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– No te tortures.

Soltó una risa funesta.

– Créeme, no me hace falta. Ya se encarga de hacerlo la verdad.

Para Ulrike, dadas las circunstancias actuales, no había dos palabras más inquietantes que «investigación interna». Que el consejo de administración pensara recabar información sobre rila ya era malo. Que pensara hacerlo con entrevistas y revisiones era peor. Tenía enemigos en abundancia en Coloso, y tres de ellos iban a estar encantados de aprovechar la oportunidad de arrojar unos cuantos tomates contra la imagen que había intentado construirse de sí misma.

Neil Greenham encabezaba la lista. Seguramente llevaba meses almacenando pequeñas granadas podridas de información, esperando el momento adecuado de lanzarlas. Neil estaba peleando por hacerse con el control total de Coloso, y Ulrike no se había percatado de ello hasta el último suceso: la aparición de Bensley y Richi en su despacho. Neil nunca había sido un jugador de equipo, por supuesto – ¡pero si había perdido su trabajo de profesor en una situación en la que el Gobierno pedía más maestros, por favor!-, y si bien siempre había sido una especie de bandera roja que Ulrike admitía que debió ver en su momento, eso no era nada comparado con el lado insidioso de Neil, que se había revelado con la inesperada llegada a Elephant and Castle de dos de los miembros del consejo, por no hablar de las preguntas que habían formulado. Así que Neil iba a deleitarse con la oportunidad de alquitranarla con un cepillo que sin duda había estado mojando en brea desde la primera vez que Ulrike lo había mirado de reojo.

Luego estaba Jack. Todo eso de «lo que había estado pensando sobre Jack». Sin embargo, los errores que había cometido con él no tenían nada que ver con haber ido a hablar con su tía arrendadora. Tenían más que ver con darle un puesto remunerado en Coloso. Oh sí, se suponía que ésa era la gran teoría de la organización: reforzar el sentido del yo de los malhechores hasta que no tuvieran que hacer más mal. Pero había olvidado por el camino un conocimiento crítico que siempre había tenido con los individuos como Jack. No se tomaban bien que los demás sospecharan de ellos, y eran especialmente desagradables cuando tenían la idea, aunque ésta fuera equivocada, de que alguien les había delatado o se planteaba hacerlo. Por tanto, Jack buscaría vengarse y lo conseguiría. No sería capaz de estudiar la situación hasta el punto de comprender que si facilitaba la muerte de Ulrike, podría salirle el tiro por la culata cuando en Coloso le encontraran un sustituto.

Griff Strong, por otro lado, lo comprendía demasiado bien. Haría todo lo posible por conservar su puesto en la organización, y si eso significaba acusar, en apariencia a regañadientes, de acoso sexual a su jefa, que no podía dejar de tocar su cuerpo casado aunque delicioso e indeciso, pues eso es lo que haría. Así que aquello que Neil Greenham plantaba en las mentes del consejo de administración y Jack Veness regaba, Griff iba a cultivarlo. También llevaría ese maldito jersey grueso de lana a la entrevista. Si se decía algo, haría una lista de las razones de por qué había llegado a una situación de sálvese quién pueda. Arabella y Tatiana encabezarían esa lista. «Rike, sabes que tengo responsabilidades personales. Siempre lo has sabido.»

La única persona que Ulrike creyó que podría apoyarla era Robbie Kilfoyle, y sólo porque como voluntario y trabajador no remunerado tendría que tener cuidado cuando lo entrevistaran. Tendría que caminar en la cuerda floja de la neutralidad porque no tenía otra forma de proteger su futuro y avanzar en la dirección que deseaba, que era un trabajo remunerado. No querría repartir sandwiches toda la vida, ¿verdad? Pero el bueno de Rob tenía que haberse posicionado. Tenía que verse como un jugador de su equipo, y del de nadie más.

Fue a buscarlo. Era tarde. No miró la hora, pero la oscuridad que había fuera y lo vacío que estaba el edificio le dijeron que eran más de las seis y seguramente casi las ocho. Robbie se quedaba a menudo trabajando hasta tarde, guardando las cosas en su sitio. Había muchas probabilidades de que aún estuviera en algún lado; pero si no, estaba decidida a localizarlo.

