– ¿No sabría por casualidad dónde está? -Se presentó y dijo que era su jefa.
– ¿Es la mujer de los sandwiches? Señorita Sylvia Puccini. Ninguna relación con el compositor, por cierto. Vivo tres casas más abajo. Conozco a Rob desde chiquitito.
– Soy la otra jefa de Robbie -dijo Ulrike-. De Coloso.
– No sabía que tenía otra jefa -dijo la señora Puccini, mirándola atentamente-. ¿De dónde ha dicho?
– De Coloso. Somos un programa de ayuda a la comunidad para adolescentes en situación de riesgo. Robbie no es estrictamente un empleado, supongo. Hace de voluntario por las tardes, después de repartir los sandwiches. Pero lo consideramos uno de los nuestros igualmente.
– No me lo ha comentado nunca.
– ¿Está muy unida a él?
– ¿Por qué lo pregunta?
La señora Puccini parecía desconfiar, y Ulrike percibió que podrían adentrarse fácilmente en el territorio de Mary Alice Atkins-Ward si seguía por ese camino.
– Por nada en especial -dijo sonriendo-. Creía que lo estaría, ya que lo conoce desde hace tanto tiempo… como una segunda madre o algo así.
– Hum. Sí, pobre Charlene. Que Dios dé descanso a su alma atormentada. Tenía alzheimer, pero supongo que Rob ya se lo habrá contado. Falleció el invierno pasado, la pobre. Al final, no reconocía ni a su propio hijo. No conocía a nadie en realidad. Y luego, su padre. Estos últimos años no han sido tiempos fáciles para Rob.
Ulrike frunció el ceño.
– ¿Su padre?
– Se desplomó. Ocurrió en septiembre. Se iba a trabajar como siempre y se desplomó de repente. Se cayó ahí mismo, en las escaleras de Gwynne Place. -Señaló el extremo suroeste de la plaza-. Murió antes de tocar el suelo.
– ¿Murió? -preguntó Ulrike-. No sabía que el padre de Rob también hubiera… ¿Está muerto? ¿Seguro?
A la luz de una farola, la señora Puccini la miró de un modo que indicaba lo extraña que le parecía aquella pregunta.
– Si no lo está, querida, nos quedamos allí viendo cómo incineraban a otra persona. Y no es muy probable, ¿verdad?
No, Ulrike tenía que reconocerlo, no lo era en absoluto.
– Supongo que es porque… -dijo Ulrike-. Verá, Rob nunca ha comentado que su padre falleciera. -«Más bien al contrario», pensó para sí.
– Bueno, supongo que no. No puedo decir que Rob sea de los que va buscando la compasión de los demás, por muy mal que estuviera por la muerte de su padre. Vic era de los que no soportaban a los lloricas, y ya sabe lo que dicen: de tal palo tal astilla. Pero no se equivoque, querida. Ese chico sufrió mucho cuando vio que se quedaba solo.
– ¿No tiene más familia?
– Tiene una hermana en alguna parte, mucho mayor que él, pero se marchó hace años y ni siquiera asistió al funeral. Está casada y tiene hijos. Vive en Australia o quién sabe dónde. Que yo sepa, no ha dado señales de vida desde los dieciocho. -Entonces, la señora Puccini miró a Ulrike con mayor intensidad, como si la evaluara. Cuando volvió a hablar, quedó claro por qué-. Por otro lado, querida, entre usted y yo, y Trixie -dijo sacudiendo la correa del perro, gesto que el animal pareció tomar como una señal para reanudar la marcha, porque se levantó después de haber estado sentada a los tobillos de la señora Puccini-, no era un tipo muy agradable.
– El padre de Rob.
– Sí. Fue espantoso que muriera así, cierto, pero no se le rompió el corazón a mucha gente en este barrio, si quiere saberlo.
Ulrike oyó estas palabras, pero aún intentaba procesar la primera parte de la información: que, en realidad, el padre de Robbie Kilfoyle estaba muerto. Estaba comparándolo con lo que Rob le había dicho hacía poco… Sky Televisión, ¿verdad? ¿Un programa llamado Navegantes?
– Ojalá me lo hubiera contado. Hablar ayuda -fue lo único que le dijo a la señora Puccini.
