana también. Lo cogeremos, y espero que sea pronto. Y cuando lo tengamos, hablará; y luego tendremos al otro. De eso no hay ninguna duda.
– Yo… Eso está bien -dijo-. Pobre mujer.
Y lo decía en serio. Nadie -por muy rico, privilegiado y feliz que fuera, por muchos títulos que tuviera u otras cosas- merecía recibir un disparo en la calle. Pero mientras se decía eso y se convencía de que no se le habían agotado la bondad y la compasión humanas para con la clase alta de esa sociedad rígida en la que vivía, Ulrike sintió un gran alivio al ver que este nuevo crimen no tenía ninguna relación con Coloso.
No obstante, aquí estaban el señor Bensley y la señora Richie sentados con ella en su despacho -habían cogido una silla de recepción-, decididos a hablar precisamente del tema que había intentado ocultarles por todos los medios a su alcance.
Bensley fue quien lo sacó:
– Háblanos de los chicos muertos, Ulrike.
No podía hacerse la ingenua con una respuesta del tipo «¿A qué chicos se refiere?». No le quedaba más remedio que contarles que cinco chicos de Coloso habían sido asesinados desde septiembre, y que sus cuerpos habían aparecido en distintas zonas de Londres.
– ¿Por qué no se nos ha informado al respecto? -preguntó Bensley-. ¿Por qué ha tenido que llegarnos esta información por oda persona?
– Por Neil, quiere decir. -Ulrike no pudo evitar decir aquello. Estaba atrapada entre el deseo de hacerles saber que conocía perfectamente la identidad de su Judas y la necesidad de defenderse. Prosiguió diciendo-: Yo misma no lo supe hasta que asesinaron a Kimmo Thorne. Fue la cuarta víctima. La policía vino entonces.
– Pero ¿por lo demás…? -Bensley hizo uno de esos movimientos para ajustarse la corbata, de esos que pretendían ilustrar una incredulidad que, de lo contrario, podría ahogarlo. La señora Richie acompañó el gesto con un chasquido de los dientes-. ¿Cómo es que no sabías que los otros chicos habían muerto?
– O desaparecido, al menos -añadió la señora Richie.
– No estamos organizados para controlar la asistencia de nuestros usuarios -les dijo Ulrike, como si no se lo hubiera explicado ya miles de veces-. Una vez un chico o una chica sale del curso de orientación, es libre de ir y venir cuando quiera. Puede participar en lo que le ofrecemos, o puede dejar de asistir. Queremos que siga con nosotros porque quiera estar aquí. Sólo controlamos a los que están aquí por orden del juez. -E incluso entonces, Coloso no delataba a los chicos enseguida. Una vez completado el curso de orientación, se les daba cierto margen de libertad.
– Es lo que esperábamos que dirías -dijo Bensley.
«O lo que les habían dicho que esperaran -pensó Ulrike-. Neil había hecho todo lo posible: buscará pretextos, pero el hecho sigue siendo el mismo, y la directora de Coloso debería saber qué pasa con los chicos. Se supone que Coloso está para ayudar, ¿no es así? A ver, ¿de cuánto trabajo estamos hablando: pasarse por los cursos y preguntar a los instructores quién está y quién se ha quedado por el camino? ¿Y no sería una actitud inteligente que la directora de Coloso cogiera el teléfono e intentara localizar al crío que ha abandonado un programa diseñado (y financiado, no lo olvidemos) para evitar que lo abandone en primer lugar? Sí, el bueno de Neil ha hecho todo lo posible, y tengo que felicitarlo por ello.»
Se dio cuenta de que no tenía preparada una respuesta al comentario de Bensley, así que esperó a ver a qué habían venido el presidente del consejo y su acompañante, lo cual creía que estaba relacionado tan sólo tangencialmente con la muerte de los chicos de Coloso.
– Quizá -dijo Bensley- estabas demasiado distraída como para saber que los chicos habían desaparecido.
– No he estado más distraída de lo habitual -le dijo Ulrike-, con los planes para el centro del norte de Londres y la recaudación de fondos. -«Cumpliendo sus órdenes, por cierto» fue lo que no añadió, pero hizo todo lo posible para insinuarlo.
