Stephenson Deacon, el jefe del departamento de prensa, había elegido realizar él las observaciones introductorias en la primera reunión informativa. Su aparición no sólo indicaba la importancia de lo que iba a anunciarse, sino también informaba a la gente de lo mucho que la policía se tomaba en serio aquel asunto. Sólo la presencia del jefe de la DAP supondría una declaración más imponente.
Los periódicos, por supuesto, enseguida se lanzaron a escribir el hallazgo de un cuerpo encima de una tumba en Saint George's Gardens, como cualquier persona mínimamente inteligente de New Scotland Yard imaginaba. La reticencia de la policía en la escena del crimen, la llegada de un agente de New Scotland Yard mucho antes de que se levantara el cadáver, el tiempo transcurrido entre el descubrimiento del cuerpo y aquella rueda de prensa… Todo eso había avivado el apetito de los periodistas y anticipaba que estaba por llegar una historia mucho más importante.
Cuando Deacon le cedió la palabra, Hillier se aprovechó de todo eso. Comenzó por el motivo principal de la rueda de prensa, que, según declaró, era «que nuestros jóvenes sean conscientes de los peligros a los que se enfrentan en las calles». Prosiguió esbozando el crimen que investigaban y, justo cuando cualquier persona se habría preguntado con toda la lógica del mundo por qué se celebraba aquella reunión para informar de un asesinato que ya había encabezado los telediarios y las portadas de los periódicos, dijo:
– En esta coyuntura, estamos buscando testigos para lo que parece ser una serie de crímenes potencialmente relacionados contra chicos jóvenes.
En menos de cinco segundos la palabra «serie» condujo ineludiblemente a «en serie», momento en el que los reporteros cayeron en la trampa como moscas acudiendo a la miel. Sus preguntas salieron disparadas como flechas.
Lynley vio la satisfacción en las facciones de Hillier mientras los periodistas hacían el tipo de preguntas que él y el departamento de prensa esperaban, y dejaban aparcados los temas que él y dicho departamento deseaban evitar. Hillier levantó la mano con una expresión que comunicaba tanto comprensión como tolerancia hacia su frenesí. Luego pasó a relatar con exactitud lo que había planeado decir, indiferente a sus preguntas.
En cada caso, explicó, las brigadas de homicidios pertenecientes a los lugares donde se habían hallado los cuerpos investigaron los crímenes en un principio. Sin duda, sus colegas periodistas responsables de recabar la información en cada una de las comisarías implicadas estarían encantados de pasarles las notas que ellos mismos habían tomado sobre los asesinatos. Así todo el mundo se ahorraría un tiempo valioso. Por su parte, la Met iba a seguir adelante con una investigación minuciosa del último asesinato, relacionándolo con los demás si existía algún indicio claro de que los crímenes estaban conectados. Mientras tanto, la preocupación más inmediata de la Met, como ya había mencionado, era la seguridad de los jóvenes que poblaban las calles, y era crucial que el mensaje les llegara de inmediato: al parecer, los adolescentes eran el objetivo de uno o más asesinos. Tenían que ser conscientes de ello y tomar las precauciones adecuadas cuando salieran de casa.
Hillier presentó entonces a los «dos detectives al mando» de la investigación. El comisario en funciones Thomas Lynley la dirigiría y coordinaría las investigaciones anteriores realizadas por las comisarías locales, dijo. Lo ayudaría el sargento Winston Nkata. No se mencionó ni al detective John Stewart ni a nadie más.
Siguieron más preguntas, sobre la composición, tamaño y fuerza de la brigada, a las cuales respondió Lynley. Después, Hillier retomó el control con destreza.
– Siguiendo con el tema de la configuración de la brigada… -dijo como si acabara de pasársele por la mente, y continuó contándoles a los periodistas que él personalmente había incorporado al equipo al especialista forense Simón Allcourt-St. James y, para potenciar su trabajo y el trabajo de los agentes de la Met, un psicólogo forense (más conocido por elaborar perfiles psicológicos de asesinos) también contribuiría con sus servicios. Por motivos profesionales, el psicólogo prefería permanecer en el anonimato, pero bastaba con decir que se había formado en Estados Unidos, en Quantico, Virginia, sede de la unidad de perfiles psicológicos del FBI.
