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– También tendrá que prepararse para un contacto -dijo.

– ¿Qué clase de contacto? -preguntó Lynley.

– Del propio asesino.

Sólo él era Fu, Criatura Divina, deidad eterna de lo que debe ser. El era la verdad y el camino era suyo, pero tener ese conocimiento ya no bastaba.

Sentía otra vez la necesidad apremiándole. Había llegado mucho antes de lo esperado. Había llegado al cabo de unos días en lugar de semanas, poseyéndolo con la llamada al acto. Sin embargo, a pesar de la presión de juzgar y vengarse, de redimir y liberar, aún se movía con cuidado. Escoger correctamente era esencial. Una señal se lo diría, así que estaba a la espera. Porque siempre había habido una señal.

Un solitario era lo mejor. Lo sabía. Y, naturalmente, en una ciudad como Londres había solitarios en abundancia entre los que elegir, pero seguir a uno era el único modo de confirmar que su elección era correcta y acertada.

Seguro en el camuflaje de otros pasajeros, Fu realizaba la tarea en autobús. El elegido se subió antes que él, y de inmediato se dirigió a la escalera de caracol que llevaba al piso de arriba. Fu no lo siguió, sino que, una vez a bordo, se quedó abajo, donde se colocó a dos barras de la puerta de salida, de cara a la escalera.

El trayecto resultó ser largo. Avanzaron lentamente por las calles congestionadas. En cada una de las paradas, Fu centró su atención en la salida. Entre paradas, se distraía estudiando a sus compañeros del piso de abajo: la madre cansada con el bebé llorón, la solterona vieja de tobillos fofos, las colegialas con los abrigos desabrochados y las blusas colgando por fuera de la falda, los jóvenes asiáticos haciendo planes, los jóvenes negros con sus auriculares y moviendo los hombros al ritmo de una música que nadie más oía.

Todos estaban necesitados, pero la mayoría no lo sabían. Y ninguno sabía quién estaba entre ellos, puesto que el anonimato era el mayor don de vivir en ese lugar sombrío.

En algún lugar alguien pulsó el botón que avisaría al conductor para que se detuviera en la siguiente parada. Oyó unos pasos en la escalera, y un gran grupo de jóvenes mestizos bajó. Fu vio que el elegido estaba entre ellos, así que recorrió tranquilamente el pasillo hacia la puerta. Acabó justo detrás de su presa y le olió su perfume cuando se colocó en el escalón antes de bajar. Era el olor rancio de la primera adolescencia, impaciente y cachonda.

Fuera en la calle, Fu se quedó atrás, cediéndole al chico unos buenos veinte metros. La acera no estaba tan llena de gente aquí como en otras partes, y Fu miró a su alrededor para hacerse una idea de dónde estaba exactamente.

La zona era una mezcla de razas: negros, blancos, indios, pakistaníes y orientales. Aquí las voces hablaban una docena de idiomas, y si bien ningún grupo parecía totalmente fuera de lugar, de algún modo cada persona sí lo estaba.

«Es lo que el miedo hace a la gente -pensó Fu-. Desconfianza. Cautela. Espera lo inesperado de cualquier barrio. Estate listo para huir o para luchar. O para pasar inadvertido, si es posible.»

El elegido se ajustaba a ese último principio. Caminaba, con la cabeza gacha, y no pareció saludar a nadie. Tanto mejor para él, pensó Fu.

Cuando el chico llegó a su destino, sin embargo, Fu vio que no era su casa, como Fu había creído. De la parada del autobús había atravesado una zona comercial de mercadillos, video-clubs y casas de apuestas hasta llegar a una pequeña tienda con las ventanas cubiertas de jabón, en la que entró.

Fu cruzó la calle para poder observar escondido en las sombras de la puerta de una tienda de bicicletas. El lugar donde había entrado el chico estaba bien iluminado, y a pesar del frío la puerta estaba abierta. Hombres y mujeres vestidos con colores alegres charlaban mientras los niños correteaban por la tienda haciendo mucho ruido.

El elegido hablaba con un hombre alto que llevaba una camisa sin cuello de colores que le llegaba a las caderas. Tenía la piel color café con leche, y llevaba un collar de madera tallada alrededor del cuello. Parecía haber algún tipo de conexión entre aquel individuo y el chico, pero no eran padre e hijo. Porque no había ningún padre. Fu lo sabía. Así que ese hombre… Ese hombre en concreto… Fu pensó que quizá no había elegido sabiamente después de todo.

