Nada importante, les aseguró la tía Sal. Y nada que empezara él. Era sólo que ese maldito Blinker -«Perdona, mamá», dijo inmediatamente- le había pasado algo a su Kimmo, Kimmo lo había vendido en algún sitio y lo habían detenido por vender mercancía robada.
– Pero el responsable fue ese Blinker -dijo la tía Sal-. Nuestro Kimmo jamás se había metido en ningún lío.
Eso habría que comprobarlo, sin duda, pensó Barbara. Les preguntó si podían indicarles cómo contactar con Blinker.
No tenían su número de teléfono, pero sabían dónde vivía. Dijeron que no debería costarles mucho trabajo encontrarle cualquier mañana porque la única cosa que sabían de él era que se pasaba toda la noche rondando por Leicester Square y que no se levantaba hasta la una del mediodía. Dormía en el sofá de su hermana, y ésta vivía con su marido en Kipling Estate cerca de Bermondsey Square. La tía Sal no sabía cómo se llamaba la hermana, tampoco tenía ni idea del nombre de pila de Blinker, pero imaginaba que si la policía se pasaba por allí preguntando dónde podía estar un tipo llamado así, alguien lo sabría seguro. Blinker siempre se las arreglaba para que todo el mundo lo conociera. Barbara preguntó si podían echar un vistazo a las pertenencias de Kimmo. La tía Sal los llevó a su habitación. Había una cama, un tocador, un armario, una cómoda, un televisor y un equipo de música. Sobre el tocador había un kit de maquillaje que habría hecho que Boy George se sintiera orgulloso. Encima de la cómoda había cinco soportes para pelucas. Y de las paredes colgaban docenas de retratos profesionales de las que parecían ser las fuentes de inspiración de Kimmo: de Edith Piaf a Madonna. Los gustos del chico eran de lo más eclécticos.
– ¿De dónde sacaba la pasta para todo esto? -le preguntó Barbara a Nkata cuando la tía Sal les dejó para que examinaran los trastos del chico muerto-. No ha mencionado que trabajara, ¿verdad?
– Me pregunto qué le daba en realidad Blinker para vender -contestó Nkata.
– ¿Drogas?
Nkata movió la mano: quizá sí, quizá no.
– Mucho de algo -dijo.
– Tenemos que encontrar a ese tipo, Winnie.
– No debería ser difícil. En el barrio alguien lo conocerá, hay que preguntar. Siempre hay alguien que lo sabe.
Al final, sus pesquisas en la habitación de Kimmo no fueron muy fructíferas. Un pequeño fajo de tarjetas (de cumpleaños, de Navidad y alguna de Pascua), todas firmadas «Besitos, cielo, de mamá y papá», estaban escondidas en un cajón con una foto de una pareja bien bronceada de unos treinta y tantos años en un balcón soleado de un país extranjero. Un artículo de periódico amarillento sobre una modelo profesional transexual a quien los tabloides habían destapado hacía mucho tiempo asomaba por debajo de un puñado de joyas que había encima del tocador. Una revista de peluquería (al menos en otras circunstancias) quizá señalaba una futura profesión.
Por lo demás, la mayor parte de cosas se ajustaban a lo que uno espera encontrar en el cuarto de un chico de quince años. Zapatos malolientes, calzoncillos arrugados debajo de la cama, calcetines desparejados. Habría sido normal si no fuera por las singularidades que lo convertían en una curiosidad hermafrodita.
Cuando acabaron de verlo todo, Barbara se apartó y le preguntó a Nkata:
– Winnie, ¿en qué crees que andaba metido?
Nkata se unió a ella y también evaluó la habitación
– Tengo la sensación de que ese Blinker nos lo contará.
Los dos sabían que era inútil buscar a Blinker en aquel momento. Les iría mejor si lo intentaban por la mañana, justo hacia la hora en la que los trabajadores se marchaban de la urbanización donde vivía el chico. Regresaron con la tía Sal y la abuela, y Barbara preguntó por los padres de Kimmo. Era el pequeño y patético fajo de postales del cuarto del chico lo que instigó su pregunta, más que una necesidad de saberlo para la investigación. También era lo que decía ese fajo de postales sobre las prioridades que tenía la gente en la vida.
