A pesar de que ya sabía de perfiles, Lynley tuvo sus dudas sobre la cantidad de detalles que Robson había proporcionado. – ¿Cómo puede saber todo eso, doctor Robson? Los labios del psicólogo esbozaron una sonrisa que intentó no parecer de satisfacción.
– Imagino que sabrá qué hacen los psicólogos de perfiles, comisario, pero ¿sabe cómo y por qué los perfiles funcionan realmente? No es una técnica imprecisa y no tiene nada que ver con bolas de cristal, cartas del tarot o entrañas de animales sacrificados.
Al oír aquello, que parecía el tipo de correctivo leve que un padre da a un niño caprichoso, Lynley se planteó media docena de formas de recuperar el control de la situación. Todas eran una pérdida de tiempo, concluyó.
– ¿Empezamos otra vez? -dijo.
Robson sonrió, esta vez de verdad.
– Gracias -dijo.
Siguió contándole a Lynley que, para conocer a un asesino, sólo había que mirar el crimen cometido. Eso era lo que los estadounidenses habían empezado a hacer cuando el FBI puso en funcionamiento su Unidad de Ciencias del Comportamiento. Recopilando información tras décadas y décadas persiguiendo a asesinos en serie y, de hecho, interrogando a docenas de asesinos en serie encarcelados, descubrieron que éstos tenían ciertos rasgos en común, los cuales podía confiarse en que aparecieran en el perfil del autor de ciertos tipos de crímenes. En éste en concreto, por ejemplo, podían estar seguros de que los asesinatos eran intentos de hacerse con el poder, aunque el asesino se diría a sí mismo que los crímenes tenían otro motivo completamente distinto.
– ¿No mata sólo por el placer de matar?
– En absoluto -contestó Robson-. En realidad, esto no tiene nada que ver con lo que le guste. Este hombre mata porque lo han frustrado, contradicho o coartado.
– ¿La víctima lo ha coartado?
– No. Un desencadenante lo ha puesto en este camino, pero no ha sido la víctima.
– ¿Quién es, entonces? ¿Qué?
– Un despido reciente, que el asesino considera injusto. Un matrimonio u otra relación amorosa que se ha roto. La muerte de un ser querido. Una proposición de matrimonio rechazada. Un mandamiento judicial. Una pérdida de dinero repentina. La destrucción de su casa por un incendio, inundación, terremoto, huracán. Piense en algo que sumiría su mundo o el de cualquiera en el caos y tendrá el desencadenante.
– Todos pasamos por eso en nuestra vida -dijo Lynley.
– Pero no todos somos psicópatas. Es la combinación de la personalidad psicótica y el desencadenante lo que es fatal, no esto último solo. -Robson extendió las fotografías de las escenas del crimen.
A pesar de los aspectos del crimen que sugerían sadismo (las manos quemadas, por ejemplo), su asesino sentía cierto remordimiento por lo que había hecho después de hacerlo, dijo Robson. Lo podían ver en cada cuerpo: la posición tradicional de los cadáveres en los ataúdes antes de ser enterrados, por no mencionar el hecho de que la última víctima llevaba lo que equivalía a un taparrabos. Aquello, dijo, se denominaba supresión psíquica o restitución psíquica.
– Es como si el asesinato fuera un deber triste que el asesino cree y se dice que tiene que llevar a cabo.
Lynley sintió que aquello iba demasiado lejos. El resto podía tragárselo; tenía sentido. Pero esta… ¿restitución? ¿Penitencia? ¿Pesar? ¿Por qué había matado cuatro veces si después sentía remordimientos?
– Está en conflicto -dijo Robson como respondiendo a las preguntas que Lynley no había formulado-: el impulso de matar, que ha provocado el desencadenante y que sólo puede ser aliviado por el acto mismo de matar, y el conocimiento de que lo que hace está mal. Y lo sabe, al tiempo que siente el impulso de hacerlo una y otra vez.
– Así que cree que volverá a matar -dijo Lynley.
