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Fu buscó al chico. Lo encontró golpeando un saco. Se había cambiado de ropa y llevaba un chándal, que tenía grandes manchas de sudor en los sobacos.

Fu observó cómo aporreaba el saco sin estilo ni precisión. Se arrojaba sobre él y lo golpeaba con fiereza, sin prestar atención a lo que sucedía a su alrededor.

Había merecido la pena correr el riesgo de cruzar todo Londres. Lo que presenciaba ahora había merecido la pena, incluso el breve interludio con el patán de las escaleras. Porque a diferencia de los otros momentos en que Fu había podido estudiar al chico, esta vez el elegido se dejaba ver.

La ira que tenía en su interior igualaba la de Fu. En efecto, necesitaba redimirse.

Por segunda vez, Winston Nkata no se fue directamente a casa, sino que siguió el río hacia el puente Vauxhall donde cruzó y rodeó el Oval una vez más. Lo hizo todo sin pensar, diciéndose simplemente que había llegado el momento. La rueda de prensa lo facilitó todo. Yasmin Edwards ya sabría algo de los asesinatos, así que su interés por visitarla sería enfatizar aquellos detalles cuya importancia podría no haber comprendido del todo.

Sólo después de aparcar enfrente de Doddington Grove Estate, Nkata fue consciente de lo que estaba haciendo. Y no resultó ser una situación ideal, porque eso también significaba ser consciente de sus sensaciones y lo que sentía mientras tamborileaba los dedos en el volante era, de nuevo, una gran cobardía.

Por un lado, tenía la excusa que había estado buscando. Aún más, tenía el deber que se había propuesto cumplir. Sin duda, no era para tanto comunicarle la información necesaria. Así que por qué le ponía nervioso hacer su trabajo… No podía comprenderlo.

Sólo que Nkata sabía que se estaba engañando a sí mismo mientras se daba treinta segundos para hacerlo. Había media docena de razones por las que debería ser reacio a subir en el ascensor al apartamento del tercer piso, y no era la última de ellas lo que le había hecho a propósito a la mujer que vivía en él.

La verdad era que no había aceptado por qué se había asignado la tarea de informar a Yasmin Edwards de que su amante le era infiel. Una cosa era perseguir honradamente a un asesino; otra muy distinta era querer que el asesino fuera alguien que impedía al propio Nkata conseguir… ¿qué? No quería ni plantearse la respuesta a esa pregunta.

Se dijo «vamos, socio» y empujó la puerta para abrirla. Yasmin Edwards podía haber acuchillado a su marido y cumplido condena por ello. Pero era seguro que si de cuchillos se trataba, quien más experiencia tenía de los dos blandiéndolos era él.

Hubo un tiempo en el que habría llamado a otro piso para poder acceder al ascensor y le habría dicho al inquilino del otro lado del interfono que era poli para poder subir así a la tercera planta y llamar a la puerta de Yasmin Edwards sin que ella supiera que estaba de camino. Pero ahora no se permitió hacerlo, así que pulsó el timbre de su piso.

– Policía, señorita Edwards -dijo cuando oyó su voz preguntando quién era-. Tengo que hablar con usted un momento, por favor.

Una duda hizo que Nkata se preguntara si habría reconocido su voz. Un momento después, sin embargo, liberó la cerradura del ascensor. Las puertas se abrieron y Winston entró.

Pensó que quizá saldría a recibirle a la puerta del piso; pero cuando avanzó a grandes zancadas por el pasillo exterior, vio que estaba tan cerrada como siempre, con las cortinas de la ventana del salón corridas para la noche. Sin embargo, cuando llamó, ella respondió bastante deprisa, lo que le dijo que debía de estar junto a la puerta, esperando su llegada.

Se quedó mirándolo inexpresiva y no tuvo que levantar demasiado la cabeza para hacerlo. Yasmin Edwards era una mujer elegante de metro ochenta, y su presencia era tan imponente como la primera vez que la había visto. Se había cambiado de ropa después de llegar del trabajo y llevaba un pijama a rayas. No llevaba nada encima, y Winston la conocía lo suficiente como para saber que no se había puesto la bata a propósito cuando había oído quién llamaba, lo cual era su forma de indicar a la policía que no los temía, después de haber vivido lo peor con ellos.

