Cuando se abrió la puerta un rato después, estaba listo.
– Es la hora -dijo.
Sintió que se le hinchaba el corazón como si se lo arrancaran del cuerpo. Los monitores murieron. El ventilador calló. El silencio de la despedida invadió la habitación.
Cuando Barbara y Nkata regresaron a New Scotland Yard, ya había llegado la noticia. Las huellas del chico estaban en el cañón y la empuñadura del arma, y la prueba de balística demostraba que la bala había salido de la misma pistola. Comunicaron su propio informe a John Stewart, quien escuchó imperturbable. Era como si creyera que, de haber ido él a la comisaría de Harrow Road, las cosas habrían sido distintas y le habría sacado al chico el nombre del otro asesino por la fuerza. Qué coño sabía él, que le dijo lo que habían averiguado del chico y de Coloso gracias a Fabia Bender, pensó Barbara.
– Quiero contárselo al comisario, señor -dijo para terminar. Cuando vio que la expresión de Stewart sugería que se temía algo malo, cambió sus palabras-. Me gustaría contárselo, quiero decir. Cree que lo que le pasó a Helen está relacionado con esta investigación, que el asesino la encontró por el artículo de The Source. Necesita saber que… Le daré una cosa menos en la que pensar, supongo.
Stewart pareció examinar la situación desde todos los puntos de vista antes de acceder al fin. Pero tenía que terminar el papeleo relacionado con su visita a Harrow Road, y debía hacerlo antes de ir al hospital Saint Thomas.
Era la una y media de la madrugada cuando por fin se dirigió exhausta a su coche. Entonces, el maldito Mini se ahogó y se quedó sentada con la cabeza apoyada en el volante, deseando que el maldito motor funcionara como era debido. Dentro de su cabeza, oyó la misma advertencia procedente de alguna dimensión automotora mística que le sugería que llevara el coche al taller antes de que se averiara para siempre.
– Mañana, ¿vale? Mañana -farfulló, y esperó que aquella promesa bastara.
Bastó: el motor arrancó al fin.
A aquellas horas de la noche, las calles de Londres estaban prácticamente vacías. Ningún taxista en su sano juicio intentaría conseguir clientes en Westminster, y los autobuses pasaban con menos frecuencia. De vez en cuando pasaba algún coche, pero en su mayoría las calles estaban tan desiertas como las aceras, donde los vagabundos se refugiaban en los portales. Por tanto, llegó deprisa al hospital.
Mientras conducía, se dio cuenta de que quizá Lynley no estaba, que quizá se había marchado a casa para intentar dormir un poco, en cuyo caso no iría a molestarle. Pero cuando llegó y se detuvo en un apartadero en Lambeth Palace Road, vio el Bentley estacionado al fondo del aparcamiento. Estaba con Helen, tal como había supuesto.
Pensó de pasada en el riesgo de apagar el motor del Mini después de lograr que se pusiera en marcha. Pero era necesario correr el riesgo, porque quería ser ella quien le contara a Lynley lo del chico. Sentía la necesidad de mitigar ni que fuera una pequeña parte de la culpa que soportaba, así que giró la llave del contacto y esperó a que el Mini dejara de hipar.
Cogió el bolso y se bajó del coche. Justo cuando iba a dirigirse hacia la entrada, lo vio. Salía del hospital; al verlo -cómo caminaba con los hombros encorvados-, supo el estado de alteración permanente en el que se encontraba. Entonces, dudó. ¿Cómo acercarse a un amigo tan querido? ¿Cómo acercarse a él en un momento tan devastador? Al final, creyó que no podría hacerlo. Porque, después de todo, ¿qué importaba en realidad, ahora que su vida había quedado destrozada?
Lynley cruzó cansinamente el aparcamiento hacia el Bentley. Allí, levantó la cabeza. No hacia ella, sino a un punto en el aparcamiento que Barbara no podía ver. Era como si alguien lo hubiera llamado. Y, luego, una figura salió de la oscuridad y, después de eso, las cosas pasaron muy deprisa.
