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– ¿Si estoy preparado para hablar de ello?

– Sí.

Negó con la cabeza.

– La verdad es que no.

– ¿Te resulta doloroso?

Rob la miró.

– ¿Por qué dices eso?

– Es evidente. Al parecer, estabais muy unidos. Vivíais juntos, después de todo. Debíais pasar juntos mucho tiempo. Recuerdo que me dijiste que veíais la tele… -Se detuvo, interrumpió sus palabras al darse cuenta. Giró el vaso de brandy despacio y se obligó a terminárselo-. Veías la tele con él. Me dijiste que veías la tele con él.

– Y así era -contestó-. Mi padre era un cabrón cuando tenía el día, pero nunca se metía con nadie si estaba puesta la tele. Creo que lo hipnotizaba. Así que cuando estábamos juntos, sobre todo después de que al fin ingresaran a mi madre en el hospital, encendía la tele para que me dejara en paz. Supongo que la fuerza de la costumbre hizo que te dijera que veía la tele con él. La verdad es que era lo único que hacíamos juntos. -Se acabó la cerveza-. ¿Por qué has venido? -le preguntó.

¿Por qué había ido? De repente, no le pareció importante. Repasó temas para encontrar alguno que fuera creíble e inofensivo a la vez.

– Para darte las gracias, en realidad.

– ¿Por qué?

– Haces tanto en Coloso… A veces no te lo reconocemos suficiente.

– ¿Has venido aquí a decirme eso?

Pareció que Robbie no la creía, como le hubiera pasado a cualquier persona razonable.

Ulrike sabía que pisaba terreno peligroso, así que decidió que lo más inteligente era optar por la verdad.

– Hay más, en realidad. Me están… bueno… investigando, Rob. Así que estoy viendo qué amigos tengo. Te habrás enterado.

– ¿De qué? ¿De qué amigos tienes?

– De que me están investigando.

– Sé que ha venido la poli.

– No me refiero a esa investigación.

– Entonces, ¿a qué?

– El consejo de administración está examinando mi trabajo como directora de Coloso. Sabrás que hoy han pasado por el centro.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué qué?

– ¿Por qué debería saberlo? Yo no soy nadie allí. Soy el menos importante y el último al que se informa.

Lo dijo con indiferencia, pero Ulrike vio que estaba… ¿frustrado, resentido, enfadado? ¿Por qué no había visto aquello antes? ¿Y qué se suponía que debía hacer ahora al respecto, aparte de disculparse, hacerle una promesa vaga sobre que las cosas en Coloso iban a cambiar y largarse?

– Voy a intentar cambiar eso, Rob -le dijo.

– Si me pongo de tu parte en el conflicto que se avecina.

– No estoy diciendo que…

– No pasa nada. -Robbie apartó el vaso de pinta y, cuando el barman le ofreció otra, dijo que no con la cabeza. Pagó su cuenta y la de Ulrike y dijo-: Entiendo que es un juego. Capto cómo funciona todo. No soy estúpido.

– No pretendía insinuar que lo fueras.

– No me he ofendido. Haces lo que tienes que hacer. -Se bajó del taburete-. ¿Cómo has venido? -le preguntó-. No habrás venido en bici, ¿no?

Le dijo que sí. Se acabó la bebida.

– Será mejor que me vaya -le dijo.

– Es tarde. Te llevo a casa -dijo Rob.

– ¿Me llevas? Creía que también ibas en bici.

– A trabajar. Si no, no -contestó-. Me quedé con la furgoneta de papá cuando murió en verano. El pobre se compró una autocaravana para cuando se jubilara, y cayó muerto la semana siguiente. No llegó a utilizarla nunca. Vamos. Podemos meter la bici dentro. Ya lo he hecho antes.

– Gracias, pero no hace falta, en serio. Para ti es una molestia y…

– No seas estúpida. No es ninguna molestia. -La cogió del brazo-. Buenas noches, Dan -le dijo al barman, y condujo a Ulrike no a la puerta por la que había entrado, sino a un pasillo que vio que llevaba a los baños y, más adelante, a la cocina, en la que entraron. Sólo quedaba un cocinero.

– Rob -dijo el hombre, saludándolo con la cabeza cuando pasaron.

Ulrike vio que había otra salida, una ruta de escape para los empleados de la cocina si se producía un incendio, y ésa fue la puerta que eligió Robbie. Daba a un aparcamiento estrecho detrás del hotel, encajonado entre el propio edificio, por un lado, y una cuesta encima de la cual estaba Granville Square, por el otro.

