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Barbara negó con la cabeza.

– No lo sé.

– Pero tienes una idea. Debes de tenerla. Cuéntame.

– El coche está abierto, señor.

– Barbara, cuéntame.

Barbara abrió la puerta, pero no subió.

– Podría ser una iniciación, señor. Tenía que demostrarle algo a alguien, y Helen estaba allí. Resultó que estaba… allí.

Lynley sabía que se suponía que aquello debía darle la absolución, pero no la sentía.

– Pues entonces llévame a Harrow Road -dijo.

– No hace falta que… -dijo ella.

– Llévame a Harrow Road, Barbara.

Ella lo miró y luego subió al coche. Arrancó.

– El Bentley… -dijo Barbara.

– Le diste un buen uso -le dijo Lynley-. Bien hecho, detective.

– Voy a ser sargento otra vez -dijo ella-. Por fin.

– Sargento -dijo Lynley, y notó que sus labios se curvaban ligeramente-. Bien hecho, sargento.

A Barbara le temblaron los labios, y Lynley vio que se le formaba un hoyuelo en la barbilla.

– Sí, bueno -dijo Barbara. Salió del aparcamiento y puso rumbo al lugar donde se dirigían.

Si le preocupaba que Lynley fuera a cometer una imprudencia, no dio muestras de ello, sino que le contó que Ulrike Ellis había ido a buscar la compañía de Robbie Kilfoyle y después le dijo que John Stewart había recibido el encargo de comunicar la detención a los medios después de que Nkata rechazara hacerlo él.

– El momento de gloria de Stewart -concluyó diciendo-. Creo que lleva años esperando el estrellato.

– Procura llevarte bien con él -le dijo Lynley-. No quiero que tengas enemigos en el futuro.

Ella lo miró. Lynley vio lo que Barbara temía. Deseó poder decirle que la situación era otra.

En la comisaría de Harrow Road, Lynley le dijo lo que quería. Ella escuchó, asintió y, en un acto de amistad que agradeció, no intentó convencerle de que no lo hiciera. Cuando se hubieron movido los hilos y dispuesto todo, Barbara fue a buscarlo. Igual que había hecho en Victoria Street, caminó a su lado con la mano ligeramente en su codo.

– Aquí dentro, señor -le dijo, y abrió una puerta que daba a una habitación de luz tenue. Más adelante, al otro lado del espejo, estaba sentado el asesino de Helen. Le habían dado una botella de plástico de zumo, pero no la había abierto. La sujetaba entre las manos y tenía los hombros caídos.

Lynley notó que un gran suspiro lo abandonaba.

– Joven. Muy joven. Santo cielo -fue lo único que pudo decir.

– Tiene doce años, señor.

– ¿Por qué?

No había respuesta, y Lynley sabía que ella sabía que no la esperaba.

– ¿Qué nos ha pasado, Barbara? -dijo-. ¿Qué, por el amor de Dios? -Y también supo que ella no quería ninguna respuesta.

Aun así, Barbara dijo:

– ¿Dejará ahora que lo lleve a casa?

– Sí -contestó Lynley-. Puedes llevarme a casa.

Era última hora de la tarde cuando fue a Cheyne Row. Le abrió Deborah. Sin decir nada, sujetó la puerta para que entrara. Se quedaron mirándose -como antiguos amantes que eran-, y Deborah lo observó como examinándolo antes de enderezar los hombros en un gesto que parecía denotar decisión.

– Ven por aquí, Tommy. Simón no está en casa -dijo.

No le dijo que había ido a verla a ella y no a su amigo, porque ya parecía saberlo. Lo llevó al salón en el que había estado envolviendo el regalo del bebé para Helen en lo que ya parecía otro siglo. Sobre la mesa, doblados con cuidado sobre las bolsas que los habían contenido, estaban los trajes de bautizo que Deborah y Helen habían comprado.

– Me pareció que querrías verlos antes de… Bueno, antes de que los devolviera a las tiendas -dijo Deborah-. No sé por qué lo pensé. Pero como fue lo último que hizo… Espero haber hecho lo correcto.