Barbara vio que la figura iba vestida toda de negro. Se acercó a Lynley. Llevaba algo en la mano. Lynley miró a su alrededor. Luego, se volvió rápidamente hacia su coche. Pero no llegó más lejos, porque la figura lo alcanzó y apretó el objeto que sostenía contra su cuerpo. El comisario tardó menos de un segundo en caer al suelo, y la mano que sostenía el objeto volvió a atacarlo con éste. Su cuerpo se sacudió, y la figura de negro levantó la cabeza. A pesar de la distancia, Barbara vio que estaba mirando a Robbie Kilfoyle.
Todo había sucedido en tres segundos, quizá menos. Kilfoyle cogió a Lynley por las axilas y lo arrastró hacia lo que Barbara debería haber visto si no hubiera estado tan centrada en Lynley. Bien oculta entre las sombras, había una furgoneta con la puerta corrediza abierta. Un segundo después, ya había metido a Lynley dentro.
– Hostia puta, joder -dijo Barbara, sin arma y, por un momento, sin saber en absoluto hacia dónde ir. Miró al Mini buscando algo que pudiera utilizar… Cogió el móvil para pedir ayuda. Marcó el primer 1 y, al otro lado del aparcamiento, la furgoneta arrancó.
Se agachó para entrar en el coche. Lanzó el bolso y el móvil dentro, sin completar la llamada. Marcaría el siguiente 1 y el 2 dentro de un momento, pero mientras tanto tenía que ponerse en marcha, tenía que seguirlo y anunciar a gritos por el móvil la dirección que había tomado para que mandaran una unidad armada, porque la furgoneta, la maldita furgoneta, se movía, cruzaba el aparcamiento. Era roja, como habían sospechado, y en el lateral estaban las letras despintadas que habían visto en la grabación.
Barbara metió la llave en el contacto y la giró. El motor chirrió. No arrancó. Enfrente, la furgoneta se dirigió a la salida. Sus luces la iluminaron. Barbara se agachó porque Robbie tenía que pensar que tenía vía libre; así avanzaría a velocidad lenta, constante y confiada. Entonces podría seguirlo y llamar a los hombres de grandes y bonitas pistolas para que redujeran a ese inútil excremento humano antes de que le hiciera daño a alguien que lo era todo para ella, alguien que era su amigo, su mentor, y que en ese momento no se defendería, pues no le importaba defenderse, y pensaría: «Haz conmigo lo que quieras», y no podía consentir que le pasara eso a Lynley.
El coche no arrancó. No arrancaría. Barbara se oyó chillar. Se bajó de un salto. Dio un portazo. Cruzó el aparcamiento corriendo. Pensó en que Lynley iba en dirección al Bentley, estaba cerca del Bentley, así que cabía la posibilidad…
Y le habían caído las llaves al desplomarse. Le habían caído las llaves. Las cogió con un sollozo de agradecimiento que se obligó a dominar. Segundos después, estaba en el Bentley. Le temblaban las manos. Tardó siglos en introducir la llave en el contacto, pero el coche arrancaba y ella intentaba ajustar el asiento a una posición que le permitiera llegar al acelerador y al freno, porque Lynley tenía las piernas largas y medía casi treinta centímetros más que ella. Metió la marcha atrás y retrocedió y rezó para que el asesino fuera prudente, prudente, prudente, porque lo último que quería era llamar la atención con su forma de conducir.
Había girado a la izquierda. Ella hizo lo mismo. Aceleró el motor del enorme coche, y éste avanzó veloz como un pura sangre bien entrenado; soltó tacos mientras conseguía controlar el vehículo, controlar sus reacciones, controlar el cansancio que ya no era cansancio sino un subidón de adrenalina y la necesidad de detener de una vez por todas a ese hijo de puta, prepararle una sorpresita al cabrón, mandar a cien policías si era necesario, todos armados para que pudieran asaltar su puto matadero móvil, y no podía hacer daño a Lynley mientras la furgoneta estuviera en movimiento, así que sabía que podía estar tranquila hasta que parara. Pero tenía que hacer saber a la policía hacia dónde se dirigía, así que en cuanto vio al fin la furgoneta de Kilfoyle cruzando el puente de Westminster, fue a coger el móvil. Y se dio cuenta de que se lo había olvidado en el Mini, con el bolso, lo había dejado allí tirado cuando se había metido en el coche, sin haber completado la llamada al 112.