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Abajo en el aparcamiento subterráneo, se quedó sentado un momento en su Ford Escort y pensó en esas obligaciones y lo que requerían: acción frente al miedo. Quería darse una bofetada por ser tan estúpido de tan siquiera sentir ese miedo. Tenía veintinueve años, por el amor de Dios. Era policía.

Sólo eso ya debería haber contado para algo, y en otras circunstancias así habría sido. Pero en esta situación ser poli no contaba para nada, porque no había profesión menos indicada para impresionar que ésa. Sin embargo, no podía evitar ser policía. También era un hombre, y hacía falta la presencia de un hombre.

Nkata se marchó por fin respirando hondo. Cruzó el río hacia el sur de Londres. Pero en lugar de dirigirse hacia su casa, rodeó la estructura curva de ladrillo del Oval y cogió Kennington Road en dirección a la estación de Kennington.

El metro mismo marcaba su destino y encontró sitio para aparcar cerca. Compró el Evening Standard en un quiosco de la calle, y aprovechó la actividad para reunir el valor suficiente y recorrer Braganza Street.

Al fondo, en un aparcamiento lleno de baches se alzaba Arnold House, parte de Doddington Grove Estate. Enfrente del edificio, un vivero crecía detrás de una alambrada, y Nkata decidió apoyarse en ella, con el periódico doblado bajo el brazo y la mirada clavada en el pasillo cubierto del tercer piso que llevaba al quinto apartamento por la izquierda.

No costaría tanto esfuerzo cruzar la calle y abrirse camino por el aparcamiento. Una vez allí, estaba bastante seguro de que el ascensor estaría disponible puesto que, la mayoría de las veces, el panel de seguridad que daba acceso al mismo estaba roto. ¿Qué problema había, entonces, en cruzar, abrirse paso, pulsar el botón y caminar hasta el apartamento? Tenía una razón para hacerlo. Alguien asesinaba a chicos en Londres -a chicos mestizos-, y dentro de aquel piso vivía Daniel Edwards, cuyo padre blanco estaba muerto, pero cuya madre negra estaba muy viva. Y es que el problema era ése. Ella era el problema. Yasmin Edwards.

– ¿Ex convicta, tesoro? -Le habría preguntado su madre si alguna vez hubiera tenido el valor de hablarle de Yasmin-. ¿En qué piensas, por el amor de Dios?

Pero eso sí era fácil de contestar. «Pienso en su piel, mamá, y en el aspecto que tiene cuando la luz la ilumina. Pienso en sus piernas, que deberían agarrarse a un hombre que la deseara. Pienso en su boca y en la curva de su trasero y en cómo sus pechos suben y bajan cuando se enfada. Es alta, mamá. Tan alta como yo. Es una buena mujer que cometió un error muy grave, y que pagó como debía.»

Y, en cualquier caso, en realidad Yasmin Edwards no era el tema. Tampoco era el objetivo de su misión. Lo era Daniel, quien a sus casi doce años podía muy bien estar en el punto de mira de un asesino. Porque ¿quién sabía cómo escogía el asesino a sus víctimas? Nadie. Y hasta que lo supieran, ¿cómo podía él, Winston Nkata, desentenderse de dar una advertencia allí donde podrían necesitarla?

Lo único que debía hacer era cruzar la calle, sortear algunos coches estacionados en aquel condenado aparcamiento, contar con que el panel de seguridad estuviera roto, llamar al ascensor y tocar a la puerta. Era plenamente capaz de hacerlo.

Y lo haría. Más tarde, se lo prometió. Pero justo cuando iba a mover el pie para iniciar la primera fase de las que hubiera que superar para llegar a la puerta de Yasmin Edwards, la mujer apareció en la acera.

No venía de la estación de metro como había hecho el propio Nkata, sino de la dirección opuesta, de detrás de los jardines que había al final de Braganza Street, donde, desde su pequeña tienda de Manor Place, ofrecía esperanza en forma de maquillaje, pelucas y cambios de imagen a mujeres negras que sufrían trastornos del cuerpo y del alma.

Al verla, la reacción de Nkata fue retroceder contra la alambrada y sumergirse en las sombras. Se odió en el preciso instante de hacerlo, pero no pudo avanzar hacia ella como debería haber hecho.

