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Nkata dijo que le serviría quien hubiera atendido la denuncia de Navina Cryer sobre la desaparición de Jared Salvatore. Aquello, por supuesto, sacó la delicada cuestión de por qué nadie se había molestado en redactar ese informe, pero no quería entrar en eso. Seguro que alguien habría escuchado a la chica, aunque no hubiera registrado formalmente lo que había dicho. Ésa era la persona con la que quería hablar.

Resultó que ese hombre era el agente Joshua Silver. Fue a buscar a Nkata a la recepción y lo condujo a un despacho que compartía con siete policías más y donde el espacio era mínimo y el ruido, máximo. Tenía un cubículo entre una hilera de teléfonos que sonaban permanentemente y unos archivadores prehistóricos puestos en fila, y allí fue donde le llevó. Sí, reconoció, él era la persona con la que había hablado Navina Cryer. No la primera vez que fue a la comisaría, cuando al parecer no había pasado de la recepción, sino la segunda y la tercera. Sí, anotó la información que le había dado, pero a decir verdad, no se tomó en serio a la chica. El gamberro de Salvatore tenía trece años. Silver supuso que el chico se había largado, como la chica estaba a punto de parir y eso… No había nada en su pasado que sugiriera que sería capaz de quedarse esperando a que ocurrieran cosas buenas.

– El chico lleva metiéndose en líos desde los ocho años -dijo el agente-. Tuvo su primer juicio por faltas cuando tenía nueve años, por robarle el bolso a una anciana de un tirón, y la última vez que su trasero cruzó esa puerta fue por atracar un Dixon's. Nuestro Jared pensaba vender la mercancía en un mercadillo.

– ¿Lo conocía personalmente?

– Como cualquiera de los agentes de aquí, sí.

Nkata le enseñó una foto del cuerpo que Felipe Salvatore había identificado como el de su hermano. El agente Silver la examinó y asintió con la cabeza para confirmar la identificación de Felipe. Era Jared, sí. Los ojos almendrados, la nariz chata. Todos los niños Salvatore los tenían, un regalo de la mezcla de razas de sus padres.

– El padre es filipino y la madre, negra. Una drogata. -Silver alzó la mirada rápidamente al decir esto último, como si de repente se diera cuenta de que podría haberlo ofendido.

– Ya lo sabía. -Nkata volvió a coger la foto. Preguntó por los cursos de cocina que se suponía que tomaba Jared.

Silver no sabía nada y declaró que sería producto o bien de las ilusiones de Navina Cryer o de las mentiras descaradas de Jared Salvatore. Lo único que sabía era que Menores se había hecho cargo de él y que un trabajador social había intentado -y no conseguido, obviamente- que hiciera algo de provecho.

– ¿Y puede ser que Menores metiera al chico en algún curso de formación? -dijo-. ¿Consiguen trabajo a los chicos?

– Cuando las ranas críen pelo -dijo Silver-. ¿Nuestro Jared friendo pescado en el Little Chef del barrio? No sé si me habría comido un plato preparado por él aunque estuviera muriéndome de hambre. -Silver cogió el quitagrapas de la mesa y lo utilizó para sacarse la mugre que tenía debajo de la uña del pulgar mientras concluía-: La realidad de escoria como los Salvatore, sargento, es la siguiente: la mayoría acaban donde iban. No iba a ser distinto para Jared, y Navina Cryer no podía aceptarlo. Felipe ya está entre rejas; Matteo está en prisión preventiva. Jared era el tercero de los hermanos, así que iba a ser el siguiente en entrar en el trullo. Los buenos samaritanos de Menores podrían haber hecho todo lo posible para evitar que sucediera esto, pero lo tuvieron todo en contra desde el principio.

– ¿Y todo era? -preguntó Nkata.

Silver lo miró por encima del quitagrapas y tiró la mugre de debajo de la uña al suelo.

– No pretendo ofenderlo, pero usted es la excepción, amigo, no la norma. E imagino que ha tenido ventajas por el camino. Pero hay veces en que la gente no vale, y ése era el caso de Jared. Empiezas mal y acabas peor. Así son las cosas.