Luego Hillier cerró la reunión con un final ensayado, diciéndoles a los periodistas que el departamento de prensa les ofrecería reuniones informativas todos los días. Apagó el micrófono, se llevó de la sala a Lynley y Nkata y dejó a los periodistas con Deacon, quien hizo una señal a un subalterno para que repartiera los fajos de información adicional que previamente se había estimado adecuada para el consumo mediático.
En el pasillo, Hillier sonrió satisfecho.
– Acabamos de comprar tiempo -dijo-. Procurad utilizarlo bien.
Luego su atención se centró en un hombre que esperaba por allí cerca en compañía de la secretaria de Hillier, con un pase de visitante colgando de la chaqueta de punto verde y ancha que llevaba.
– Ah, excelente. Ya has llegado -le dijo Hillier, e hizo las presentaciones. Era Hamish Robson, les comunicó a Lyney y Nkata, el psicólogo clínico y forense del que acababa de hablar con los periodistas. También trabajaba en el Hospital Psiquiátrico Penitenciario Fischer en Dagenham. El doctor Robson había accedido amablemente a ayudarles al unirse a la brigada de homicidios de Lynley.
Lynley notó que se le tensaba la columna. Se dio cuenta de que Hillier le tenía reservada otra sorpresa, al haber dado por sentado erróneamente durante la rueda de prensa que Hillier mentía descaradamente al hablar de un psicólogo forense sin nombre. Sin embargo, cumplió con la formalidad de estrechar la mano al doctor Robson, mientras le decía a Hillier en un tono tan agradable como pudo:
– ¿Podemos hablar un momento, señor?
Hillier miró su reloj ostensiblemente. Aún más ostensiblemente le dijo a Lynley que el subdirector esperaba un informe sobre la reunión que acababa de concluir.
– Serán menos de cinco minutos y lo considero esencial -dijo Lynley, añadiendo la palabra «señor» en el último momento a propósito en un tono y con un significado que Hillier comprendió.
– De acuerdo -dijo Hillier-. Hamish, si nos disculpas… el sargento Nkata te enseñará dónde está el centro de coordinación.
– Necesitaré a Winston un momento-dijo Lynley, no porque fuera estrictamente verdad, sino porque en algún momento tendría que hacerle entender a Hillier que no era el subinspector de la policía quien dirigía la investigación.
Hubo un silencio tenso durante el cual Hillier pareció evaluar a Lynley por su nivel de insubordinación.
– Hamish, si puedes esperar un momento -dijo al fin, y condujo a Lynley y Nkata no a un despacho, ni a las escaleras, ni al ascensor para subir a su despacho, sino al servicio de caballeros, donde le dijo a un policía uniformado que se encontraba vaciando la vejiga que abandonara el lugar y se quedara junto a la puerta para no dejar entrar a nadie.
– No vuelvas a hacerlo, por favor -dijo Hillier en tono agradable antes de que Lynley pudiera hablar-. Si vuelves a hacerlo, te verás vestido de uniforme tan deprisa que te preguntarás quién te ha abrochado los pantalones.
Al ver que lo más probable era que la temperatura de la conversación subiera a pesar del tono momentáneamente afable de Hillier, Lynley le dijo a Nkata:
– Winston, ¿nos dejas solos, por favor? Sir David y yo tenemos que decirnos unas palabras que preferiría que no escucharas. Vuelve al centro de coordinación y mira a ver cómo va Havers con el listado de desaparecidos, sobre todo con ese que parecía una posible identificación positiva.
Nkata asintió. No preguntó si tenía que llevarse con él a Hamish Robson como le había mandado anteriormente Hillier. Parecía contento con aquella orden que le daba la oportunidad de demostrar a quién debía lealtad.