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Rosbif, aunque tendría que haber sido cordero. El cordero habría tenido mejores asociaciones.

Fu cerró la puerta cuando el chico estuvo dentro y se puso a buscar la bolsa de comida como él le había pedido. Empezó a comer. Por suerte, no se dio cuenta de que su puerta no tenía tirador por dentro y que no había cinturón. Fu se reunió con él, acomodándose en el asiento del conductor, e introdujo la llave en el contacto. Arrancó la furgoneta, pero no puso la marcha, ni tampoco quitó el freno de mano.

– Coge algo para beber, ¿vale? -Le dijo al chico-. Tengo una nevera ahí atrás. Detrás de mi asiento. No me vendría mal una birra. Hay coca-colas si quieres. O coge una cerveza si lo prefieres.

– Gracias. -El chico se dio la vuelta. Miró atrás, donde, como la furgoneta estaba cuidadosamente revestida con paneles y aislada a conciencia, estaba oscuro como boca de lobo-. ¿Detrás, dónde? -dijo el chico como correspondía.

– Espera -dijo Fu-. Tengo una linterna por algún lado. -Y comenzó a buscar por su asiento hasta que puso las manos sobre la linterna guardada en su escondite especial-. Ya la tengo. Un poco de luz. -Y la encendió.

Centrado en la nevera y la promesa de la cerveza que había dentro, el chico no vio el resto del interior de la furgoneta: la tabla con sus soportes, las ataduras para las muñecas y los tobillos enrolladas a cada lado sobre el suelo, el hornillo de la época anterior del vehículo, el rollo de cinta aislante, las cuerdas de tendedero y el cuchillo; sobre todo, eso. El chico no vio nada, como los demás que lo habían precedido, sólo era un adolescente con el apetito adolescente por lo ilícito y, en aquel momento, lo ilícito estaba representado por una cerveza. En otro momento, en un momento anterior, lo ilícito había estado representado por el crimen. Por ese motivo estaba ahora condenado al castigo.

Vuelto en el asiento e inclinado hacia la parte trasera de la furgoneta, el chico alargó la mano hacia la nevera. Aquello dejó al descubierto su torso. Era un movimiento diseñado para facilitar lo que seguiría.

Fu dio la vuelta a la linterna y la presionó contra el cuerpo del chico. Doscientos mil voltios sacudieron su sistema nervioso.

El resto fue fácil.

Lynley estaba junto a la encimera de la cocina, bebiendo una taza del café más fuerte que pudo prepararse a las cuatro y media de la madrugada cuando apareció su mujer. En la puerta, Helen parpadeó por efecto de las luces mientras se anudaba el cinturón de la bata. Parecía muy cansada.

– ¿Una mala noche? -le preguntó, y añadió con una sonrisa-: ¿Te preocupa todo eso de la ropa para el bautizo?

– Para -gruñó-. He soñado que Jasper Félix daba volteretas en mi barriga. -Se acercó a él, le pasó los brazos alrededor de la cintura y bostezó mientras apoyaba la cabeza en su hombro-. ¿Qué haces vestido a estas horas? El departamento de prensa no le habrá tomado el gusto a dar ruedas informativas antes del amanecer, ¿no? Ya sabes qué quiero decir: vean con qué diligencia trabaja la Mct; nos despertamos antes de que salga el sol para seguirles la pista a los malhechores.

– Hillier lo pediría si lo pensara -contestó Lynley-. Una semana más y se le ocurrirá.

– ¿Se está portando mal?

– Es Hillier, punto. Está paseando al pobre Winston por delante de la prensa como si fuera Rod Hull. Excepto que el pobre Emú no habla.

Helen lo miró.

– Estás enfadado por lo que ha pasado, ¿verdad? Y eso que tú te tomas las cosas con filosofía. ¿Es por Barbara? ¿Porque lo ascendieran a él y no a ella?

– Hillier se portó fatal con eso, pero debí verlo venir -dijo Lynley-. Le encantaría librarse de ella.

– ¿Todavía?

– Siempre. Nunca he sabido bien cómo protegerla, Helen. Incluso siendo comisario temporalmente, me siento perdido. No tengo ni una cuarta parte de las aptitudes de Webberly para este cargo.

Ella se soltó de su abrazo, fue hacia el armario y cogió una taza, que llenó de leche desnatada y metió en el microondas.

