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Había apuntado a la puerta del conductor. Le había dado justo en el centro. Los sesenta y un kilómetros por hora habían funcionado. La velocidad había destrozado la parte delantera del Bentley y mandado la furgoneta a los arbustos. Lo que en ese momento tenía enfrente era la parte trasera del vehículo; su única ventana negra la miraba.

El tenía las armas; ella, la sorpresa. Avanzó para ver qué había causado la sorpresa.

La puerta corrediza estaba en el lado del pasajero. Estaba abierta.

– Policía, Kilfoyle -gritó Barbara-. Estás acabado. Sal.

No hubo ninguna respuesta. Tenía que estar inconsciente.

Se movió con cautela. Miró a su alrededor mientras caminaba. Estaba oscuro como boca de lobo, pero se le estaban acostumbrando los ojos. Los arbustos eran densos, se retorcían hacia el aparcamiento, y Barbara los atravesó para dirigirse a la puerta abierta de la furgoneta.

Vio unas figuras; dos, inexplicablemente, y una vela ardiendo en el suelo. La puso derecha e iluminó el lugar con un resplandor que le permitió encontrarlo. Lynley colgaba sin fuerzas de los brazos y las muñecas, atado como un trozo de carne al lateral de la furgoneta. Ulrike Ellis estaba inmovilizada en el suelo. Se había meado encima. El aire apestaba a orina.

Barbara pasó por encima de ella y llegó a Lynley. Vio que estaba consciente y, con la voz entrecortada, dio gracias a Dios. Le arrancó la cinta aislante que le tapaba la boca.

– ¿Le ha hecho daño? ¿Está herido? ¿Dónde está Kilfoyle, señor? -le preguntó llorando.

– Ocúpate de la mujer, la mujer -le dijo Lynley, y Barbara lo dejó para ir con ella. Vio que junto a Ulrike había una sartén y por un momento pensó que el cabrón la había golpeado con ella y que estaba muerta. Pero cuando se arrodilló y le buscó el pulso, comprobó que era rápido y constante. Le arrancó la cinta de la boca. Le desató la mano izquierda.

– Señor, ¿dónde está? ¿Está aquí? ¿Dónde…?

La furgoneta dio un bandazo.

– ¡Detrás de ti! -gritó Lynley.

Y ahí estaba el cabrón. Otra vez en la furgoneta y avanzando hacia ella. Maldita sea, ¿no tenía algo en la mano? Parecía una linterna, pero no creía que lo fuera porque no estaba encendida, y daba igual porque Kilfoyle estaba abalanzándose sobre ella y…

Barbara cogió lo único que tenía a su alcance. Se puso en pie de un salto justo cuando Robbie arremetía contra ella. El hombre falló y cayó hacia delante.

Ella tuvo más suerte.

Blandió la sartén y le golpeó en la nuca.

Kilfoyle cayó sobre Ulrike, pero no importaba. Barbara volvió a golPearlo por si acaso.

Capítulo 34

Nkata llegó a la comisaría de policía de Lower Clapton Road en tiempo récord. Vio que no estaba demasiado lejos de Hackney Marsh, en una zona de la ciudad que no había visto nunca. La comisaría, que ocupaba un viejo edificio Victoriano de ladrillo rojo, parecía un sitio del que en cualquier momento podría salir Bobby Peel, y a esta hora tan temprana aún estaba iluminado como si fuera noche cerrada, con las luces exteriores coartando a aspirantes a terroristas desconocidos en el siglo XIX.

Le había despertado el móvil. Barb Havers estaba al otro lado.

– Es Kilfoyle, Winnie -le dijo lacónicamente-. Tenemos a ese hijo de puta. En Lower Clapton Road, si quieres participar. ¿Quieres?

– ¿Qué? -dijo Winston-. Creía que ibas a decirle al comis…

– Kilfoyle estaba allí. Lo ha secuestrado en el aparcamiento. Lo he seguido y… Maldita sea, le he destrozado el Bentley Win, pero era la única forma de…

– ¿Me estás diciendo que has visto que secuestraban al jefe y no has llamado para pedir ayuda? Joder, Barb…

– No he podido.

– Pero…

– Winnie. Cierra el pico. Si quieres participar, vente ya. Está en una celda mientras esperan a que llegue John Stewart, pero nos dejarán hablar con él antes si el abogado de oficio llega primero. ¿Quieres participar?

