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– Le dije que pasaría esto si iba solo -dijo Blinker cuando acabó de engullir la pasta y mientras esperaba a que llegara el sandwich de atún y maíz-. Se lo repetí mil veces, pero no me escuchó, no. Decía que sabía calar a esos tipos, eso decía. A los malos. Decía que desprendían una especie de olor. Como si al pensar tanto en lo que querían hacerle se les pusiera la piel toda grasienta y calenturienta. Le dije que eso era una chorrada y que tenía que llevarme con él, pasara lo que pasase, pero no me hizo caso, ¿no? Y mirad qué ha pasado.

– Así que crees que esto es obra de un cliente -dijo Lynley-. Que Kimmo juzgó mal a alguien cuando estaba solo.

– ¿Qué si no podría ser?

– La abuela de Kimmo dice que se metió en líos por tu culpa -dijo Havers-. Dice que vendía mercancía robada que tú le entregabas. ¿Qué sabes de eso?

Blinker se levantó de la silla como si le hubieran herido de muerte.

– ¡No! -dijo-. Es una puta mentirosa. Vieja de mierda. No le gusté desde el principio y ahora la tía intenta echarme la culpa. Bueno, no sé en qué andaba metido Kimmo, pero no tenía nada que ver conmigo. Vayan por Bermondsey y miren quién conoce a Blinker y quién conoce a Kimmo. Vayan, venga.

– ¿A Bermondsey? -preguntó Lynley.

Pero Blinker no dijo nada más. Estaba que echaba chispas porque alguien le hubiera acusado de ladrón en lugar de lo que era en realidad, un chulo callejero, que ofrecía los servicios de un chico de quince años.

– ¿Kimmo y tú erais amantes, por cierto? -preguntó Lynley.

Blinker se encogió de hombros, como si la pregunta no tuviera importancia. Miró a su alrededor para ver si llegaba el sandwich de atún, vio que esperaba en el alféizar de la ventanilla de la cocina y fue a buscárselo él mismo.

– Espera, amigo. Ahora te lo traigo -le dijo la camarera.

Blinker no le hizo caso y llevó el sandwich a la mesa, pero no volvió a sentarse. Tampoco comió, sino que envolvió el sandwich en la servilleta usada y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta de cuero gastada.

Lynley lo miró y vio que el joven no estaba resentido por la última pregunta, sino apenado, de un modo que sin duda no esperaba. La respuesta se encontraba en un músculo tembloroso en la mandíbula. El y el chico muerto habían sido amantes, en efecto, si no recientemente, al menos al principio y probablemente antes de que pusieran en marcha el negocio de ganar dinero con el cuerpo de Kimmo.

Blinker los miró mientras se subía la cremallera de la chaqueta.

– Lo dicho. Kimmo no habría tenido ningún problema si se hubiera quedado conmigo. Pero no lo hizo, ¿no? Salió solo cuando le dije que no lo hiciera. Pensaba que conocía el mundo. Y mirad cómo ha acabado. -Dicho eso, se marchó. Se dirigió a la puerta y dejó a Lynley y Havers examinando los restos de los espaguetis a la boloñesa como sumos sacerdotes en busca de augurios.

– Ni siquiera nos ha dado las gracias por la comida -dijo Havers. Cogió el tenedor y enroscó dos espaguetis. Los levantó hasta tenerlos a la altura de los ojos-. Pero el cuerpo de Kimmo… Ninguno de los informes dice que mantuviera relaciones sexuales antes de morir, ¿verdad?

– Ninguno -admitió Lynley.

– ¿Lo que podría significar…?

– Que esta muerte no tiene nada que ver con hacer la calle. A menos, por supuesto, que lo que pasó aquella noche pasara antes de que llegaran al sexo.

Lynley apartó su taza de café, que apenas había probado, hacia el centro de la mesa.

– Pero ¿si tenemos que eliminar el sexo como parte de…? -preguntó Havers.

– Entonces la pregunta es: ¿cómo se te da levantarte antes de que amanezca?

Havers lo miró.

