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En este caso, las luces no significaban nada. Las ventanas oscuras y sin cortinas, junto con el cartel de SE ALQUILA, le decían que nadie habitaba la casa de la derecha, mientras que la de la izquierda no tenía ventanas en ese lado y tampoco un perro que llenara con sus ladridos el frío de la noche. Estaba fuera de peligro, que él supiera.

Una cristalera se abría al patio y Kimmo se dirigió hacia ella. Allí, un golpecito seco con el martillo de emergencia -adecuado para romper la ventanilla de un coche en un momento crítico- fue suficiente para darle acceso al pomo de la puerta. La abrió y entró. La alarma antirrobo se disparó como una sirena antiaérea.

El sonido era ensordecedor, pero Kimmo no hizo caso. Tenía cinco minutos -quizá más- hasta que sonara el teléfono y llamara la empresa de seguridad, con la esperanza de descubrir que la alarma se había disparado por error. Al no quedar satisfechos, recurrirían a los números de contacto que les habían dado. Cuando eso no bastara para poner fin al incesante chillido de la sirena, quizá llamaran a la policía que, a su vez, quizá aparecería para comprobar qué sucedía o no. Pero, en cualquier caso, para esa eventualidad faltaban aún veinte minutos, que eran diez minutos más de los que Kimmo necesitaba para conseguir lo que buscaba en aquella casa.

Era un especialista en aquel campo. Que los otros se quedaran con los portátiles, los reproductores de CD y DVD, los televisores, las joyas, las cámaras digitales, los PDA y los vídeos. El sólo buscaba una cosa en concreto en las casas que visitaba, y la ventaja que tenía esa cosa era que siempre estaba a plena vista y, por lo general, en las habitaciones comunes de una casa.

Kimmo iluminó el lugar con su linterna de bolsillo. Estaba en un comedor y allí no había nada que pudiera llevarse. Pero en el salón, enseguida vio cuatro premios brillando sobre un piano. Los cogió: marcos de plata que despojó de sus fotografías -había que ser considerado con ciertas cosas- antes de guardarlos con cuidado en la funda de almohada. Encontró otro en una de las mesas auxiliares y también se lo agenció antes de pasar a la parte delantera de la casa donde, cerca de la puerta, una mesa semicircular con un espejo encima exhibía dos marcos más junto a una cajita de porcelana y un jarrón con flores, que dejó donde estaban.

La experiencia le decía que había muchas probabilidades de encontrar el resto de lo que quería en el dormitorio principal, así que subió a toda prisa las escaleras mientras la alarma antirrobo seguía ululando. La habitación que buscaba estaba en la parte trasera del piso alto y daba al jardín y, justo después de encender la linterna para comprobar el contenido, el chillido de la alarma cesó de repente y el teléfono empezó a sonar.

Kimmo se detuvo en seco, con una mano en la linterna y la otra a medio camino de un marco en el que una pareja vestida de novios se besaba debajo de una rama de flores. Al cabo de un momento, el teléfono dejó de sonar tan repentinamente como la alarma y en el piso de abajo se encendió una luz y alguien dijo:

– ¿Hola? -Y luego-: No. Acabamos de entrar… Sí. Sí. Se ha disparado, pero no he podido… ¡Santo cielo! Gail, apártate del cristal.

Aquello bastó para que Kimmo supiera que la situación había dado un giro inesperado. No se quedó pensando en qué demonios hacía la familia en casa cuando se suponía que aún tenía que estar en casa de la abuela, en misa, en yoga, en terapia o donde diablos iban cuando se marchaban. Se lanzó hacia la ventana de la izquierda de la cama mientras, abajo, una mujer gritaba:

– ¡Ronald, hay alguien en casa!

A Kimmo no le hizo falta oír a Ronald subiendo a toda prisa las escaleras o a Gail gritando «¡No! ¡Detente!» para comprender que tenía que salir de allí volando. Intentó torpemente abrir la cerradura de la ventana de guillotina, la subió y salió con la funda de almohada justo cuando Ronald entraba como un bólido en la habitación armado con lo que parecía un tenedor para dar la vuelta a la carne en una barbacoa.