– Voy para allá.

Con las prisas por salir, hizo ruido y su madre se despertó. Salió corriendo de su habitación con una aguja de gancho en alto -sabe Dios qué pensaba hacer con ella- y, cuando lo vio, exigió saber qué hacía ahí fuera a las 4:32 de la madrugada.

– ¿Ahora llegas? -le había gritado.

– Ahora salgo -había contestado él.

– ¿Sin desayunar? Siéntate y espera a que te fría algo como es debido.

– No puedo, mamá. Estamos cerrando un caso, y quiero estar presente. Si tardo mucho, los jefazos no me dejarán participar.

Así que cogió el abrigo, le dio un beso en la mejilla y se marchó. Atravesó veloz el pasillo, bajó las escaleras corriendo y se dirigió a toda prisa al coche. Tenía una idea general de dónde estaba la comisaría. Lower Clapton Road quedaba justo al norte de Hackney.

Entró apresuradamente en la recepción, donde dio su nombre y mostró su identificación. El agente de guardia que había en la recepción llamó a alguien y, en menos de dos minutos, Barb Havers salió a buscarlo.

Le puso al día rápidamente: lo que había visto en el aparcamiento del hospital de Saint Thomas, la mala suerte cuando el Mini se había averiado, cómo se había apropiado del Bentley de Lynley, la pista de hielo del valle del Lea, el plan precipitado, cómo había empotrado el Bentley en la furgoneta y había encontrado a Lynley y a Ulrike Ellis dentro, el breve enfrentamiento con el asesino.

– No ha pensado en la sartén -concluyó Barbara-. Podría haberle dado seis veces más, pero el comisario me ha gritado que ya lo había golpeado suficiente.

– ¿Dónde está?

– ¿El jefe? En Urgencias. Es a donde hemos ido todos cuando el 112 nos ha mandado a éstos. -Señaló a su alrededor para indicar a los colegas de la comisaría de Lower Clapton Road-. Kilfoyle le ha dado tantas descargas con la pistola eléctrica que quieren tenerlo un tiempo en observación. Lo mismo con Ulrike.

– ¿Y Kilfoyle?

– El hijo de puta tiene la cabeza dura como una piedra, Winnie. No le he roto nada, es una pena. Seguramente tendrá una conmoción o una contusión, lo que sea; pero sus cuerdas vocales funcionan bien, así que para nosotros está perfecto. Ah, y también le he enchufado la pistola eléctrica. -Sonrió-. No he podido resistirme.

– Brutalidad policial.

– Y estaré orgullosa de que lo escriban en mi lápida. Hemos llegado. -Abrió la puerta de una sala de interrogatorios empujándola con el hombro. Dentro, Robbie Kilfoyle estaba sentado con un abogado de oficio que le hablaba con urgencia.

Lo primero en lo que pensó Nkata fue que, en realidad, Kilfoyle no se parecía demasiado a ninguno de los retratos robot que habían encargado en el transcurso de la investigación. Tan sólo guardaba cierto parecido con el hombre que habían visto merodeando por el gimnasio Square Four, donde hacía ejercicio Sean Lavery y no se parecía en absoluto al hombre que había comprado la furgoneta a Muwaffaq Masoud a finales del verano anterior, si es que había sido él en cualquier caso. «Viva la memoria de la gente», pensó Nkata.

Por otro lado, y como expiación a los pecados de Robson, el perfil del asesino que había realizado el psicólogo era bastante exacto, y los pocos hechos que pudieron obtener de Kilfoyle -cuando el abogado de oficio no le decía que tuviera cuidado con lo que decía o que cerrara el pico directamente- lo confirmaron. Los veintisiete años de Kilfoyle entraban en la franja de edad, y sus circunstancias tampoco se alejaban. Al morir su madre, había vivido con su padre hasta que el anciano falleció en verano. Nkata imaginó que ése había sido el detonante, porque el primer asesinato se produjo poco tiempo después. Ya sabían que su pasado encajaba en el perfil, dados sus problemas de ausentismo escolar, denuncias por voyerismo y las ausencias sin permiso que figuraban en su historial militar. Pero durante el tiempo limitado que pasaron con él antes de que llegara el detective John Stewart, vio que el resto de los detalles iban a aportarlos las pruebas que recabarían en su casa, en los alrededores del aparcamiento de la pista de hielo y en la furgoneta.