En un rincón oscuro y alejado del aparcamiento, esperaba una furgoneta. Era vieja e inofensiva, y zonas oxidadas teñían las letras blancas despintadas del lateral.

– La bici -dijo Ulrike.

– ¿Está arriba en la plaza? Lo arreglaremos. Sube. Iremos a recogerla.

Ulrike echó un vistazo al aparcamiento. La iluminación era tenue, y estaba desierto. Miró a Robbie, que le sonrió. Pensó en Coloso y en lo mucho que había trabajado y en todo lo que quedaría destruido si la obligaban a entregárselo a otra persona. A alguien como Neil. A alguien como Griff. A cualquiera, en realidad.

Decidió que algunas situaciones necesitaban un salto de fe. Esa era una de ellas.

En la furgoneta, Robbie le abrió la puerta. Ulrike subió, y él cerró. Buscó el cinturón, pero no lo encontró por encima de su hombro. Cuando Robbie se sentó a su lado y vio que estaba buscando, puso en marcha la furgoneta y le dijo:

– Vaya, lo siento. Es un poco complicado. Está más debajo de lo normal. Tengo una linterna por aquí, en algún sitio. Deja que te dé luz.

Hurgó en el suelo bajo el asiento. Ulrike vio que sacaba una linterna.

– A ver si -dijo, y ella se volvió una vez más para coger el cinturón.

Después de eso, todo pasó en menos de cinco segundos. Esperó a que se encendiera la luz de la linterna.

– ¿Rob? -dijo, y entonces notó la descarga que le recorrió el cuerpo. Le costaba respirar.

El primer espasmo la debilitó. El segundo la dejó seminconsciente. El tercero hizo que se tambaleara y la sumió en la oscuridad.

Capítulo 33

La comisaría de Harrow Road no tenía muy buena reputación, pero en West Kilburn la policía tenía que lidiar con muchas cosas. Se ocupaban de todo, desde los habituales conflictos socioculturales que se producían en una comunidad multiétnica hasta la delincuencia callejera, las drogas y un mercado negro floreciente. También debían enfrentarse permanentemente a las bandas.

En una zona dominada por las urbanizaciones de viviendas de protección oficial y bloques de pisos mugrientos edificados en los años sesenta, cuando la imaginación arquitectónica estaba moribunda, abundaban las leyendas de policías superados con ingenio y habilidad en lugares como los pasillos entrelazados a modo de túnel del famoso Mozart Estate. En aquella zona de la ciudad, la policía siempre había estado en inferioridad numérica. Y los agentes lo sabían, lo que no mejoraba su mal genio cuando se trataba de satisfacer las necesidades de la población.

Cuando Barbara y Nkata llegaron, se encontraron con una discusión encendida en la recepción. Un rastafari acompañado por una mujer muy embarazada y dos niños exigía la actuación de un agente:

– Quiero que me devuelva el coche, cono. ¿Cree que esta mujer piensa dar a luz en la calle?

– No está en mi mano, señor -afirmó el agente-.Tendrá que hablar con uno de los policías que trabajan en el caso.

– Pues qué mierda -dijo el rasta, y se dio la vuelta. Cogió a su mujer del brazo y se dirigió hacia la puerta-. Hermano -le dijo a Nkata, asintiendo con la cabeza al pasar por delante de él.

Nkata se identificó al agente de la recepción y luego presentó a Barbara. Le dijo que habían ido a ver al sargento Starr. Tenían a un chico en el calabozo de Harrow Road a quien habían señalado como la persona que había apretado el gatillo en un crimen en Belgravia.

– Nos está esperando -dijo Nkata.

Harrow Road había informado a Belgravia, quien había informado a su vez a New Scotland Yard. Se demostró que el soplón de West Kilburn era de fiar. Había dado el nombre de un chico que se parecía al que salía en las imágenes de la cámara de seguridad de Cadogan Lane, y la policía lo había encontrado enseguida. Ni siquiera había huido. Después de la agresión, simplemente había cogido el metro para irse a su casa porque las cámaras de circuito cerrado de la estación de Westbourne Park también habían grabado su cara, pero sin compañero esta vez. No podía haber nada más fácil. Lo único que quedaba por hacer era cotejar sus huellas con las del arma hallada en el jardín próximo a la escena del crimen.