– Malcolm Webberly tiene la ventaja de ser el cuñado de sir David, cielo -dijo-. Eso contaría cuando se enfrentaban por algo, ¿no crees?

Lynley refunfuñó, ni se mostró de acuerdo ni discrepó. Observó cómo su mujer sacaba la leche caliente del microondas y añadía una cucharada de Horlicks. Se terminó el café y estaba enjuagando la taza cuando sonó el timbre de la puerta.

Helen se volvió desde la encimera.

– ¿Quién diablos…? -dijo mientras miraba hacia el reloj de pared.

– Será Havers.

– ¿Sí que te vas a trabajar, entonces? ¿En serio? ¿A estas horas?

– Vamos a Bermondsey -Salió de la cocina y Helen le siguió, con los Horlicks en la mano-. Al mercado.

– Dime que no vais a comprar -dijo-. Un chollo es un chollo, y sabes que yo jamás despreciaría uno, pero está claro que no habría que permitir vender chollos antes de que saliera el sol.

Lynley se rió entre dientes.

– ¿Estás segura de que no quieres venir con nosotros? ¿Una pieza rara de porcelana de valor incalculable por veinticinco libras? ¿Un Rubens escondido debajo de dos siglos de mugre y de los gatos domésticos que un niño de seis años pintó en el siglo XIX? -Cruzó las baldosas de mármol de la entrada y, al abrir la puerta, encontró a Barbara Havers apoyada en la reja de hierro. Llevaba un gorro de lana calado hasta las cejas y un chaquetón que envolvía su cuerpo rechoncho.

– Si sales a despedirlo a estas horas, no hay duda de que la luna de miel está durando demasiado -le dijo Havers a Helen.

– Mis sueños agitados salen a despedirlo -dijo Helen-. Eso y el estado de ansiedad general respecto al futuro, según mi marido.

– ¿Aún no has decidido la ropa para el bautizo?

Helen miró a Lynley.

– ¿De verdad se lo has contado, Tommy?

– ¿Era confidencial?

– No. Pero es una estupidez. La situación, quiero decir, no que se lo contaras. -Y luego le dijo a Barbara-: Puede que haya un pequeño incendio en el cuarto del niño. Por desgracia, los dos conjuntos se quemarán y quedarán inservibles e irreconocibles. ¿Qué te parece?

– Os vendrá como anillo al dedo -dijo Havers-. ¿Por qué comprometerse con la familia cuando puedes provocar un incendio?

– Eso pensamos nosotros.

– Mejor que mejor -dijo Lynley. Pasó el brazo alrededor de los hombros de su mujer y le dio un beso en la cabeza-. Cierra con llave cuando salga -le dijo-. Y vuelve a la cama.

Helen le habló a su pequeña barriga.

– No vuelvas a perturbar mis sueños, jovencito. Cuida a tu madre. -Y luego les dijo a Lynley y a Barbara antes de cerrar la puerta-: Y vosotros id también con cuidado.

Lynley esperó a oír el cerrojo. A su lado, Barbara Havers encendía un cigarrillo. La miró con desaprobación.

– ¿A las cuatro y media de la mañana? -dijo-. Ni en mis peores días, habría podido, Havers.

– ¿Es usted consciente, señor, de que no hay nada más moralista que un ex fumador?

– No me lo creo -contestó él, y bajaron por la calle en dirección a las caballerizas, donde tenía el coche aparcado en el garaje-. Tiene que haber algo peor.

– Nada -dijo-. Hay estudios sobre el tema. Incluso las María Magdalenas que ahora van de monjas no se pueden comparar con su antigua adicción al tabaco.

– Hay que preocuparse por la salud del prójimo.

– Pues parece que desee contagiar su desgracia a todos los demás. Déjelo ya, señor. Sé que en realidad lo que quiere es arrancármelo de los dedos y fumárselo hasta el filtro. ¿Cuánto tiempo lleva ya sin fumar?

– Tanto que ni me acuerdo, en realidad.

– Ahí está -dijo, mirando al cielo.

Se pusieron en marcha bendecidos por la madrugada londinense: prácticamente no había ningún otro vehículo por las calles, razón por la cual atravesaron volando Sloane Square con todos los semáforos en verde y en menos de cinco minutos vieron las luces del puente de Chelsea y las altas chimeneas de ladrillo de la estación eléctrica de Battersea, al otro lado del Támesis, que se alzaban hacia el cielo de carbón.