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Pero la noticia había llegado al centro de coordinación por medio de Dorothea Harriman, que había pedido hablar con el detective Stewart, quien lo anunció después a todo el mundo sombríamente. «Nadie sabe los detalles del entierro -había dicho para terminar-, pero los mantendré informados. Mientras tanto, sin embargo, seguid trabajando, chicos. Hay que redactar informes para la fiscalía en más de un frente, así que hagámoslos, porque quiero firmarlos, sellarlos y mandarlos de tal manera que a nadie le quede ni un resquicio de duda sobre qué veredicto entregará el jurado.»

Barbara había permanecido sentada escuchando. No había podido evitar pensar en que habían ido juntos del despacho de Hillier a Harrow Road, y de Harrow Road a Eaton Terrace, y Lynley no le había contado que había desconectado las máquinas que mantenían con vida a su mujer. Sabía que no debería pensar en aquello. Sin embargo, sintió que se apoderaba de ella una pena nueva. Esa niña que llevaba dentro seguía insistiendo: «Se supone que somos amigos».

La razón por la que no lo eran y nunca lo serían, al fin y al cabo, no era culpa de quiénes eran -hombre, mujer, colegas-, sino de quiénes eran debajo de todo eso. Eso quedó determinado y definido antes de que cualquiera de los dos viera la luz. Barbara podía clamar contra ello hasta el fin de los tiempos, pero no podía cambiarlo. Ciertas hebras de ciertos tejidos hacían que el tejido mismo fuera demasiado resistente para desgarrarlo.

Cuando por fin llegó a Eton Villas, subió por el camino de la entrada y cruzó la verja. Vio que Hadiyyah llevaba una bolsa de basura a los contenedores de la parte trasera del edificio, y la observó un momento mientras forcejeaba con ella antes de decir:

– Hola, amiguita. ¿Te ayudo?

– ¡Barbara! -Su voz sonó igual de alegre que siempre. Levantó la cabeza, y las trenzas se balancearon-. Papá y yo hemos limpiado la nevera. Dice que se acerca la primavera y que éste es nuestro primer paso para recibirla. Limpiar la nevera, quiero decir. Porque eso significa que después limpiaremos todo el piso, y eso ya no me gusta tanto. Está escribiendo una lista con lo que tenemos que hacer. Una lista, Barbara. Y limpiar las paredes está en primer lugar.

– Vaya rollo.

– Mamá solía limpiarlas todos los años, así que por eso lo hacemos. Así, cuando vuelva, lo encontrará todo bonito y reluciente.

– ¿Vuelve a casa, entonces? ¿Tu madre?

– Oh, Dios mío, algún día. No puede estar de vacaciones toda la vida.

– No. Supongo que tienes razón. -Barbara le dio su bolso a la niña y cogió la bolsa de basura. La levantó como un talego y la subió hasta el contenedor. Juntas, la despidieron para que se reuniera con el resto de la basura.

– Voy a apuntarme a clases de claque -le dijo Hadiyyah mientras se sacudían la ropa-. Me lo ha dicho papá esta noche. Estoy encantada porque hace siglos que quería hacer claque. ¿Irás a verme cuando sea mi función?

– Estaré en primera fila -dijo Barbara-. Me encantan las funciones.

– Estupendo -dijo la niña-. Quizá mamá también vaya. Si lo hago muy bien, vendrá. Lo sé. Buenas noches, Barbara. Tengo que volver con papá.

Se marchó corriendo y dobló la esquina de la casa. Barbara esperó a oír que la puerta se cerraba, lo que le dijo que su amiguita estaba a salvo. Luego se fue a casa y abrió la puerta. Fiel a su decisión, no encendió las luces. Simplemente se acercó a la mesa, dejó sus cosas y se volvió para ir hacia la ducha y su bendito calor.

El maldito contestador la detuvo con su luz parpadeante. Pensó en no hacerle caso, pero sabía que no podía. Suspiró y se dirigió a él. Pulsó un botón y oyó una voz familiar.

– Barbie, querida, ya me han dado hora. -La señora Fio, pensó Barbara, la cuidadora de su madre-. Santo cielo, no ha sido fácil, tal como está la Seguridad Social hoy en día. Aunque tengo que decirte que tu madre ha vuelto a los días del bombardeo de Londres, pero no quiero que te preocupes. Si hay que sedarla, hay que sedarla, querida, y no podemos hacer nada. Su salud…

Barbara cortó el mensaje. Se prometió escuchar el resto en otro momento, pero no esa noche.