Pronto se tranquilizó. La multitud tomó asiento y comenzó a cantar, con voz titubeante. Música grabada acompañaba sus esfuerzos, tambores fuertes y de reminiscencias africanas. El líder -el hombre con el que había hablado el chico- los hacía parar y comenzar de nuevo una y otra vez. En mitad de todo aquello, el chico se escabulló. Salió a la calle otra vez, se subió la cremallera de la chaqueta y siguió recorriendo las sombras de la zona comercial. Fu lo siguió, invisible.

Más adelante, el chico dobló una esquina y bajó por otra calle. Fu aceleró el paso y llegó justo a tiempo de verlo entrar por la puerta de un edificio de ladrillo sin ventanas que había junto a una destartalada cafetería de obreros. Fu se detuvo a evaluar la situación. No quería arriesgarse a que lo vieran, pero necesitaba saber si su elección era legítima.

Se acercó sigilosamente a la puerta. Vio que no estaba cerrada con llave, así que la abrió con cuidado. Un pasillo oscuro conducía a la puerta de una gran habitación muy iluminada, de donde llegaban ruidos sordos, gruñidos y, de vez en cuando, la voz gutural de un hombre que le mandaba a alguien «pegar, coño», «suelta un gancho, por el amor de Dios».

Fu entró en aquel lugar. De inmediato, olió el polvo y el sudor, el cuero y el moho, la ropa de hombre sucia. En las paredes del pasillo que llevaba a la iluminada habitación había pósteres colgados y, hacia la mitad, una vitrina con trofeos. Fu avanzó arrimado a la pared con cuidado.

– ¿Necesitas algo, tío? -dijo alguien cuando casi había llegado a la puerta.

Era la voz de un hombre negro y nada simpático. Fu se encogió antes de volverse a ver a quién pertenecía. Un armario hecho carne estaba en el primer escalón de una escalera oscura que Fu no había visto. Iba vestido de calle y golpeaba un par de guantes contra la palma de la mano. Repitió la pregunta.

– ¿Qué necesitas, tío? Esto es un local privado. Fu tenía que librarse de él, pero también tenía que ver. De algún modo, sabía que aquel edificio contenía la afirmación que necesitaba antes de poder actuar.

– Lo siento -dijo-. No sabía que era privado. He visto salir a un par de tipos y me he preguntado qué era este sitio. Soy nuevo en el barrio.

El hombre lo miró sin decir nada.

– Busco piso -añadió, y sonrió afablemente-, tan sólo estoy echando un vistazo a la zona. Lo siento. No pretendía molestar. -Se encogió un poco de hombros para parecer más convincente.

Avanzó hacia la salida pese a que no tenía ninguna intención de marcharse, y aunque ese patán le obligara a salir a la calle, volvería en cuanto el hombre desapareciera.

– Pues echa un vistazo, entonces. Pero no molestes a nadie, ¿entendido? -dijo el negro.

Fu sintió que la ira crecía en su interior. El tono de voz, la audacia de la orden. Respiró el aire viciado del pasillo para calmarse y dijo:

– ¿Qué es esto?

– Un gimnasio de boxeo. Puedes echar un vistazo. Sólo intenta no parecer un saco de arena. -El negro se fue, riéndose de su flojo intento de ser ingenioso. Fu se quedó mirándolo mientras se marchaba. Se dio cuenta de que anhelaba seguirlo, ceder a la tentación de que ese hombre aprendiera con quién acababa de hablar. El anhelo se transformó deprisa en ansia, pero no se permitió sucumbir, sino que se acercó a la puerta iluminada y, escondido en la oscuridad, miró en la habitación de donde procedían los gruñidos y los ruidos sordos.

Sacos de arena, peras, dos cuadriláteros. Pesas. Una cinta de correr. Cuerdas para saltar. Dos cámaras de vídeo. Había equipamiento por todos lados. Igual que los hombres que lo utilizaban. La mayoría negros, pero había una media docena de jóvenes blancos entre ellos. Y el hombre que pegaba los gritos también era blanco: calvo como un bebé y con una toalla alrededor de los hombros. Instruía a dos boxeadores que estaban en el cuadrilátero. Eran negros, sudaban y jadeaban como perros acalorados.