Sin embargo, Bensley no infirió lo que ella deseaba.
– No es lo que tenemos entendido precisamente. Has tenido otra distracción, ¿verdad?
– Como ya le he dicho, señor Bensley, no hay un modo fácil de enfocar este trabajo. He intentado centrarme por igual en todos los asuntos que tiene el director de un centro como Coloso. Si desconocía el hecho de que varios chicos habían dejado de venir, fue debido al número de preocupaciones relacionadas con la organización del que tuve que hacerme cargo. Sinceramente, lamento muchísimo que ninguno de nosotros -y dio un énfasis especial a la palabra «ninguno»- se diera cuenta de que…
– Seamos sinceros -la interrumpió Bensley. La señora Richie se acomodó en la silla, un movimiento de caderas que daba a entender que habían llegado al quid de la cuestión.
– ¿Sí? -Ulrike juntó las manos.
– Vamos a expedientarte, a falta de una palabra mejor. Siento tener que decirte esto, Ulrike, porque en general tu trabajo en Coloso nos ha parecido impecable.
– Os ha parecido -dijo Ulrike.
– Sí. Nos ha parecido.
– ¿Me estás despidiendo?
– No he dicho eso. Pero considérate bajo examen. Vamos a realizar… ¿Lo llamamos investigación interna?
– ¿A falta de una palabra mejor?
– Por así decirlo.
– ¿Y cómo piensan llevar a cabo esta investigación interna?
– Con revisiones. Con entrevistas. Déjame decirte que creo que, mayoritariamente, has echo un buen trabajo en Coloso. También déjame decirte, personalmente, que espero que salgas indemne de esta revisión de tu trabajo e historial personal.
– ¿Historial personal? ¿Qué significa eso exactamente?
La señora Richie sonrió. El señor Bensley carraspeó. Y Ulrike supo que estaba perdida.
Maldijo a Neil Greenham, pero también se maldijo a sí misma. Comprendía hasta qué punto estaba acabada si no provocaba un cambio significativo en el statu quo.
Capítulo 32
– Ponedle en dos ruedas de reconocimiento -fue la frase con la que el detective Stewart recibió al principio la noticia de que Hamish Robson había colaborado en la investigación del asesinato de Davey Benton, pero que se había negado a admitir nada más-. Que lo vean Minshall y Masoud.
Tal como lo veía Barbara, montar dos ruedas de reconocimiento era perder el tiempo, puesto que Barry Minshall ya había identificado tímidamente a Robson a partir de la fotografía que había cogido del piso de su madre. Pero intentó verlo como lo vería el detective Stewart: no como la obsesión por la exageración que había convertido hacía tiempo al detective en un personaje conocido y pesado en Scotland Yard, sino como un temblor de tierra diseñado para poner nervioso a Robson y hacer que admitiera más. El mismo acto de estar en una hilera de hombres y esperar a saber si un testigo invisible te señalaba como autor de un delito ya inquietaba. Tener que pasar por ello dos veces y, por lo tanto, comprender que había otro testigo de sabía Dios qué… Al fin y al cabo, era una gran jugada en realidad, y Barbara tenía que reconocerlo. Así que hizo los preparativos necesarios para que trasladaran a Minshall a la comisaría de Shepherdess Walk y se quedó detrás del espejo mientras el mago señalaba a Robson al instante.
– Es ése. Es el dos-uno-seis-cero -dijo.
– Uno de uno, amigo -dijo Barbara a Robson, para dejarlo en suspense. Luego esperó con impaciencia a que Muwaffaq Masoud lograra llegar de Hayes a la City después de pasarse una eternidad en la línea de Piccadilly. Aunque entendía la estrategia que seguía Stewart, en ese momento habría preferido que la siguiera con otra persona que no fuera ella, por lo que intentó librarse de tener que quedarse en la comisaría de Shepherdess Walk esperando a que llegara Masoud. Iba a decir lo mismo que Minshall, le dijo al detective Stewart, así que ¿no emplearía mejor su tiempo si lo dedicaba a buscar el garaje donde Robson había dejado la furgoneta? Iba a haber una montaña de pruebas contra aquel cabrón cuando encontraran ese garaje, ¿verdad?