No si alguien se interesa por ti, fue lo que Nkata quiso responderle. Nada estaba escrito a fuego.

Pero no dijo nada. Tenía la información que había ido a buscar. No comprendía por qué la desaparición de Jared Salvatore había pasado desapercibida durante tanto tiempo a la policía, pero no necesitaba comprenderlo. Como había dicho el propio agente Silver, así eran las cosas.

Capítulo 7

Cuando regresó a Chalk Farm al final de la jornada, Barbara Havers estaba casi contenta. No sólo el interrogatorio con Charlie Burov, alias Blinker, parecía un avance real, sino que salir del centro de coordinación y participar en el lado humano de la investigación en compañía de Lynley hacía que sintiera que recuperar su rango no era una quimera después de todo. De hecho, mientras volvía a casa desde el lugar donde había aparcado el Mini, tarareaba alegremente It's So Easy. Ni se inmutó siquiera cuando la lluvia empezó a caer y a golPearle en la cara por culpa del viento. Simplemente aceleró el paso (y el tiempo de la melodía) y se apresuró a llegar a Eton Villas.

Al enfilar el sendero de la entrada, echó un vistazo rápido al piso de la planta baja. En la casa de Azhar las luces estaban encendidas y a través de las cristaleras vio a Hadiyyah sentada a la mesa con la cabeza inclinada sobre una libreta abierta.

Los deberes, pensó Barbara. Hadiyyah era una alumna aplicada. Se detuvo un momento y se quedó mirando a la niña. Entonces, Azhar entró en la sala y se acercó a la mesa. Hadiyyah alzó la vista y lo siguió anhelosa con la mirada. Él no se la devolvió y la niña no habló, simplemente volvió a hundir la cabeza en la tarea.

Barbara sintió una punzada de remordimiento al presenciar aquella escena, y se apoderó de ella una ira inesperada cuya fuente no quiso examinar. Recorrió el sendero hacia su casa. Dentro, encendió las luces, tiró el bolso de bandolera sobre la mesa y sacó una lata de All Day Breakfast, cuyo contenido vertió sin miramientos en una sartén. Metió pan en la tostadora, sacó una Stella Artois de la nevera, y anotó mentalmente beber menos, puesto que se suponía que aquella noche tampoco le tocaba. Pero le apetecía celebrar el interrogatorio a Blinker.

Mientras la comida se las apañaba para prepararse sin su intervención, Barbara fue a buscar, como siempre, el mando de la televisión, el cual, como siempre, no encontró. Estaba buscándolo cuando vio que el contestador parpadeaba. Pulsó la tecla de reproducción y siguió buscando.

Oyó la voz de Hadiyyah, tensa y baja, que hablaba como si intentara evitar que alguien la oyera.

– Estoy castigada, Barbara -decía-. No he podido llamarte hasta ahora porque no puedo ni usar el teléfono. Papá dice que estoy castigada «hasta próximo aviso», y creo que no es nada justo.

– Maldita sea -farfulló Barbara, examinando la caja gris de la que salía la voz de su amiguita.

– Papá dice que se debe a mi discusión con él. En realidad no quería devolverte el CD de Buddy Holly, ¿sabes? Luego, cuando me dijo que debía devolvértelo, le dije si podía dejártelo en la puerta con una nota. Y me dijo que no, que tenía que hacerlo en persona. Y yo le dije que creía que no era justo. Y él dijo que tenía que hacer lo que él me dijera y, puesto que yo «no quería hacerlo de ningún modo», se aseguró de que lo hiciera bien, y por eso vino conmigo. Y luego le dije que era malo, malo, malo y que lo odiaba. Y él… -Hubo un silencio, como si escuchara algún ruido cercano. Se dio prisa-. No debo discutir con él nunca, me dijo, y me ha castigado. Así que no puedo llamar por teléfono, ni ver la tele, ni nada de nada aparte de ir al colegio y volver a casa y no es justo. -Se echó a llorar-. Tengo que colgar. Adiós -logró decir hipando. Luego, el mensaje acabó.