Oh, estaban en Sudamérica, dijo la abuela. Se habían ido antes de que Kimmo cumpliera ocho años. Su padre trabajaba en la industria hotelera, ¿saben?, y se habían marchado allí para dirigir un spa de lujo. Tenían intención de mandar a buscar a Kimmo cuando se hubieran instalado. Pero mamá quería aprender el idioma primero y le estaba costando más de lo que pensaba.
– ¿Les han comunicado la muerte de Kimmo? -preguntó Barbara-. Porque -la abuela y la tía Sal se miraron- sin duda querrán organizarlo todo para regresar a casa enseguida.
Lo dijo en parte porque quería que reconocieran lo que ella suponía: que los padres de Kimmo lo eran sólo gracias a un ovario, un espermatozoide y una concepción accidental. Tenían preocupaciones más importantes que lo que había resultado de aquel momento de frotamiento entre ellos.
Y aquello la hizo pensar en las otras víctimas. Y en qué podían tener en común.
Capítulo 5
Al día siguiente, dos noticias del S07 levantaron los ánimos. Las dos huellas de neumático de la escena del crimen de Saint George's Gardens habían sido identificadas por el fabricante. Una de ellas también presentaba un peculiar dibujo fruto del desgaste que iba a complacer a los fiscales, si la Met detenía (o cuando lo hiciera) a alguien que tuviera unos neumáticos así y un vehículo al que pudieran asociarse. La otra noticia tenía que ver con el residuo de los pedales y el cambio de marchas de la bicicleta de Saint George's Gardens, así como con el residuo presente en los cuatro cuerpos: era idéntico. A partir de aquel dato, la brigada de homicidios concluyó que Kimmo Thorne había sido recogido en algún lugar -con la bicicleta y todo- y asesinado en otro sitio, tras lo cual su asesino dejó el cuerpo, la bicicleta y seguramente los marcos de plata en Saint George's Gardens. Todo esto constituía un avance mínimo, pero era un avance al fin y al cabo. Así que cuando Hamish Robson regresó con su informe, Lynley prefirió perdonarle por aparecer tres horas y media más tarde de las prometidas veinticuatro que pensaba que tardaría en recopilar información útil.
Dee Harriman le recogió en la recepción y lo acompañó al despacho de Lynley. Rechazó la taza de té de las cinco y señaló con la cabeza la mesa de reuniones en lugar de ocupar una de las dos sillas del escritorio. Parecía una forma sutil de señalar su condición de igual respecto a Lynley. A pesar de su aparente reticencia, Robson no parecía ser un hombre que se dejara intimidar fácilmente.
Llevaba con él un bloc de notas, una carpeta de papel manila y los papeles que Lynley le había dado el día anterior. Juntó las manos encima de todo aquello y le preguntó qué sabía de los perfiles psicológicos.
Lynley le contestó que aún no había tenido ocasión de utilizar nunca a un psicólogo de perfiles, aunque estaba enterado de lo que hacían. No añadió ningún comentario más sobre que era reacio a emplear a uno o sobre que creía que, en realidad, a Robson sólo lo habían llamado para que Hillier tuviera algo que echar a esos perros hambrientos que eran los medios de comunicación.
– ¿Quiere que le ponga en antecedentes sobre los perfiles psicológicos, entonces? -preguntó Robson.
– No especialmente, para serle sincero. Robson lo observó sin alterarse. Tras las gafas, sus ojos parecían sagaces, pero no hizo más observación que decir crípticamente:
– Bien. Ya lo veremos. Cogió el bloc sin más preámbulos.
Estaban buscando, le dijo a Lynley, a un hombre blanco de entre veinticinco y treinta y cinco años. Tendría un aspecto pulcro: bien afeitado, pelo corto, buena forma física, seguramente porque hacía pesas. Sería un conocido de las víctimas, pero no mucho. Se trataría de un hombre muy inteligente, pero con pocos logros; con un buen historial académico, pero problemas disciplinarios producto de su incapacidad crónica de obedecer.
Probablemente contaría con un historial de trabajos perdidos y si bien seguramente en ese momento estaría trabajando, el empleo estaría por debajo de sus capacidades. Encontrarían episodios de conducta criminal en su infancia y adolescencia: posiblemente pequeños incendios o crueldad con los animales. En este momento no estaría casado y viviría solo o con un padre o madre dominantes.