– No me cabe la menor duda. Va a ir en aumento. De hecho, se ha intensificado desde el primero. Se ve en que cada vez se arriesga más. No sólo por dónde ha dejado los cadáveres, corriendo un riesgo mayor de ser descubierto cada vez que los coloca, sino también por lo que ha hecho con los cuerpos.
– ¿Se incrementan las marcas que deja en ellos?
– Es lo que nosotros llamamos «hacer más evidente su firma». Es como si creyera que la policía es demasiado estúpida para cogerle, así que va a provocarles un poco. Ha quemado las manos tres veces, y no han conseguido relacionar los asesinatos. Así que ha tenido que hacer algo más.
– Pero ¿por qué tanto? ¿No habría bastado con abrir en canal a la última víctima? ¿Por qué añadir la marca en la frente? ¿Por qué el taparrabos? ¿Por qué arrancarle el ombligo?
– Si descartamos el taparrabos como restitución psíquica, nos queda la incisión, el ombligo arrancado y la marca en la frente. Si tenemos en cuenta que la herida forma parte de un ritual que aún no comprendemos y que el ombligo arrancado es un recuerdo truculento que le permite revivir el suceso, lo único que tenemos en realidad que nos sirve como intensificación consciente del crimen es la marca en la frente.
– ¿Qué opina de la marca? -le preguntó Lynley.
Robson cogió una de las fotografías que se centraba en ella.
– Parece las marcas que se hacen al ganado, ¿verdad? La marca en sí misma, quiero decir, no la forma de hacerla. Un círculo con dos cruces de dos brazos dividiéndolo. Sin duda representa algo.
– ¿Está diciendo que no es una firma del crimen como los otros indicadores?
– Estoy diciendo que es más que una firma porque es una elección demasiado deliberada para que sea sólo una firma. ¿Por qué no utilizar una simple X si sólo quieres dejar tu marca en el cuerpo? ¿Por qué no una cruz? ¿Por qué no una de tus iniciales? Sería más rápido dejar cualquiera de estas marcas en tu víctima que ésta. Sobre todo cuando seguramente el tiempo tiene una importancia fundamental.
– Entonces, ¿está diciendo que esta marca tiene un propósito doble?
– Eso diría yo. Ningún artista firma un cuadro hasta que está terminado, y el que esta marca esté hecha con la sangre de la víctima nos dice que es probable que la dibujara en la frente una vez muerto. Así que sí, es una firma, pero es algo más. Creo que es una comunicación directa.
– ¿Con la policía?
– O con la víctima. O con la familia de la víctima. -Robson le devolvió las fotografías a Lynley-. Su asesino tiene una enorme necesidad de hacerse notar, comisario. Si la publicidad que recibe actualmente no lo satisface, lo que no sucederá porque en realidad nada satisface esta clase de necesidad, ¿comprende?, volverá a matar.
– ¿Pronto?
– Diría que puede contar con ello. -Le devolvió también los informes a Lynley. Sumó a ellos el suyo, que sacó de la carpeta de papel manila, pulcramente mecanografiado, con una cubierta con el membrete del Hospital Psiquiátrico Penitenciario Fischer.
Lynley añadió los informes a las fotografías que Robson le acababa de devolver. Pensó en todo lo que el psicólogo había dicho. Sabía que había policías que creían plenamente en el arte (o quizá sí era una verdadera ciencia basada en pruebas empíricas irrefutables) de los perfiles psicológicos, pero él nunca había sido uno de ellos. Si lo pusieran a prueba, siempre preferiría su propia mente y cribar hechos concretos a intentar coger esos mismos hechos y a partir de ellos crear un retrato de alguien totalmente desconocido para él. Al fin y al cabo, seguían teniendo que localizar a un asesino entre los diez millones de personas que vivían en el Gran Londres, y no tenía claro cómo iba a contribuir a ello el informe que le había entregado Robson. Sin embargo, el psicólogo sí parecía saberlo. Añadió un último detalle como para rematar su informe: