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– ¿A alguien le suena el aceite de ámbar gris? -Gritó Lynley-. Lo han encontrado en los cuerpos. Se saca de las ballenas.

– ¿De las hienas? -preguntó un agente.

– Hienas no -dijo Lynley-. Ballenas. El océano. Moby Dick.

– ¿Moby qué?

– Por Dios, Phil -gritó alguien-. Intenta pasar de la página tres cuando leas un libro.

El comentario fue recibido con observaciones procaces. Lynley dejó que se alimentaran las unas a las otras. En su opinión, el trabajo al que se dedicaban era exigente, pesado y devastador, preocupaba mucho a los agentes y a menudo provocaba problemas en casa. Si necesitaban aliviar la tensión con humor, a él le parecía bien.

Sin embargo, lo que pasó luego fue más que bien recibido. Barbara Havers alzó la vista tras concluir una llamada.

– Tenemos una identificación positiva para la víctima de Saint George's Gardens -anunció-. Se llama Kimmo Thorne y vivía en Southwark.

Barbara Havers insistió en coger su coche y no el de Nkata. Vio el hecho de que Lynley le asignara la tarea de interrogar a los familiares de Kimmo Thorne como una oportunidad de celebrarlo con un cigarrillo y no quería contaminar el interior impoluto del Ford Escort de Winston con ceniza o humo. Encendió el pitillo en cuanto llegaron al aparcamiento subterráneo y le divirtió observar cómo su compañero doblaba su metro noventa y dos de estatura para entrar en el Mini. Refunfuñó al verse con las rodillas contra el pecho y la cabeza rozando el techo.

Una vez hubo puesto el coche en marcha, se dirigieron dando bandazos hacia Broadway. Allí, Parlament Square se abría al puente de Westminster, y cruzaron el río. Era más territorio de Winston que de Barbara, así que Nkata hizo de navegador en cuanto York Road apareció ante ellos a la izquierda. A partir de ese punto, Barbara serpenteó con rapidez por Southwark, donde la tía y la abuela de Kimmo vivían en uno de los muchos bloques de pisos modestos que se habían construido al sur del río después de la segunda guerra mundial. El edificio tenía el único honor de estar próximo al teatro Globe. Pero como le señaló Barbara irónicamente a Nkata mientras bajaban por la calle estrecha, ni que la gente que vivía en ese barrio pudiera pagarse una entrada.

Cuando se presentaron en el hogar de los Thorne, encontraron a la abuela y a la tía Sal sentadas muy tristes delante de tres marcos de fotos que habían colocado en una mesita de café frente al sofá. Habían identificado el cuerpo, explicó la tía Sal.

– No quería que mamá fuera, pero no me ha escuchado. La ha destrozado ver a nuestro Kimmo ahí tumbado. Era un buen chico. Espero que cuelguen al que le ha hecho esto.

La abuela no dijo nada. Parecía estar conmocionada. Tenía agarrado un pañuelo blanco bordado en las puntas con conejitos color lavanda. Miraba fijamente una de las fotografías de su nieto (en la que iba vestido de una forma muy curiosa, como si fuera a una fiesta de disfraces, llevaba una combinación extraña de pintalabios, la cabeza rapada a los lados con una cresta en medio, medias verdes y una túnica a lo Robin Hood con botas Doc Marten) y se llevaba el pañuelo a los ojos cada vez que se le llenaban de lágrimas a lo largo del interrogatorio.

Barbara les contó a la abuela y la tía de Kimmo Thorne que la policía hacía todo lo posible por encontrar al asesino del joven. Sería de gran ayuda que la señorita y la señora Thorne les dijeran todo lo que pudieran sobre el último día de vida de Kimmo.

Después de decir todo aquello, Barbara se dio cuenta de que había asumido de manera automática el papel que antes era el suyo, el papel que ahora le tocaba representar a Nkata. Hizo una ligera mueca de desazón y miró a su compañero. Éste levantó la mano como diciendo «No pasa nada» con un gesto tan desconcertante como el que podría haber hecho Lynley en las mismas circunstancias. Barbara sacó la libreta.

La tía Sal se tomó muy en serio la petición. Comenzó por el momento en el que Kimmo se levantó por la mañana.

– Como siempre, se puso unas mallas, botas, un jersey gigantesco, esa bufanda de Brasil atada a la cintura…, la que su mamá y su papá le mandaron por Navidad, ¿te acuerdas, mamá? Luego se maquilló, desayunó cereales y té y se fue al colegio.

Barbara miró a Nkata. A juzgar por la descripción del chico y las fotografías que había sobre la mesita de café y lo cerca que estaban del teatro Globe, la siguiente pregunta surgió de modo natural. La formuló Nkata. ¿Estaba haciendo Kimmo algún curso en el teatro? ¿De interpretación o algo así?

Oh, su Kimmo había nacido para actuar, no les quepa la menor duda, contestó la tía Sal. Pero no, no estaba en ningún curso del teatro Globe ni de ningún otro sitio. En realidad, siempre se vestía así cuando salía del piso. O cuando se quedaba en él, la verdad.

– Entonces, ¿se maquillaba a menudo? -preguntó Barbara dejando de lado el tema de la ropa. Cuando las dos mujeres asintieron, Barbara descartó una de las teorías que barajaban: que el asesino pudiera haber comprado los cosméticos en algún sitio y le hubiera embadurnado la cara a su última víctima. Sin embargo, no era muy probable que Kimmo intentara ir al colegio de esa guisa. Sin duda su tía y su abuela habrían tenido noticias del director si así hubiera sido. Igualmente, Barbara les preguntó si Kimmo había regresado a casa después del colegio -o dondequiera que hubiera ido, añadió para sí- a la hora habitual el día de su muerte.

Contestaron que había vuelto a las seis como siempre y que cenaron juntos, también como siempre. La abuela hizo fritada, que a Kimmo no le gustaba demasiado porque estaba guardando la línea, y después la tía Sal fregó los platos mientras Kimmo secaba los cubiertos y la vajilla con el paño de cocina.

– Estaba como siempre -dijo la tía Sal-. Habló, contó historias, me hizo reír hasta que me dolió la barriga. Era muy hábil con las palabras. No había cosa en la vida que no pudiera convertir en un drama y representarlo. Y cantaba y bailaba… El chico las imitaba a las mil maravillas.

– ¿«Las imitaba»? -preguntó Nkata.

– A Judy Garland. Liza. Barbra. Dietrich. Incluso a Carol Channing cuando se ponía la peluca.

Últimamente había estado trabajando en Sarah Brightman, dijo la tía Sal, pero las notas altas se le resistían y las manos no estaban muy conseguidas. Pero lo habría hecho, lo habría hecho, Dios lo bendiga, sólo que ahora…

Al final, la tía Sal se derrumbó. Empezó a sollozar al intentar hablar, y Barbara miró en dirección a Nkata para ver si pensaba lo mismo que ella sobre aquella pequeña familia. A pesar de lo raro que parecía y pudo ser Kimmo Thorne, estaba claro que para su tía y su abuela lo era todo.

La abuela le cogió la mano a su hija y le dejó el pañuelo con conejitos. Retomó ella la historia.

Después de cenar, les imitó a Marlene Dietrich cantando Falling in Love Again. El frac, las medias de rejilla, los tacones, el sombrero, incluso el pelo rubio platino, con su onda característica: Kimmo lo hacía todo a la perfección. Y luego, después de la actuación, se marchó.

– ¿Qué hora era? -preguntó Barbara.

La abuela miró un reloj electrónico que había encima del televisor.

– ¿Las diez y media, Sally? -preguntó.

La tía Sal se secó los ojos.

– Sí, por ahí.

– ¿Adonde fue?

No lo sabían. Pero dijo que había quedado con Blinker.

– ¿Blinker? -dijeron Barbara y Nkata al unísono.

Blinker, sí. No sabían cómo se apellidaba el chico -al parecer Blinker pertenecía a la especie humana y era un chico-, pero lo que sí sabían seguro era que él era la causa de todos los líos en los que se metía su Kimmo.

La palabra «líos» sorprendió a Barbara, pero dejó que Nkata hiciera los honores.

– ¿Qué clase de líos?