«Yas, Yas -quiso decir-. No tiene por qué ser así.»

– Señorita Edwards -dijo en lugar de eso, y sacó la placa, como si creyera que ella no le recordaría.

– ¿Qué pasa, tío? -dijo-. ¿Buscando a otro asesino por aquí? ¿No hay nadie más capaz de matar en este edificio aparte de mí? ¿Para qué día necesito la coartada?

Winston se guardó la identificación en el bolsillo. No suspiró, aunque quería hacerlo.

– ¿Podría hablar con usted un momento, señorita Edwards? A decir verdad, es sobre Dan.

Pareció alarmada, a su pesar. Pero como si sospechara que se trataba de algún tipo de truco, se quedó donde estaba, bloqueándole la entrada.

– Será mejor que me diga qué pasa con Daniel, agente.

– Ahora soy sargento -dijo Nkata-. ¿O empeora eso las cosas?

Ella ladeó la cabeza. Winston vio que echaba de menos ver y oír las ciento una trenzas con sus cuentas, aunque el pelo corto le quedaba igual de bien.

– ¿Sargento? -dijo-. ¿Es eso lo que has venido a decirle a Daniel?

– No he venido a hablar con Daniel -dijo pacientemente-. He venido a hablar con usted. Sobre Daniel. Puedo hablar aquí fuera si es lo que quiere, señorita Edwards, pero va a coger frío si se queda ahí mucho tiempo más.

Notó que se ponía rojo por lo que insinuaban sus palabras sobre lo que había observado: se le marcaban sus pezones en la franela del pijama, tenía la piel descubierta color nuez en carne de gallina allí donde la parte superior formaba una «V». Como pudo, Nkata evitó mirar las zonas vulnerables de Yasmin que quedaban abiertas al aire invernal, pero aun así vislumbraba la suave y majestuosa curva de su cuello, el lunar que no había visto nunca, debajo de la oreja derecha.

Ella le lanzó una mirada de desprecio y alargó la mano detrás de la puerta, donde Winston sabía que había un perchero para los abrigos.

Cogió una chaqueta de punto gruesa, que tardó su tiempo en ponerse y abrocharse hasta la garganta. Cuando se hubo abrigado a su gusto, volvió a prestarle atención.

– ¿Mejor? -preguntó.

– Lo que sea mejor para usted.

– ¿Mamá? -Era la voz de su hijo, y provenía de su cuarto, que Nkata sabía que estaba a la izquierda de la puerta principal-. ¿Qué pasa? ¿Quién…?

Daniel Edwards apareció justo por detrás de los hombros de Yasmin. Abrió mucho los ojos cuando vio quién les visitaba, y su contagiosa sonrisa dejó al descubierto unos dientes blancos y perfectos, muy adultos para su cara de doce años.

– Hola, Dan. ¿Qué hay? -dijo Nkata.

– ¡Eh! -Dijo Daniel-. Te acuerdas de cómo me llamo.

– Le sale en los informes -dijo Yasmin Edwards a su hijo-. Es lo que hacen los polis. ¿Ya estás listo para el cacao? Está en la cocina si lo quieres. ¿Has acabado los deberes?

– ¿Vas a entrar? -Le dijo Daniel a Nkata-. Tenemos cacao. Lo prepara mamá. Puedo compartirlo contigo si quieres.

– ¡Dan! ¿Es que estás sordo…?

– Lo siento, mamá -dijo Daniel. Pero volvió a esbozar esa sonrisa.

Daniel desapareció por la puerta de la cocina, de donde llegó el ruido de armarios abriéndose y cerrándose.

– ¿Paso? -Dijo Nkata a la madre del chico, señalando con la cabeza el interior del piso-. Serán cinco minutos. Puedo prometérselo, porque tengo que irme a casa.

– No quiero que intentes que Dan…

Nkata levantó las manos en señal de rendición.

– Señorita Edwards, ¿la he molestado desde que pasó lo que pasó? ¿No, verdad? Creo que puede confiar en mí.