Kimmo saltó unos dos metros y medio y cayó estrepitosamente en el alero con un jadeo, maldiciendo que no hubiera una enredadera por la que pudiera escapar a lo Tarzán hacia la libertad. Oyó que Gail gritaba: «¡Está aquí! ¡Está aquí!», y que Ronald maldecía desde la ventana de arriba. Justo antes de que saliera pitando hacia el muro trasero de la propiedad, se volvió hacia la casa y ofreció una sonrisa y un saludo insolente a la mujer que estaba de pie en el comedor con un niño soñoliento y atemorizado en brazos y otro agarrado a sus pantalones.

Entonces se fue, con la funda de almohada rebotando en su espalda y una carcajada burbujeando en su interior, sólo lamentaba no haber podido dejar la rosa. Al llegar al muro, oyó que Ronald salía rugiendo del comedor, pero cuando el pobre hombre alcanzó el primer árbol, Kimmo ya había saltado el muro y se dirigía hacia el erial. En el momento en que llegara la policía -lo que podía pasar entre la hora siguiente y el mediodía de mañana-, estaría ya muy lejos y sería un recuerdo vago en la mente de la mujer: un rostro pintado debajo de la capucha de una sudadera.

Dios santo, ¡esto sí era vida! ¡Era lo mejor! Si el material del botín resultaba ser valioso, el viernes por la mañana sería unos cientos de libras más rico. ¿Podía ser mejor? ¿Sí? Kimmo no lo creía. Qué más daba que hubiera dicho que se reformaría durante un tiempo. No iba a tirar a la basura el tiempo que había dedicado a preparar aquel trabajo. Sería estúpido hacerlo, y si algo no era Kimmo Thorne, era estúpido.

Iba pedaleando quizá a kilómetro y medio de la casa en la que había entrado a robar cuando se dio cuenta de que alguien lo seguía. Había más tráfico en las calles – ¿cuándo no lo había en Londres?- y varios coches le habían pitado al adelantarle. Primero creyó que le pitaban como hacen los vehículos cuando quieren que los ciclistas se aparten, pero pronto vio que pitaban a un coche que avanzaba despacio justo detrás de él, un coche que se negaba a adelantarle.

Se puso un poco nervioso, y se preguntó si Ronald habría logrado de algún modo recomponerse y encontrarlo. Dobló por una calle secundaria para asegurarse de que no estaba equivocado en su creencia de que lo seguían, y vio claramente que los faros que tenía justo detrás también giraban. Estaba a punto de ponerse a pedalear con furia cuando oyó a su lado el ronroneo de un motor y que alguien pronunciaba su nombre con voz cordial.

– ¿Kimmo? ¿Eres tú? ¿Qué haces en esta parte de la ciudad?

Kimmo dejó de pedalear, aminoró y se volvió para ver quién le hablaba. Sonrió cuando se dio cuenta de quién era el conductor.

– Eso da igual -dijo-. ¿Qué haces tú aquí?

La otra persona le devolvió la sonrisa.

– Parece que te buscaba. ¿Quieres que te lleve a algún sitio?

Sería oportuno, si Ronald lo había visto marcharse en la bicicleta y si la policía respondía más deprisa de lo normal, pensó Kimmo. La verdad es que no quería estar por la calle. Aún le quedaban unos tres kilómetros, y hacía un frío glacial.

– Pero llevo la bicicleta -dijo.

La otra persona se río.

– Bueno, no hay problema si tú no quieres que lo haya.

Capítulo 1

La detective Barbara Havers se consideraba una persona afortunada: la entrada estaba libre. Había decidido realizar la compra semanal en coche en lugar de a pie, y eso siempre era arriesgado en una zona de la ciudad en la que cualquier persona que tuviera la suerte de encontrar un sitio para aparcar cerca de su casa se aferraba a él con la devoción de los recién redimidos a la fuente de su redención. Pero como sabía que tenía que comprar mucho y le estremecía la idea de volver penosamente bajo el frío desde el supermercado del barrio, optó por el transporte privado esperando lo mejor. Así que cuando se detuvo delante de la casa amarilla de estilo eduardiano tras la cual se encontraba su casita de una planta, ocupó el espacio de la entrada sin reparos. Escuchó cómo el motor de su Mini carraspeaba y se atragantaba al apagarlo y por decimoquinta vez aquel mes tomó nota mentalmente de llevar el coche a un mecánico que -rezaba por ello- no le pidiera un brazo, una pierna y su primer hijo para reparar lo que fuera que provocaba que eructara como un pensionista dispéptico.