Por su parte, Yasmin Edwards caminaba con paso seguro hacia Doddington Grove Estate. No lo vio en las sombras y sólo eso ya era razón suficiente para hablar con ella. ¿Una mujer guapa sola por la calle de noche en aquel barrio? Debes ser cautelosa, Yas. Debes estar alerta. ¿Quieres que alguien te asalte…, te haga daño…, te viole…, te robe? ¿Qué va a hacer Daniel si su madre sigue el mismo camino de su padre y se muere?

Pero Nkata no podía decirle eso. No, siendo la propia Yasmin Edwards la razón por la que el padre de Daniel estaba muerto. Así que se quedó oculto en las sombras y la observó, al tiempo que notaba la terrible vergüenza de que se le acelerara el aliento y el corazón le latiera más fuerte de lo que debería.

Yasmin seguía avanzando por la acera. Nkata vio que sus ciento una trenzas con cuentas en las puntas habían desaparecido y que llevaba el pelo muy corto y ya no emitía la suave melodía que habría escuchado desde donde se encontraba. Yasmin se cambió las bolsas de la compra de mano y metió la otra en el bolsillo. Sabía que buscaba las llaves. El final del día, la cena para su niño, la vida continuaba.

Llegó al aparcamiento y cruzó en zigzag las plazas horriblemente delimitadas. En el ascensor, pulsó el código de seguridad que le daría acceso y luego pulsó el botón para llamarlo. Desapareció deprisa en su interior.

Salió en el tercer piso y caminó a grandes zancadas hacia su casa. Cuando introdujo la llave en la cerradura, la puerta se abrió antes de que pudiera girarla. Y ahí estaba Daniel, iluminado desde atrás por un resplandor cambiante que provendría del televisor. Cogió las bolsas de su madre, pero cuando iba a moverse, ella lo detuvo. Tenía las manos en las caderas. La cabeza ladeada. El peso sobre una de sus largas piernas. Le dijo algo y Daniel volvió hacia ella. Dejó las bolsas en el suelo y se dejó abrazar. Justo en el momento en que parecía que soportaba el abrazo pero no lo disfrutaba, pasó los brazos alrededor de la cintura de su madre. Entonces, Yasmin le dio un beso en la cabeza.

Después de eso, Daniel llevó las bolsas dentro y Yasmin lo siguió. Cerró la puerta. Al cabo de un momento, apareció en la ventana que Nkata sabía que pertenecía al salón. Agarró las cortinas para cerrarlas a la noche, pero antes de hacerlo, se quedó unos veinte segundos mirando la oscuridad, la expresión fija.

Winston seguía entre las sombras, pero pudo notarlo, sentirlo: la mujer no miró en su dirección ni una sola vez, pero Nkata hubiera jurado que Yasmin Edwards supo todo el tiempo que estaba allí.

Capítulo 4

Un día después, Stephenson Deacon y la Dirección de Asuntos Públicos decidieron que el momento para la primera sesión informativa con la prensa estaba ya maduro. El subinspector Hillier, que recibió la noticia de arriba, ordenó a Lynley que estuviera presente en el gran acontecimiento, acompañado de «nuestro nuevo sargento». Lynley deseaba estar allí tan poco como Nkata, pero sabía que lo acertado era aparentar al menos que colaboraba. Él y el sargento bajaron por las escaleras para llegar puntuales a la rueda de prensa. Se encontraron a Hillier en el pasillo.

– ¿Listos? -les preguntó el subinspector mientras se detenía para examinar su impresionante pelo gris en el cristal de un tablón de anuncios. A diferencia de los otros dos hombres, parecía contento de estar allí y daba la impresión de contener las ganas de frotarse las manos previendo la confrontación que se acercaba. Sin duda, esperaba que la reunión funcionara como la máquina bien engrasada que había diseñado que fuera.

No esperó respuesta a su pregunta, sino que entró en la sala y ellos lo siguieron.

Habían colocado a los periodistas de prensa, radio y televisión en las filas de asientos que se extendían delante de la tarima. Las cámaras de televisión iban a grabar desde el fondo. Aquello mostraría más tarde al público, a través de las noticias de la noche, que la Met estaba esforzándose al máximo por mantener a la ciudadanía al corriente, al haber proporcionado a sus canales informativos humanos un espacio en apariencia abierto y cordial.