Alguien llamó a la puerta con indecisión. Se volvió hacia ella. No había encendido ni una sola luz, así que imaginó que sólo una persona sabía que al fin había llegado a casa. Abrió la puerta, y ahí estaba, frente a ella, con una sartén tapada en la mano.

– Creo que no has cenado, Barbara -le dijo Azhar, y extendió la sartén en su dirección.

– Hadiyyah me ha dicho que estabais limpiando la nevera. ¿Son las sobras? Si las tuyas son como las mías, Azhar, me juego la vida comiéndomelas.

Azhar sonrió.

– Está recién hecho. Pilan, y le he añadido pollo. -Levantó la tapa. Bajo la luz tenue, no vio el contenido, pero lo olió. Se le hizo la boca agua. Hacía horas, días, semanas que no comía como es debido.

– Gracias. ¿Lo llevo adentro, entonces? -le dijo ella.

– ¿Me dejas que lo entre yo?

– Por supuesto. -Abrió más la puerta, pero no encendió la luz. El motivo tenía más que ver con el caos terminal en que se encontraba su casa que con el deseo de dormir. Sabía que Azhar era una especie de fanático del orden. No confiaba en que su corazón resistiera la visión del caos que había dejado acumular a lo largo de semanas.

Su vecino dejó la sartén en la cocina, sobre la encimera. Ella esperó junto a la puerta, dando por supuesto que después se marcharía. Pero no se marchó.

– Tu caso está cerrado, entonces. En las noticias no hablan de otra cosa -dijo.

– Sí, esta mañana, o anoche. La verdad es que no lo sé. Al cabo de un tiempo, comienzas a mezclar las cosas.

Azhar asintió.

– Entiendo.

Barbara esperó a que dijera algo más. No dijo más. El silencio flotó entre ellos. Azhar lo rompió al fin.

– Llevas mucho tiempo trabajando con él, ¿verdad?

Su voz era amable. Las tripas de Barbara le dieron una advertencia.

– ¿Lynley? -dijo con suavidad-. Sí, unos años. Es un buen tipo, si consigues hacer abstracción de esa voz. Acabó el colegio antes de que apareciera el inglés del estuario, cuando había pisaverdes que hacían la vuelta al mundo y dedicaban el resto de su vida a cazar zorros por el campo.

– Está pasando un mal momento.

Barbara no contestó, sino que vio a Lynley en la puerta de su casa de Eaton Terrace. Vio que la puerta se abría antes de que pudiera meter la llave en la cerradura, y a su hermana enmarcada por la luz que salía del interior. Barbara esperó, pensando que quizá se volvería y le diría adiós con la mano, pero su hermana le pasó el brazo por la cintura y le hizo entrar.

– Le pasan cosas terribles a gente muy buena -dijo Azhar.

– Sí, bueno. Vale.

No podía -y no quería- hablar de ello. Era demasiado reciente, demasiado doloroso, como poner sal en las heridas abiertas. Se pasó la mano por el pelo corto y soltó un gran suspiro que se suponía que Azhar tenía que interpretar como: «Soy una mujer cansada que necesita descansar, gracias». Pero sólo una vez en su vida había sido estúpido, y aquella experiencia le había enseñado a ser más sabio; así que Barbara no podría ahuyentarle echándole teatro. Tendría que ser directa, o quedarse ahí y soportar lo que tuviera que decirle.

– Es una pérdida terrible. Uno nunca se recupera del todo de algo así.

– Supongo que no. Está pasando por algo muy difícil, y no le envidio.

– Su mujer… Y el bebé. Los periódicos dicen que había un bebé.

– Helen estaba embarazada, sí.

– ¿Y la conocías bien?

No iba a hablar de eso.

– Azhar… -dijo, y tomó aire con inquietud-. Verás. Estoy destrozada, molida, hecha polvo, muerta de…

Se detuvo. Ahogó un sollozo. Le saltaron las lágrimas. Se llevó un puño a la boca.

«Márchate -pensó-. Por favor, vete. Márchate, joder.»