– No quería que lo oyeras, amigo -le dijo a Daniel-. No era necesario y lo siento. Sólo ten cuidado en la calle. Hay un asesino que va tras chicos de tu edad. No quiero que vaya a por ti.
Daniel asintió. Estaba serio.
– Vale -dijo. Y luego, cuando Nkata se volvió para marcharse, el niño añadió-: ¿Vas a venir otro día o qué?
Nkata no le respondió enseguida.
– Ten cuidado, ¿vale?
Y mientras salía del piso, se arriesgó a echar una última mirada a la madre de Daniel Edwards. Su expresión le dijo: «¿Qué te he dicho, Yasmin? Daniel necesita un hombre».
La expresión de ella respondió con la misma claridad: «Pienses lo que pienses, ese hombre no eres tú».
Capítulo 6
Pasaron cinco días más. Hubo lo que hay en todas las investigaciones por homicidio, elevado al cubo por el hecho de que se enfrentaban a asesinatos múltiples. Así que las horas, que se acumulaban a más horas, que se convertían en días largos, noches más largas y comidas ingeridas deprisa y corriendo, acabaron dedicadas en un ochenta por ciento a tareas muy pesadas. Esto significaba llamadas telefónicas interminables, comprobar historiales, recopilar datos, tomar declaraciones y redactar informes. Otro quince por ciento se destinaba a fusionar todos los datos e intentar encontrarles algún sentido. El tres por ciento consistía en revisar toda la información una docena de veces para asegurarse de que no se había malinterpretado, traspapelado o pasado nada por alto, y el dos por ciento restante se dedicaba a tener la sensación esporádica de que realmente estaban avanzando. Tener aguante era necesario para el primer ochenta por ciento. La cafeína funcionaba para el resto.
Durante ese tiempo, el departamento de prensa cumplió su promesa de mantener informados a los medios; en esas ocasiones, el subinspector Hillier siguió requiriendo al sargento Winston Nkata -y con frecuencia también a Lynley- como imagen de la campaña de la Met «Sus impuestos están trabajando».
A pesar de la naturaleza exasperante de las ruedas de prensa, Lynley tenía que admitir que, hasta el momento, las actuaciones de Hillier ante los periodistas parecían dar resultado, puesto que la prensa aún no había empezado a pedir la cabeza de nadie. Pero eso no hacía que el tiempo que pasaban con ellos fuera menos pesado.
– Emplearía mejor mis esfuerzos en otras tareas, señor -le informó a Hillier tan diplomáticamente como pudo después de su tercera aparición en la tarima.
– Es parte del trabajo -respondió Hillier-. Saber llevarlo.
No había mucho de lo que informar a los periodistas. Los equipos en que el detective John Stewart dividió a los agentes que tenía asignados trabajaban con una precisión militar que satisfacía enormemente al hombre. El Equipo Uno había acabado de estudiar las coartadas dadas por posibles sospechosos a los que habían interrogado después de investigar las salidas de los hospitales mentales y las cárceles. Habían hecho lo mismo con los delincuentes sexuales puestos en libertad durante los últimos seis meses.
Habían documentado quién trabajaba en régimen abierto antes de ser excarcelado y habían añadido a su lista los centros de acogida para personas sin hogar, para ver si alguien con un comportamiento sospechoso había rondado por allí las noches de los asesinatos. Por el momento, no habían descubierto nada.
Mientras, el Equipo Dos había asumido la tarea de rastrearlo todo intentando encontrar testigos de…, de nada. Gunnersbury Park seguía pareciendo el mejor lugar para lograrlo, y el detective Stewart estaba, textualmente, decidido a encontrar algo en esa dirección, joder. No cabía la menor duda de que había sermoneado al equipo, alguien tenía que haber visto un vehículo aparcado en Gunnersbury Road a primera hora de la mañana cuando el asesino había dejado dentro del parque a la víctima número uno, porque las dos únicas vías de acceso fuera del horario de apertura seguían siendo saltar el muro (lo cual, al medir dos metros y medio, parecía una elección improbable para alguien que llevara un cadáver a cuestas) o a través de una de las dos secciones del muro cerradas con tablas que daban a Gunnersbury Road. Pero, por el momento, los sondeos en las casas del otro lado de la calle no habían aportado nada al Equipo Dos, y los interrogatorios con casi todos los camioneros que habrían cubierto esa ruta tampoco habían dado fruto. Igual que las conversaciones (aún en marcha) con las empresas de taxis y de alquiler de coches.