– ¿Bermondsey?

– Diría que es nuestro siguiente destino. -Lynley se quedó mirándola mientras Barbara pensaba, con el tenedor aún oscilando entre sus dedos.

Al final asintió con la cabeza, pero no parecía contenta.

– Espero que pienses formar parte de ese equipo.

– No voy a dejar que una dama ronde sola por el sur de Londres de noche -contestó Lynley.

– Buenas noticias, entonces.

– Me alegro de que te quedes más tranquila. Havers, ¿qué pretendes hacer con esos espaguetis?

Ella lo miró y luego volvió a mirar de nuevo el tenedor que aún oscilaba en el aire.

– ¿Esto? -dijo. Se metió los espaguetis en la boca y los masticó pensativamente-. Está claro que tienen que perfeccionar su al dente -le dijo.

Jared Salvatore, la segunda víctima de su asesino -al que habían empezado a referirse como Furgoneta Roja a falta de otro sobrenombre- vivía en Peckham, a unos trece kilómetros en línea recta de Bayswater, donde había aparecido su cuerpo. Puesto que desde la cárcel de Pentonville, Felipe Salvatore no había podido proporcionarles una dirección reciente para su familia, Nkata fue primero al último domicilio conocido, que era un piso en el laberíntico North Peckham Estate. Era un lugar donde nadie iba desarmado de noche, donde los polis no eran bienvenidos y el territorio estaba marcado. Ofrecía lo peor de la vida comunitaria: deprimentes tendederos para la ropa colgando de los balcones y de los bajantes, bicicletas rotas y sin ruedas, carritos de la compra oxidados y todos los tipos de basura imaginable. La zona del norte de Peckham hacía que la urbanización de viviendas subvencionadas de Nkata pareciera Utopía el día de su inauguración.

En la casa que se correspondía con la dirección que le habían dado de la familia Salvatore, Nkata no encontró a nadie. Llamó a la puerta de los vecinos, quienes tampoco sabían nada o no quisieron decirle nada, hasta que encontró a una que le informó de que «la zorra drogata y sus mocosos al fin habían sido desahuciados después de una batalla monumental con Navina Cryer y su banda, los cuales eran todos de Clifton Estate». Esa era toda la información que había disponible sobre la familia. Pero como le habían dado un nombre nuevo -el de Navina Cryer-, Nkata se dirigió a Clifton Estate a buscar a la mujer y cualquier dato que pudiera proporcionarle sobre los Salvatore.

Navina resultó ser una chica de dieciséis años en avanzado estado de gestación. Vivía con su madre y sus dos hermanas menores, además de con dos bebés en pañales que, durante el rato que duró la conversación con la chica, Nkata no llegó a saber de quién eran. A diferencia de los habitantes de North Peckham Estate, Navina estuvo la mar de contenta de hablar con la policía. Echó una larga mirada a la placa de Nkata, otra aún más larga al propio Nkata y le condujo al interior del piso. Su madre estaba trabajando, le informó, y el resto de la «peña» -palabra con la que imaginó que se refería a los otros niños- podían cuidarse ellos solitos. Lo hizo pasar a la cocina. En una mesa había varias pilas de ropa sucia, y el aire apestaba a pañales desechables que había que bajar a la basura urgentemente.

Navina encendió un cigarrillo en uno de los quemadores de gas de la cocina mugrienta y se apoyó en ella en lugar de tomar asiento a la mesa. Le sobresalía tanto el estómago que resultaba difícil entender cómo podía mantenerse derecha, y debajo del tejido tirante de las mallas, las venas salían como gusanos después de una tormenta.

– Ya era hora, ¿no? ¿Qué os ha hecho mover el culo? Molaría saberlo, para hacerlo bien la próxima vez.

Nkata repasó aquellas observaciones. Concluyó que la chica esperaba la visita de la policía. Teniendo en cuenta la información que había deducido de la vecina de North Peckham Estate con la que había hablado, supuso que se refería a las consecuencias -fuera las que fuesen- de su altercado con la señora Salvatore.