Sin embargo, no lo encontró en el edificio. El cuarto del material estaba compulsivamente ordenado -Ulrike pensó que tendría que felicitar a Rob cuando lo viera-, y podría haberse realizado una operación en la cocina de prácticas, de lo limpia que estaba. También se había ocupado del aula de informática, así como de la sala de orientación. La marca cuidadosa de Rob estaba por todas partes.

La razón le decía a Ulrike que esperara a la tarde siguiente para hablar con Robbie. Aparecería sobre las dos y media, como siempre; entonces podría darle las gracias y forjar un vínculo con él. Pero la ansiedad le sugería que lo comenzara a forjar ya, así que buscó el número de Rob y llamó a su casa. Si no estaba allí, suponía que podría dejarle un mensaje a su padre.

Pero el teléfono sonó y sonó. Ulrike se quedó escuchando un par de minutos antes de colgar y recurrir al plan B.

Estaba dejándose llevar por el instinto, por supuesto, y lo sabía. Pero la parte de ella que le decía: «Relájate, vete a casa, date un baño, tómate una copa de vino, puedes hacerlo mañana» quedó enmudecida por la parte de ella que le gritaba que el tiempo volaba y que las maquinaciones de sus enemigos estaban muy avanzadas. Además, parecía que los nervios que tuvo casi todo el día en el estómago le habían subido a los pulmones. No podría volver a respirar, comer o dormir tranquilamente hasta que hiciera algo para alterar aquella situación.

Y, de todos modos, ella era una persona emprendedora, ¿no? Nunca se había quedado sentada esperando a que pasaran las cosas.

En este caso, eso significaba acorralar a Rob Kilfoyle para que estuviera dispuesto a ponerse de su parte. El único modo de asegurarse de ello era subirse a la bicicleta y encontrarlo.

En cuanto tuvo en la mano la dirección de Rob, necesitó consultar el callejero para completar la primera parte de su plan, puesto que no tenía ni idea de dónde estaba Granville Square. La encontró escondida al este de King's Cross Road. Era una ventaja, sin duda. Sólo tenía que subir hasta el puente de Blackfriars, cruzar el río y seguir hacia el norte. Era fácil, y esa facilidad le dijo que aquel viaje a Granville Square estaba escrito.

Cuando salió fuera y se montó en la bicicleta, vio que era más tarde de lo que había pensado. El tráfico de los trabajadores de la periferia hacía tiempo que había disminuido, así que subir por Farringdon Street, e incluso estar en las inmediaciones de Ludgate Circus, no la atemorizó tanto como había pensado.

Llegó a buen ritmo a Granville Square, rodeada por los cuatro costados por casas adosadas de estilo georgiano sencillo en diversos estadios de deterioro y reforma, típicos de tantos barrios de Londres. En el centro de la plaza estaba el omnipresente trozo de naturaleza, sólo que éste no estaba vallado, ni cerrado, ni reservado previo pago a los residentes de las casas cercanas, sino abierto a cualquiera que quisiera pasear, leer, jugar con el perro o ver a los niños correr por la minúscula zona de recreo que había a un lado. La casa de Rob Kilfoyle estaba delante de esa zona de recreo. Estaba oscura como una cueva, pero Ulrike aparcó la bicicleta junto a la verja y subió las escaleras. Quizás estaba en la parte de atrás y, ahora que ya había ido hasta allí, no iba a marcharse sin intentar hacerle salir de allí si se encontraba dentro.

Llamó, pero no obtuvo respuesta. Tocó el timbre. Intentó mirar por las ventanas delanteras, pero tuvo que resignarse a admitir que, aparte de permitirle hacer ejercicio, haber cruzado la ciudad hasta la frontera de Saint Paneras e Islington había sido una pérdida de tiempo.

– Rob no está en casa -afirmó una voz femenina detrás de ella-; aunque no me sorprende, pobre.

Ulrike se dio la vuelta. Una mujer la miraba desde la acera. Parecía un tonel y sujetaba la correa de un bulldog inglés de tamaño similar que resollaba. Ulrike bajó las escaleras para acercarse.