Sólo tenían la furgoneta roja vista en la zona de Saint George's Gardens. Pero cuando Tráfico envió una lista de los vehículos como ése registrados a propietarios del Gran Londres, el total ascendía a la imposible cifra de setenta y nueve mil trescientos ochenta y siete. Ni siquiera con el perfil del asesino realizado por Hamish Robson -que sugería que centraran su interés en aquellos propietarios de vehículos que fueran hombres solteros de entre veinticinco y treinta y cinco años- la cifra era remotamente manejable.
Aquella situación hacía que Lynley añorara la versión cinematográfica de la vida de un detective de policía: un breve periodo de trabajo pesado, un periodo un poco más largo de reflexión y, luego, grandes escenas de acción en las que el héroe persigue al villano por tierra, mar y aire, por callejones y por debajo de las vías de un tren elevado, para someterlo al final con una paliza y sacarle una confesión exhausta. Pero la cosa no iba así.
Sin embargo, después de otra aparición más ante la prensa se produjeron en poco tiempo tres avances esperanzadores.
Lynley regresó a su despacho a tiempo para responder al teléfono y recibir una llamada del S07. El análisis del residuo negro, presente en los cuatro cuerpos y en la bicicleta, había generado una información valiosa. La furgoneta que buscaban probablemente era una Ford Transit.
El residuo provenía de la desintegración de un tipo de forro de goma opcional que se ofreció para el suelo de ese vehículo hacía de diez a quince años. El detalle de la Ford Transit iba a reducir bastante la lista que habían recibido de Tráfico, aunque no sabrían cuánto hasta que introdujeran los datos en el ordenador.
Cuando Lynley volvió al centro de coordinación con aquella noticia, se enteró del segundo avance. Tenían una identificación positiva para el cadáver hallado en el aparcamiento de Bayswater. Winston Nkata había hecho una excursión hasta la cárcel de Pentonville para mostrar unas fotografías de la tercera víctima a Felipe Salvatore, quien cumplía condena por atraco a mano armada y agresión.
Salvatore había sollozado como un niño de cinco años al declarar que el chico muerto era su hermano pequeño Jared, cuya desaparición había denunciado la primera vez que se había saltado su visita habitual al trullo. En cuanto a los otros miembros de la familia de Jared… Estaba resultando más difícil localizarles, un hecho que al parecer tenía que ver con la adicción a la cocaína y la naturaleza nómada de la madre del joven muerto.
El último avance también correspondía a Winston Nkata, quien se pasó dos mañanas en Kipling Estate, intentando encontrar a alguien a quien sólo conocían por el nombre de Blinker. Al fin su perseverancia -por no mencionar sus buenas maneras- se había visto recompensada: habían localizado a un tal Charlie Burov, alias Blinker, y estaba dispuesto a hablar con alguien sobre su relación con Kimmo Thorne, la víctima de Saint George's Gardens. Pero no quería que el encuentro fuera en la urbanización de viviendas subvencionadas donde dormía en casa de su hermana, sino que vería a alguien -que no fuera de uniforme, había remarcado al parecer- dentro de la catedral de Southwark, en el quinto banco de la izquierda empezando por atrás, a las tres y veinte de la tarde en punto.
Lynley cazó al vuelo la oportunidad de salir del edificio durante unas horas. Llamó al subinspector para contarle las novedades que servirían de forraje para la siguiente rueda de prensa y se escapó hacia la catedral de Southwark. Le dio un golpecito a la detective Havers para que le acompañara. Le dijo a Nkata que verificara el nombre de Jared Salvatore con la brigada de antivicio del último distrito en el que había vivido y que después averiguara donde residía actualmente la familia del chico. Luego se marchó con Havers en dirección al puente de Westminster.