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Llegar a la catedral de Southwark fue sencillo una vez superada la confusión general alrededor de Tenison Way. Quince minutos después de salir de Victoria Street, Lynley y la detective estaban en la nave de la iglesia.

Llegaban voces del presbiterio, donde un grupo de estudiantes al parecer rodeaba a alguien que señalaba los detalles del baldaquín que cubría el pulpito. Tres turistas de temporada baja miraban postales en un puesto de libros justo enfrente de la entrada, pero no parecía que nadie esperara para encontrarse con alguien. La situación se veía agravada por el hecho de que, como la mayoría de catedrales medievales, la de Southwark no tenía bancos normales, por lo que no había una quinta fila a la izquierda empezando por atrás donde Charlie Burov, alias Blinker, se sentara cómodamente a esperar su llegada.

– Eso habla de lo mucho que va a la iglesia -murmuró Lynley. Mientras Havers miraba a su alrededor, suspiraba y maldecía entre dientes, añadió-: Esa boca, detective. Nunca es agradable que te alcance el rayo del Señor.

– Al menos podría haber echado un vistazo a la iglesia primero -gruñó Havers.

– En el mejor de los mundos. -Al final Lynley descubrió una figura alta y delgada vestida de negro cerca de la pila bautismal, que lanzaba miradas en su dirección-. Ah, allí, Havers. Podría ser nuestro hombre.

No salió corriendo cuando se acercaron a él, aunque echó una mirada nerviosa al grupo del pulpito y luego otra a la gente de la tienda de libros. Cuando Lynley le preguntó educadamente si era el señor Burov, el chico masculló como si fuera un personaje de una mala película de cine negro:

– Es Blinker. ¿Sois de la pasma, entonces?

Lynley los presentó a él y a Havers mientras se formaba un juicio rápido del chico. Blinker debía de tener unos veinte años y una cara que no tendría nada especial si no estuviera de moda llevar la cabeza rapada y el cuerpo lleno de piercings. En realidad, le salían pinchos de plata de la cara como un brote de viruela y cuando hablaba, lo cual hacía con cierta dificultad, se le veían en la lengua media docena más de pinchos alineados alrededor de la lengua. Lynley no quiso ni imaginar el trabajo que le costaría al chico comer. Oír lo mucho que le costaba hablar ya era suficiente.

– Quizá éste no sea el mejor lugar para charlar -observó Lynley-. ¿Hay algún lugar por aquí cerca…?

Blinker accedió a tomar un café. Lograron encontrar una cafetería cercana a Saint Mary Overy Dock, y Blinker ocupó una silla en una de las mesas de fórmica mugrientas, donde examinó la carta.

– ¿Puedo comerme unos espaguetis a la boloñesa? -preguntó.

Lynley le acercó a Havers un cenicero maloliente.

– Pide lo que quieras -le dijo al chico, aunque se estremeció al pensar en ingerir él cualquier tipo de plato, y menos aún pasta, en un lugar donde los zapatos se te quedaban pegados al linóleo y las cartas del menú parecían necesitar desinfectante.

Al parecer Blinker se tomó la respuesta de Lynley al pie de la letra, porque cuando la camarera se acercó a tomar nota, pidió también bacón, dos huevos, patatas fritas y champiñones, y un sandwich de atún y maíz para acompañar los espaguetis. Havers pidió un zumo de naranja y Lynley, un café. Blinker cogió el salero de plástico y lo hizo rodar entre las palmas de las manos.

No quería hablar hasta que se zampara algo, les dijo. Así que esperaron en silencio a que llegara el primero de los platos, mientras Havers aprovechaba para fumarse otro cigarrillo y Lynley saboreaba el café y se armaba de valor para presenciar el espectáculo de ver al chico saboreando la comida.

Resultó que tenía mucha práctica. Cuando colocaron el primer plato delante de él, Blinker atacó deprisa el bacón y la guarnición, sin miramientos y -por suerte- aún más discreción. Después de rebañar la yema del huevo y la grasa del bacón con una tostada en forma de triángulo, dijo:

– Mucho mejor. -Y pareció listo para entregarse a la conversación y a un cigarrillo, que le gorroneó a Havers, mientras esperaba a que llegara la pasta.