– Bueno, supongo que sí hablará. -Incomprensiblemente, la señora Puccini volvió a señalar las escaleras de Gwynne Place con la cabeza-. Pagando siempre se encuentra un oído amigo.
– ¿Pagando? -Un oído amigo a cambio de pago sugería dos posibilidades: o prostitución, que parecía tanto el estilo de Rob como un atraco a mano armada; o psicoterapia, lo cual parecía igual de improbable.
Pareció que la señora Puccini sabía lo que estaba pensando, porque soltó una carcajada antes de explicarse.
– El hotel -dijo-, al pie de las escaleras. La mayoría de las noches va al bar de allí. Supongo que ahora estará allí.
Ulrike comprobó que así era cuando le dio las buenas noches a la señora Puccini y a Trixie y cruzó la plaza para bajar las escaleras. Vio que conducían a un edificio sencillo e inequívocamente de posguerra, entregado a unos ladrillos color chocolate y una mínima decoración exterior. Sin embargo, dentro se vanagloriaba de contar con un vestíbulo art déco de imitación, las paredes cubiertas de cuadros que retrataban hombres y mujeres adinerados que holgazaneaban o se divertían en el periodo de entreguerras.
En un extremo de este vestíbulo, una puerta marcaba la entrada al bar Othello. A Ulrike le pareció extraño que Robbie, o cualquier otra persona del barrio, escogiera ir a beber a un hotel antes que a un pub cercano; pero decidió que el bar Othello poseía una cualidad para recomendarlo, al menos esta noche: no había prácticamente nadie. Si Robbie quería hincharle la cabeza al comprensivo barman, el hombre estaba totalmente disponible. Además, había taburetes en la barra, otra característica que hacía que el Othello tal vez fuera más acogedor que el pub de la esquina.
Robbie Kilfoyle estaba sentado en uno de los taburetes. Dos mesas estaban ocupadas por hombres de negocios que, mientras consumían cerveza, trabajaban en sus portátiles; en otra mesa había tres mujeres que, por sus enormes traseros, deportivas blancas y la bebida que habían elegido para aquella hora de la noche -vino blanco-, parecían turistas estadounidenses. Por lo demás, el bar estaba vacío. De los altavoces del techo salía música de los años treinta.
Ulrike se sentó en un taburete al lado de Robbie. El miró en su dirección una vez, y luego volvió a mirarla cuando se percató de quién era. Abrió mucho los ojos.
– Hola -dijo Ulrike-. Uno de tus vecinos me ha dicho que quizás estabas aquí.
– Ulrike, vaya -dijo Rob, y miró a su alrededor como para ver si la acompañaba alguien.
Ulrike se fijó en que llevaba una jersey negro ajustado que le marcaba el físico, algo que no hacía la camisa blanca perfectamente planchada que llevaba siempre. Se preguntó si no habría recibido lecciones de Griff. Tenía un cuerpo bastante bonito.
El barman oyó la exclamación de Rob y se acercó a tomarle nota. Ulrike pidió un brandy y, cuando el barman fue a buscárselo, le dijo a Rob que la señora Puccini le había sugerido que mirara allí.
– Me ha dicho que venías aquí a menudo desde que murió tu padre -añadió Ulrike.
Robbie apartó la vista y luego volvió a mirarla. No intentó confundirla, y Ulrike tuvo que admirarlo por aquello.
– No quise contártelo -dijo-. Que había muerto. No sabía cómo decírtelo. Me pareció que sería como… -Parecía que pensaba en ello mientras giraba la pinta de cerveza entre las manos-. Habría sido como pedir un trato especial; como esperar que alguien me compadeciera y, por consiguiente, me diera algo.
– ¿Qué te hizo pensar eso? -preguntó Ulrike-. Espero que en Coloso nadie haya hecho algo que te hiciera sentir que no tenías amigos en los que confiar.
– No, no -dijo-. No pienso eso. Supongo que no estaba preparado para hablar de ello.
– ¿Y ahora?
Ulrike vio que tenía la oportunidad de forjar un vínculo de lealtad con Robbie. Si bien tenía mayores preocupaciones que la muerte de un hombre ocurrida seis meses atrás -un hombre al que ni siquiera había visto nunca-, quería que Robbie supiera que tenía una amiga en Coloso y que esa amiga estaba sentada a su lado en el bar Othello.