Eran Helen y su declaración caprichosa sobre qué era realmente importante y qué no lo era en absoluto. Allá estaba el esmoquin del que le había hablado; acullá, el disfraz en miniatura de payaso, al lado de un peto de terciopelo blanco, un traje de tres piezas tan pequeño que parecía imposible y un pelele igualmente pequeño que era un disfraz de conejo… La colección era adecuada para cualquier cosa menos para un bautizo, pero eso era lo que quería Helen. «Instauraremos nuestra propia tradición, cariño. Es imposible que nuestras familias, que están batallando tan sutilmente, se ofendan por eso.»

– No podía dejarles que hicieran lo que querían hacer-dijo Lynley-. No podía enfrentarme a ello. Se habría convertido en un espécimen. Unos cuantos meses conectada a las máquinas, señor, y veremos cómo acaba todo. Podría salir mal, podría salir peor, pero mientras tanto habremos avanzado en el campo de la ciencia médica. Será digno de aparecer en las revistas especializadas. Pasará a la historia. -Miró a Deborah. Le brillaban los ojos, pero tuvo el detalle de no echarse a llorar-. No podía hacerle eso, Deborah. No podía. Así que lo apagué todo. Lo apagué.

– ¿Anoche?

– Sí.

– Dios mío, Tommy

– No sé cómo vivir conmigo mismo.

– Sin culparte -dijo-. Así es como debes hacerlo.

– Tú también -le dijo Lynley-. Prométemelo.

– ¿El qué?

– Que no vivirás ni un solo momento pensando que fue culpa tuya, que podrías haber hecho algo para evitar lo que sucedió, para impedirlo. Estabas aparcando un coche. Es todo lo que hacías: aparcar un coche. Quiero que lo veas así porque ésa es la verdad. ¿Lo harás?

– Lo intentaré -dijo ella.

Cuando Barbara Havers llegó a casa aquella noche, se pasó treinta minutos dando vueltas por las calles esperando a que alguien dejara libre un sitio donde aparcar a una hora del día en que la mayoría de gente pasaba en casa toda la noche. Por fin encontró un hueco en Winchester Road, casi al final de South Hampstead, y lo ocupó agradecida a pesar de saber que le esperaba una cuesta larga cuando cerrara el coche y regresara lentamente a Eton Villas.

Mientras caminaba, se dio cuenta de que le dolía todo. Tenía los músculos agarrotados desde las piernas al cuello, pero sobre todo en los hombros. El choque con el Bentley había tenido un impacto mayor del que había sentido justo después. Aporrear a Robbie Kilfoyle con la sartén no había ayudado. Si hubiera sido otra clase de mujer, habría decidido que lo indicado era darse un masaje: un baño de vapor, una sauna, un jacuzzi y la experiencia completa; así como manicura y pedicura. Sin embargo, ella no era de esa clase de mujeres. Se dijo que con una ducha bastaría. Y dormir toda la noche, puesto que llevaba despierta treinta y siete horas.

Se concentró en eso. Mientras subía hacia Fellows Road y durante todo el camino, centró sus pensamientos en ducharse y dejarse caer en la cama. Decidió que ni siquiera encendería las luces de la casa, por si algo le impedía atenerse a su plan, que era ir de la puerta a la mesa del comedor (dejar sus pertenencias), de la mesa del comedor al cuarto de baño (abrir el grifo de la ducha, tirar la ropa al suelo, dejar que el agua le golpeara los músculos doloridos) y del cuarto de baño a la cama (caer en brazos de Morfeo). Aquello le permitió no pensar en lo que no quería pensar: que no se lo había dicho, que había tenido que saberlo por el detective Stewart.

Se sermoneó sobre cómo se sentía: marginada y perdida. Se dijo que la vida privada de Lynley no era asunto suyo, que el dolor de Lynley sería intolerable y que hablar de ello -confiarle que había puesto fin a la situación, y con ella a su vida tal como la había conocido e imaginado al tejer un futuro para él, para ella, para su pequeña familia- seguramente le habría destrozado. Pero lo único que hizo esa conversación consigo misma fue proporcionarle una delgada pátina de culpa con la que cubrir sus otros sentimientos. Y lo único que hizo la culpa fue silenciar momentáneamente a la niña que llevaba dentro y que seguía insistiendo en que se suponía que eran amigos. Los amigos se contaban las cosas, las cosas importantes. Los amigos se apoyaban los unos a los otros porque eran amigos.