Estaba afectado por lo de Kimmo, les dijo. Pero había advertido a su colega -le había advertido un millón de veces- sobre que lo encularan tipos que no conocía. Pero Kimmo siempre argumentaba que el riesgo merecía la pena. Y siempre los obligaba a ponerse una goma… aunque había que reconocer que no siempre se daba la vuelta en el momento decisivo para comprobar que lo llevaban puesto.

– Le dije que no era por si algún tipo lo infectaba, por Dios -dijo Blinker-. Era precisamente por lo que ha acabado pasándole. Yo no quería que estuviera solo en la calle. Nunca. Cuando Kimmo estaba en la calle, yo estaba en la calle con él. Se suponía que tenía que ser así.

– Vaya -dijo Lynley-. Ya lo capto. Eras el chulo de Kimmo Thorne, ¿no?

– Eh. No era eso. -Blinker pareció ofendido.

– ¿No eras su chulo? -intervino Barbara Havers-. ¿Y qué es cuando es blanco y va en botella?

– Yo era su colega -dijo Blinker-. Vigilaba por si pasaba algo desagradable, como que un tipo tuviera pensado algo más que pasar un rato divertido con Kimmo. Trabajábamos juntos, como un equipo. No era culpa mía que fuera Kimmo quien les molara, ¿no?

Lynley quiso decir que el aspecto de Blinker quizá tenía algo que ver en quién molaba más a los clientes, pero no sacó el tema.

– La noche que desapareció Kimmo, ¿no quedó contigo, entonces?

– Ni siquiera sabía que iba a salir. Habíamos estado en Leicester Square la noche anterior, ¿saben?, y en Hollen Street había una fiesta y querían un poco de diversión. Así que hicimos negocios con ellos. Sacamos suficiente guita como para no salir otra vez, y Kimmo me dijo que, de todos modos, su abuela quería que pasara la noche en casa.

– ¿Y eso era normal? -preguntó Lynley.

– Qué va. Así que debí imaginar que algo pasaba cuando lo dijo, pero no lo hice porque a mí ya me iba bien no salir. Estaba la tele… y tenía otras cosas que hacer.

– ¿Como cuáles? -preguntó Havers. Cuando Blinker no respondió, sino que simplemente miró en dirección a la cocina para ver si aparecían sus espaguetis a la boloñesa, la detective dijo-: ¿A qué más os dedicabais aparte de a la prostitución, Charlie?

– Eh. Ya he dicho que nosotros nunca…

– Basta ya de juegos -le interrumpió Havers-. Disfrázalo como quieras, pero la verdad es que, si te pagan, Charlie, no es amor verdadero. Y a vosotros os pagaban, ¿verdad? ¿No es eso lo que has dicho? ¿Y no fue por eso por lo que no os hizo falta salir otra noche? ¿Porque Kimmo había ganado dinero suficiente para una semana seguramente, ofreciendo «diversión» en Hollen Street? Me pregunto qué hiciste con la pasta. ¿Fumártela, chutártela, esnifártela? ¿Qué?

– ¿Sabéis? No tengo por qué hablar mucho con vosotros -dijo Blinker acaloradamente-. Podría levantarme ahora mismo y salir por esa puerta más deprisa que…

– ¿Y quedarte sin espaguetis a la boloñesa? -Preguntó Havers-. Dios santo, eso no.

– Havers -dijo Lynley en el tono que usaba generalmente, con poco éxito, para contenerla. Y a Blinker-: ¿Era normal que Kimmo saliera solo? ¿A pesar de lo que teníais acordado?

– A veces salía solo, sí. Ya os lo he dicho. Yo le decía que no lo hiciera, pero lo hacía de todos modos. Le dije que no era seguro. No era un tipo grande, ¿verdad?, y si juzgaba mal quién se lo montaba… -Blinker apagó el cigarrillo y apartó la mirada. Se le humedecieron los ojos-. Estúpido cabrón -murmuró.

Aparecieron los espaguetis a la boloñesa, junto a un cuenco de queso rallado que parecía serrín bajo en hierro. Blinker lo espolvoreó delicadamente sobre la pasta y atacó, su emoción apagada por el apetito. La puerta de la cafetería se abrió y entraron dos obreros, los vaqueros emblanquecidos por polvo de yeso y los zapatos de suela gruesa llenos de cemento. Saludaron con familiaridad al cocinero, al que podían ver gracias a una ventanilla de servir, y escogieron una mesa en un rincón donde pidieron varios platos no muy distintos a los que había elegido Blinker.